viernes, 11 de noviembre de 2011

Raúl Scalabrini Ortiz en los umbrales de F.O.R.J.A.: una relectura en clave nacional de El hombre que está solo y espera

por Iciar Recalde*

La de Scalabrini Ortiz es una figura compleja por varias razones. En principio, como parte de una generación de hombres que tomaron distancia del rol impuesto por las metrópolis para los intelectuales en los países semicoloniales como la Argentina, que es el de repetir e importar teorías y cosmovisiones extranjeras promotoras de nuestra dependencia material. En segundo lugar, porque Scalabrini oficia como intelectual de transición entre dos modelos de país: el liberal abierto a sangre y fuego en 1853 y el del nacionalismo popular revolucionario inaugurado tras el año 1945: educado en una cosmovisión oligárquica y colonizada de la Argentina, se compromete con su tiempo histórico y conforma una mirada interesada en el conocimiento del país real y en su liberación nacional. Es además, uno de los exponentes más brillantes del pensamiento nacional, corriente de ideas que se consolida como puesta en debate de todos aquellos aspectos que impiden la organización soberana de nuestro país y la emancipación de las organizaciones libres del pueblo. En este sentido, las reflexiones que presentamos a continuación, tienen por lo menos un origen y más de un objetivo. Nos interesa, fundamentalmente, discutir el estado de la cuestión más o menos canónico en torno a una de las obras de comienzos de Scalabrini, El hombre que está solo y espera editada en Buenos Aires en el año 1931. Creemos que los estudios interesados en este volumen han desestimado toda una serie de rasgos que, aunque de forma incipiente y aún con contradicciones, manifiestan tempranamente rasgos de la sensibilidad estética e ideológica y de las estrategias políticas del autor de Política Británica en el Río de La Plata (1936). Existe una idea generalizada respecto al análisis del itinerario de Scalabrini Ortiz, que sostiene que el mismo consta de dos períodos escindidos en su producción: el del joven escritor vinculado a los circuitos de mayor legitimidad literaria y cultural de los años veinte y principios del treinta, y aquel circunscripto a su corte de marras con la zona liberal del campo intelectual a mediados de esta última década, cuando el autor interviene además de en la rebelión radical de Paso de los Libres en el año 1933 que lo llevará al destierro, en la conformación de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) en 1935. El hombre que está solo y espera, conjuntamente con el volumen de relatos La Manga (1923) y con la serie de textos periodísticos y de crítica literaria editados en el período (fundamentalmente, sus colaboraciones en Martín Fierro, La Nación, y El Hogar) son leídos conformando esta primer etapa de su producción. Por tanto, nos interesa examinar aquí la configuración y los rasgos de una serie de formulaciones y estrategias ideológicas que surgen en El hombre que está solo y espera, que además de proponer una nueva forma de intervención en la tradición del ensayismo nacional de la década del treinta, permiten vislumbrar intereses que serán retomados y trabajados de manera radical en su itinerario intelectual y estético posterior. Fundamentalmente, nos referimos a la puesta en escena del tópico de la traición intelectual en su defección respecto a la interpretación del ser nacional, a la formulación en torno a la responsabilidad del imperialismo en la configuración de la Argentina periférica, a la complicidad de las clases dirigentes en la entrega de los resortes económicos y culturales básicos de la nación, y al montaje de la dicotomía argumental nacional-antinacional, que además de motorizar la organización textual de El hombre que está solo y espera, signa el modo de interpretar la cultura nacional y de interpelar críticamente las imposturas que vertebran la historia argentina. Esta serie de rasgos han pasado desapercibidos o bien han sido desestimados y/o minimizados, dos formas de la injusticia crítica sesgada, creemos, por protocolos de lectura interesados más que en analizar la conflictividad de la textualidad, en hacerla entrar en el horizonte de posibilidades de lo que se describe como primer etapa del autor a la que nos referimos más arriba. Esto es, más que responder a la sensibilidad hegemónica configurada por la zona liberal del campo intelectual nacional, tal como sostienen Cattaruzza y Rodríguez en el prefacio a la reedición del volumen editado en el año 2005 por la estructura formal del volumen, como por sus contenidos y por la trayectoria del autor, cuando discuten su filiación dentro del linaje nacional y popular abierta por José María Rosa en la reedición del año 1964, El hombre que está solo y espera constituye una ruptura radical con la corriente europeizante que signó la configuración de las líneas de interpretación de la cuestión nacional construidas, fundamentalmente, a través de las imágenes de Argentina elaboradas por los viajeros europeos, augurando el reencuentro de los ensayistas con su propia realidad. Creemos que la complejidad del itinerario de Scalabrini Ortiz expresa en su mismo devenir las contradicciones típicas del intelectual y del escritor inserto en el Tercermundo y además, los años treinta abren la posibilidad histórica –consecuencia de lo acontecido en el país tras la gestión nacionalista de Yrigoyen y el retorno al país factoría tras el golpe de Estado de 1930- de que los hombres de letras puedan discutir su propia formación e invertir la herencia liberal de problematizar textos extranjeros por la de textualizar los problemas del país.

Rupturas con la tradición liberal
Uno de los tópicos más recurrentes del volumen es el de la traición del intelectual respecto a las necesidades del pueblo argentino: “El intelectual –sostendrá Scalabrini- no escolta el espíritu de su tierra, no lo ayuda a fijar su propia visión del mundo, a pesquisar los términos en que podría traducirse” (81). De esta manera, denuncia la apostasía intelectual y el modo de operar de los hombres de su generación que han convertido a la literatura en ejercicio lingüístico vacuo olvidando que: “La literatura es desgarramiento vital que se anecdotiza, constancia de una aventura del espíritu nutrido de realidad” (84). A renglón seguido indagará en sus presunciones de clase: “En no más de cien libros técnicos –los escritores- pagan su menosprecio al iletrado, que quizá es sabio en lecturas y en doctorados de vida” (85). La plataforma ideológica que vertebra el modo en que los intelectuales piensan y experimentan el país centrada en la dicotomía civilización barbarie trocará en Scalabrini en la dupla nacional-antinacional a través de la explicación y del montaje de un tipo de narración ficcionalizada que motoriza la estructura del texto y que retomará en  intervenciones periodísticas: “La palabra cultura debería ser borrada del léxico con que se califican los actos colectivos. Aquí se abusa de ella. Hasta el último pazguato pachorriento se da el lujo de interpretar un suceso policial como una manifestación de la incultura de nuestro pueblo o de denostar con esa misma palabreja cualquier noble arranque de entusiasmo (…). Hasta los más mesurados y circunspectos componentes de las cámaras inglesas, se trenzaron a trompadas hace varios días… Quinientas personas murieron y dos mil cuatrocientas resultaron heridas en los Estados Unidos durante la celebración del aniversario de su independencia… Nadie vio en estos hechos un signo de incultura porque la incultura no es sinónimo de indiferencia, de apatía, de ñoñez, de cobardía… Pero si esos hechos hubieran ocurrido aquí, los vilipendiadores del pueblo ya se habrían desatado con toda clase de vituperios y una vez más censurarían acerbamente su incultura…” (R.S.O., Noticias Gráficas, 8/7/1931)
La historia cultural y política argentina no será entonces, la de la lucha entre civilizados y bárbaros como dicta la razón liberal, sino la pugna constante entre lo nacional y lo extranjero, o mejor, entre el intento de autodeterminarnos como país soberano y los impedimentos impuestos por los intereses extranjeros sobre el suelo argentino. En este sentido, aún cuando limita su visión -al igual que otros escritores- a Buenos Aires cometiendo algunos yerros de leso porteñismo (Galasso), el volumen propugna la constitución de una cultura con rasgos propios decidida a deshacerse de las herencias europeas que más que contribuir a conformarla, la obstaculizan: “Nuestro país debe emprender la reconquista de lo elemental, purgarse de sabidurías” (151) terminar con “los lugares comunes de la moral europea y lo contratado en sociedades vetustas” (70) y desarrollar “esa semilla de una cultura que entre los escombros del pasado, puja por ser presente” (70), “Tierra de la elementalidad donde saldrá un nuevo hombre y una gran cultura”, y más: “Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos en que hay que jugarse entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías” (86). La crítica al europeísmo es prácticamente inédita en la zona del campo intelectual del período que transita Scalabrini, más cuando su objeto es la valoración de lo nacional y la desmitificación de los mitos de la cultura liberal puestos en el espejo de lo que se desea ser:
“¿El espíritu de Francia! ¡Todo cuento! ¿Sabe cuál es el espíritu de Francia? ¡La Prostitución! A mí no me engañan. ¿Qué pensaba usted cuando lo invitan conocer París? No haga trampas y piense. Bueno, ese es el espíritu de Francia.”

“Todos los sistemas europeos procuran hacer del hombre un instrumento de relojería” (151) “De tanto rodar el europeo es ya un pedrusco sin aristas, un canto rodado del tiempo y de las corrientes culturales (…). En cambio, el porteño es original e indeductible.” (33)

“El arquetipo norteamericano es un ser rudimentario y despreciable. Es un troglodita que nada en aeroplano” (137) “Los norteamericanos, bajo la dirección de Ford, van a erigir una fábrica gigante para hacer hombres standards” (133)

En cambio, “Nosotros somos una asociación espiritualista. La más bella desde la decadencia de Atenas” (132).

Más allá de los tropiezos dados a través de ciertas exageraciones y de argumentos antihistóricos como el anterior, propios de la imaginería de su formación intelectual e inescindibles del proceso de clarificación ideológica que está experimentando Scalabrini Ortiz, la mirada positiva sobre lo propio y sus posibilidades es insólita en los años treinta: “Toda la magia de la vida consiste en CREER (…) en atreverse a erigir en creencias los sentimientos arraigados en cada uno, por mucho que contraríen la rutina de las creencias extintas” (7). Más, cuando se advierte que la subordinación cultural es hija de otra, la económica, que ha generado un sutilísimo aparato ideológico creador y reproductor de una inteligencia colonial, donde la falsificación histórica es uno de los ejes del desarraigo cultural. Dirá Scalabrini: “El capitalismo extranjero está en el poder. Quiera Dios que al pueblo no le cueste mucha sangre y desorganización desalojarlo” (95). Su nacionalismo se va consolidando, al punto que rechaza sus connotaciones reaccionarias y revaloriza el rol de las masas en la historia: “Solamente la muchedumbre innúmera se parece al espíritu de la tierra.” Dando cuenta de que si todo nacionalismo es reaccionario como quiere el pensamiento liberal, las masas carecen de alternativa frente al liberalismo oligárquico, idea que retomará desde la tribuna de FORJA cuando lleve a los forjistas del antiimperialismo abstracto al antiimperialismo concreto: “Hay que cultivar un nacionalismo no de superficie y de vistosas apariencias, un nacionalismo no de feria sino un argentinismo de profundidades, de realidades esenciales. Y para eso necesitamos desprendernos en absoluto de toda imitación y dependencia europea, ya en lo espiritual como en lo intelectual. Ser nosotros mismos, con los vicios y las virtudes inherentes a nuestra estirpe” (Revista Rivadavia, febrero de 1932).
La eficacia argumental del texto responde, de hecho, a esta capacidad de emitir certezas sobre lo nacional, paradójicamente, basadas en una mirada de tipo impresionista y en la intuición que guía cada uno de los razonamientos. El arquetipo de lo nacional propuesto en el texto será el hombre de Corrientes y Esmeralda como expresión del colectivo social surgido por el proceso inmigratorio que permite una interpretación optimista e integradora de lo social y que se construye a través de la observación directa de las características que considera propias y diferenciales: un complejo dispositivo que incluye el tango, la relación entre los sexos, el fútbol, prácticas culturales como las del café, etc. Para Scalabrini: “Es hombre de imposiciones y no de planes, es un hombre fiado en la certeza del instinto, en sus intuiciones, en sus presentimientos.” El arquetipo que permite narrar, además, el relato del desengaño, la soledad y la expectativa de los hombres de la década infame que observan atónitos las consecuencias sociales de la Argentina agraria y semicolonial atada por sus clases dirigentes a los intereses del imperialismo británico y norteamericano. Meses después de publicado el volumen sostendrá:
“Yo realzaba en mi libro las virtudes de la muchedumbre criolla y demostraba que su valoración no debía emprenderse de acuerdo a las reglas y cánones europeos; daba una base realista a la tesis esencial de la argentinidad, al negar la continuidad de la sangre quebrada entre nosotros por el imperio metafísico de la tierra y sentaba la tesis de que nuestra política no es más que la lucha entre el espíritu de la tierra, amplio, generoso, henchido de aspiraciones aún inconcretadas y el capital extranjero que intenta constantemente someterla y sojuzgarla.” (sf) Porque:
“Somos un país colonial, un pueblo en servidumbre, una nación sometida (…). Esta es nuestra desgracia, nuestra vergüenza argentina (…). Los hombres realmente libres y patriotas deberemos luchar a esta altura de nuestra historia por una patria redimida” (Señales, 10-7-1935). Más, en el período en que se edita El hombre que está solo y espera, meses después del golpe de Estado, Scalabrini estaba distanciándose de la maquinaria oligárquica de constitución de prestigios en el camino de asunción de su rol como intelectual nacional: “En 1930 yo había alcanzado el más alto título que un escritor puede lograr con su pluma: el de redactor de La Nación, cargo que renuncié para descender voluntariamente a la plebeya arena en que nos debatíamos los defensores de los intereses generales del pueblo. Tenía entonces treinta y dos años.” (Carta de R.S.O. a un lector, Qué, 1957)

* Síntesis de la Ponencia presentada en IV Congreso Internacional CELEHIS de Literatura española, latinoamericana y argentina, Mar del Plata, 7, 8 y 9 de noviembre de 2011



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