lunes, 25 de abril de 2011

Actualidad de la Constitución del año 1949

Por Aritz Recalde
Abril de 2011





Durante los últimos doscientos años de historia argentina, coexisten y se enfrentan dos grandes tradiciones políticas acerca del tipo de modelo de desarrollo para aplicar en el país. Una tradición, es la liberal exportadora y la otra, es la proteccionista e industrialista. En el marco de la primera, se ubican el programa agroexportador iniciado en 1853 o el proyecto financiero aplicado a partir de la gestión del Ministro de Economía Martínez de Hoz y de la dictadura de 1976. Entre las segundas y con sus matices y diferencias, se sitúan el modelo nacionalista y el desarrollista, cuyas máximas figuras en el siglo XX y XXI son Juan Perón, Arturo Frondizi, Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Sin desconocer que existen puntos de coexistencia entre ambos, la historia reciente muestra que los dos modelos de país se enfrentaron y su disputa se desenvolvió en el plano político, económico, cultural, militar y también, en el terreno institucional. Una de las manifestaciones del enfrentamiento entre los modelos de país, se dio en el plano del Derecho, las instituciones y tema que nos interesa, se expresó a nivel de las Constituciones. Los políticos de la tradición liberal y agroexportadora sancionaron en 1853 y en 1994 dos de los textos constitucionales con mayor permanencia en la historia del país. En realidad, el esqueleto del texto de 1853 es el principio rector del orden institucional que introdujo la Constitución de 1994. El documento fundamental de la tradición nacionalista, es la Constitución del año 1949.
En nuestro país, el derecho liberal tiene entre sus ideólogos locales a Bernardino Rivadavia y a sus seguidores. Dicho dirigente, desarrolló una importante tarea de promoción y de sanción de leyes, en su mayoría, reproducidas del sistema institucional europeo. En su opinión, había que copiar las leyes de la civilización y junto a ellas, se estarían importando las costumbres, las prácticas y los valores del extranjero. Una de las finalidades de la importación del derecho extranjero, era la de educar a la barbarie interna para organizar a la nación. Para civilizar a los nativos del continente, se deberían importar de Europa manufacturas, personas, costumbres y leyes. A partir de aquí, Rivadavia promovió una noción típica de los ideólogos del derecho liberal, que supone que los textos normativos ofician como un pacto político en sí mismo, que puede remplazar o subestimar, los factores culturales, sociales y los patrones de conducta históricos de los pueblos. El reemplazo natural y por evolución de un sujeto histórico por otro y pese a los supuestos rivadavianos, reconoció una férrea resistencia por parte de los pueblos destinados a desaparecer frente al avance de la civilización. A partir de aquí, la tarea de imposición del liberalismo y sus leyes, se organizó en dos etapas. Por un lado, educando a una la elite destinada, entre otras cuestiones, a escribir las leyes y que asimiló para ello, la ideología europea y que conformó un sujeto cultural diferenciado de los pueblos. El otro mecanismo para imponer sus instituciones, su economía, sus inmigrantes o sus leyes, fue el asesinato y la persecución de sus adversarios. En este cuadro, los intelectuales liberales buscaron reemplazar un país por otro y con dicha intención, importaron las leyes extranjeras e intentaron amoldar el país a ellas. El supuesto de que el Derecho y las Constituciones pueden organizar a una nación, se mostró falso y la sanción de los textos liberales lejos de unir al país, contribuyó a desorganizarlo y a acentuar las guerras civiles y el enfrentamiento entre sectores. Por ejemplo y yendo a los años posteriores a la independencia, se observa que la propuesta de Constitución de 1819 que tenía un contenido centralista y aristocrático que cercenaba el federalismo y los derechos de las provincias[1], cayó en el vacío en el marco de la oposición política del interior contra los intereses unitarios. Lejos de ser una prenda para la unidad nacional, el programa político y su Constitución derivaron en la batalla de Cañada de Cepeda. Mientras los intelectuales liberales debatían y sancionaban textos legales para organizar el Estado, los referentes populares movilizaban sus tropas para enfrentar al agresor externo y garantizar la soberanía. El texto, por perfecto que fuera en términos del formalismo europeísta, era inútil e inaplicable políticamente frente a las tareas pendientes de la organización nacional. En dicho contexto “constituyente”, Gervasio de Artigas luchaba contra la ocupación del imperio del Brasil y San Martín reunía su tropa para resistir el potencial desembarco de 20 mil españoles y para continuar la obra libertaria en Perú. La contracara de los patriotas, eran los liberales porteños que sancionaban normas inaplicables y que pedían, por ejemplo, que San Martín abandone la guerra de liberación contra el colonialismo y que reprima las montoneras federales. El texto constitucional de 1819 cayó en desgracia y hubo que esperar hasta el año 1826, para que Bernardino Rivadavia y los liberales porteños, sancionaran un nuevo modelo para la organización institucional y política del país. Este texto y de forma similar al de 1819, no unificó la nación sino que por el contrario, contribuyó a la guerra civil. El debate de la Constitución de 1826 es interesante ya que entre otras cuestiones, encontró la intervención de Manuel Dorrego contra la propuesta de los liberales de aplicar el voto calificado y de prohibir la participación política de los “domésticos a sueldo, jornaleros o soldados”[2]. El sistema de gobierno que introdujo la Constitución en la Sección III, no mencionó el sistema federal y en su lugar introdujo “la forma representativa, republicana, consolidada en unidad de régimen”. El texto que ataba la representación política a la tenencia de capital o de una profesión o que permitía al presidente nombrar a los gobernadores, fue rechazado por los representantes políticos del interior. Era el segundo texto constitucional que demostraba claramente, la falacia del supuesto de que las leyes organizan los Estados. Asimismo, la caída del gobierno y de la Constitución, mostró la inviabilidad de la aplicación del liberalismo racista y europeísta porteño en el país. Las organizaciones libres del pueblo no se ajustarían a los patrones de conducta y a las formas de organización social, supuestamente implícitas, en las leyes copiadas de Europa.
Tras el rotundo fracaso liberal que condujo el país a la guerra civil y a la disgregación nacional, Juan Manuel de Rosas avanzó hacia la conformación de un pacto político y social de carácter constituyente. El Pacto Federal de 1831 fue rubricado inicialmente por Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y luego por Corrientes e implicó un acuerdo fundacional que sentó las bases de la organización nacional. La Constitución en el pensamiento de Rosas y tomando distancia de la tradición liberal europeísta y dependiente de muchos intelectuales, debería ser el resultado de un acuerdo político, social, económico y cultural previo, entre los representantes de las provincias y las naciones del continente y el mundo. El texto además, debería ser la culminación de un proceso de organización nacional previo y nunca podía ser su causante. Mientras Rosas combatía al imperialismo más poderoso del mundo en 1838 o en 1845, los intelectuales al servicio del extranjero construyeron el mito de que la organización y la soberanía nacional eran y fundamentalmente, un tema de Constituciones. Tal cual lo adelantó el mandatario, había que sancionar y restaurar leyes, pero dicha noción implicaba recuperar los patrones culturales, políticos y de conducta del pueblo y no podía tratarse de una mera copia del extranjero. Los antecedentes fallidos de 1819 y de 1826, seguramente fueron un llamado de atención a Rosas. El restaurador de leyes, estableció que si no se construían previamente los lazos políticos y organizativos necesarios y si no se sancionaba una norma que superara el modelo iluminista de los intelectuales, el proyecto derivaría en una nueva frustración. Ese fue el mensaje de Rosas a Quiroga en la Carta de la Hacienda de Figueroa. Por por su actitud, fue acusado de retrogrado, de feudal y de bárbaro, por los intelectuales europeístas que entregaron el patrimonio y la soberanía al extranjero. Más allá de las acusaciones, sus palabras fueron proféticas y luego de la batalla de Caseros se sancionó la Constitución de 1853 que no detuvo la guerra civil, no impidió la secesión de Buenos Aires en 1854 y no fue un estorbo para la separación y balcanización definitiva de la Banda Orienta, el Alto Perú y el Paraguay. El cuerpo del texto de 1853 fue redactado en su mayoría por Alberdi y tanto si se estudian los comentarios que hace en Las Bases sobre los antecedentes normativos en el continente o si se lee la propia Constitución, quedan evidenciados el racismo y la subestimación de esos intelectuales sobre el contenido de las leyes y las costumbres americanas.
En este caso, como en 1819 o 1826, la primacía de la política se abría paso frente al planteo fundacional mítico de los intelectuales liberales. Fueron la política y la guerra y no el texto importado, los que unieron al país y dicha organización nacional, se implementó una vez que los liberales porteños estuvieron al mando del poder. La barbarie de los salvajes unitarios fue la ley real que impusieron los porteños y las menciones de la Constitución a la división de poderes, a los derechos individuales o a la libertad de prensa, fueron consignas vacías para el pueblo que fue despojado de garantías y de derechos. La fraseología y el entramado normativo liberal, sirvieron a la oligarquía para ocultar bajo el manto de la filosofía jurídica extranjera, sus actos de violencia política, sus redes de poder y la profunda fragmentación social con la que gobernaron nuestro país.

La tradición proteccionista e industrialista y luego de décadas de construcción política, económica, social y cultural, consolidó las bases para modificar el sistema institucional argentino heredado del liberalismo. En el año 1949, se sancionó un nuevo pacto institucional que refundó los pilares del Estado y que promovió una nueva interpretación sobre los alcances de la democracia. El texto implicó un cambio en las concepciones acerca de la propiedad privada y sobre los alcances de la soberanía política, que implicaba desde ahora, entre otras cuestiones, la administración de los recursos económicos y estratégicos por parte del Estado. En este marco y en su Preámbulo, se estableció el objetivo de promover la cultura nacional y la irrevocable decisión de los argentinos de construir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. La Constitución de 1949 y a diferencia de la de 1819 o la de 1826, era la institucionalización de un proceso social, político, económico y cultural previo y no su inverso y es a partir de la realidad efectiva de la norma, que no hizo falta asesinar argentinos para imponerla. Los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura introducidos en el Capítulo III, eran una realidad papable en cientos de miles de casas, de escuelas, de hospitales, de centros deportivos o de universidades construidas en el período. La función social de la propiedad privada (artículo 38) y el mandato de que el capital debía estar al servicio de la economía (artículo 39), tenían una clara vigencia, expresable y por ejemplo, en la planificación colectiva del desarrollo nacional en los Planes Quinquenales o en la participación concreta en la riqueza por parte de la clase obrera. La mención al monopolio que debía ejercer el Estado nacional sobre el comercio exterior, sobre los servicios o los recursos naturales (artículo 40) eran el marco institucional para el funcionamiento de los ya existentes IAPI, YPF, IAME, Fabricaciones Militares o para los ferrocarriles nacionalizados. No se trató de copiar un texto de Europa para que la realidad se ajuste a él, sino que por el contrario, se buscó institucionalizar el avance de las organizaciones libres del pueblo y la nación, en la construcción de sus decisiones. La vigencia y la actualidad del texto, se hicieron sentir, por ejemplo, en la resistencia de las organizaciones libres del pueblo frente al liberalismo neocolonial inaugurado en el año 1955, que la derogó y que intentó revertir el modelo de país para regresar a la colonia pastoril. La fuerte defensa de sus derechos ejercida por los trabajadores frente a la revancha de la oligarquía, fueron una muestra cabal de la existencia y la supervivencia de muchos de los principios del texto de 1949.
Para derribar al modelo nacionalista y los principios rectores introducidos por su Constitución, el gobierno neoliberal de 1976 aplicó la violencia y el asesinato de miles de dirigentes políticos y de intelectuales. Una vez disciplinada la sociedad por la vía militar, se dio paso a la etapa política de destrucción de la Argentina con Carlos Menem y con Fernando De la Rúa. El primero, sancionó una nueva Constitución en el año 1994 y dicho pacto fundacional, recuperó el núcleo liberal fundamental de 1853. El texto y lo mismo que en el siglo XIX, buscó traducir los anhelos de la oligarquía interna y del interés trasnacional. No por casualidad, en el texto neoliberal de 1994 sólo se puede leer en el preámbulo las menciones abstractas al bienestar general o a la libertad: lejos está de buscar la independencia económica o la soberanía política del país como se estableció en el año 1949.
El poder económico en convivencia con el político, favoreció la destrucción y el debilitamiento del Estado nacional. En este cuadro, se feudalizó el país al provincializar la administración de los recursos naturales y se estableció que las riquezas son “de dominio originario de las provincias” (artículo 124). El artículo 125 facultó a las provincias para promover la importación de capitales extranjeros y favoreció en ese contexto, la venta y el descalabro del patrimonio del país que fue transferido al extranjero. El racista y neocolonial artículo 25, mantuvo el objetivo de fomentar la “inmigración europea” y no así, la latinoamericana o la tercermundista que y por ejemplo, nos apoyó en Malvinas contra las agresiones de la OTAN y las naciones “civilizadas” que mataron y torturaron soldados argentinos. Los dirigentes de las metrópolis aprobaron la posibilidad de que los Tratados con las naciones extranjeras, tengan carácter de ley suprema (artículo 31), favoreciendo el hecho de que las potencias puedan sentar al banquillo de los acusados a los gobernantes dispuestos a recuperar nuestro patrimonio. En el marco del programa neoliberal, se buscó transferir la soberanía desde la nación, hacia los tribunales y los ámbitos institucionales controlados por las potencias[3]. El país fue vendido a las naciones extranjeras y la Constitución no fue un impedimento, sino por el contrario, ofició como uno de sus instrumentos. De la misma forma que en 1853, el documento de 1994 sancionó una batería de derechos y de instrumentos liberales de nula o escasa aplicación. En la década de mayor corrupción y decadencia moral del país, la Constitución estableció entre los nuevos derechos y garantías el “grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar cargos o empleos públicos” (artículo 36). La norma introdujo un concepto liberal economicista de la participación política y entre los nuevos derechos y garantías, hizo referencia a los del consumidor y el usuario (artículo 42). Entre el texto y la realidad hay un abismo, ya que estas abstractas menciones contrastaron con la concentración monopólica de la economía por parte del capital extranjero, con el aumento oneroso de las tarifas de servicios públicos, con la descapitalización de gran parte de las sociedades privatizadas, con los abusos permanente de las grandes empresas contra los usuarios, con los escándalos de corrupción o con la conformación de oligopolios contrarios al interés nacional y el posible cumplimiento real de los derechos individuales. En la etapa de vaciamiento de los partidos políticos o de escisión profunda entre las acciones del gobierno y el pueblo, se introdujeron los nunca aplicados mecanismos de democracia semidirecta como la iniciativa (artículo 39) o la consulta popular (artículo 40). Pese a los anhelos de los constituyentes liberales, el pueblo no canalizó sus demandas en ONG o en institutos de democracia semidirecta, sino que lo realizó en piquetes, asambleas, sindicatos y en partidos políticos. La Constitución y pese a que las condiciones de vida de la mayoría fueron deterioradas como nunca en la historia del país, introdujo el escasamente útil Defensor del Pueblo. Ya no era el Estado administrando la riqueza y promoviendo la justicia social o los sindicatos movilizados en las calles y las fábricas quienes garantizaban derechos, sino que desde ahora, era el mercado y los “ciudadanos” con un Defensor o con instrumento de iniciativa, los encargados de organizar el país. La norma y siguiendo la noción elitista liberal y a diferencia de la de 1949, ató el derecho a ser senador a la demostración de una renta económica (artículo 55). En la Argentina de fines del siglo XX, los únicos privilegiados ya no eran los niños, sino los extranjeros y los ricos. Para dar mayor transparencia a la justicia y a la selección vitalicia de los primeros magistrados, se creó el Consejo de la Magistratura que y tal cual demostraron la Corte menemista, la corrupción estructural y el defalco total de los poderes públicos, poco realizó para garantizar la “independencia de poderes”. El liberalismo marcó agendas y los promotores del semiparlamentarismo como solución de los males argentinos, tuvieron la sanción y creación de la figura del Jefe de Gabinete (Capítulo cuarto) que venía a completar la batería de nuevas instituciones importadas para hacer crecer la Argentina. Pese a que los nuevos instrumentos podían ser de utilidad y atendiendo los resultados del modelo que eclipsó en 2002, es innegable que la agenda de la Constituyente lejos estuvo de abordar los problemas y las soluciones fundamentales que demandaba el país.
Los dirigentes neoliberales negociaron con el poder económico la entrega del país a cambio de prebendas que le permitieron reproducirse como clase política. La UCR y entre otras cosas, pidió la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires (artículo 129) que le dio el mando a De la Rua y le abrió el paso para su candidatura presidenciable. Carlos Menem consiguió la reelección y varios gobernadores vieron con beneplácito la posibilidad de privatizar los recursos naturales y hacer negocios con las empresas del extranjero para hacer caja. Era el precio de una clase política que a cambio de su supervivencia frente a la estampida neoliberal, entregó los intereses nacionales. Nuevamente en la mente de los intelectuales liberales, el programa de la civilización extranjera tenía que ser la solución de los males argentinos como cuando derribaron a Rosas. También como en 1852, se planteó que el drama del país debía resolverse con propuestas foráneas del estilo del Consenso de Washington o con la importación de mecanismos institucionales de Europa. Toda la mitología y la fraseología del libre mercado y las soluciones de los abogados y tecnócratas, se fueron en helicóptero con De La Rua y nos dejaron el dramático resultado de la dependencia nacional.
Pese a la derogación de la Constitución de 1949, a los bombardeos o a los asesinatos de civiles desde 1955 en adelante y más allá del deterioro de la economía o de la tragedia social de los años noventa, el nacionalismo industrialista y popular tiene profunda actualidad. La recuperación del ANSES y la entrega de 2,5 millones de nuevas jubilaciones muestran la vigencia del artículo 37, inciso III, “de la ancianidad”, de la Constitución de 1949. El subsidio universal por hijo es una muestra del vigor del artículo 37, Incisos II y IV de 1949. La recuperación de empresas estratégicas (aerolíneas, correos, agua, etc.), pese que falta mucho por hacer, se inscriben en la tradición del artículo 40 del documento del 1949. Los anhelos de independencia económica, justicia social y soberanía política sistematizados en la Constitución de 1949, tienen y seguirán teniendo vigencia en la práctica de las organizaciones libres del pueblo y en la nación en su camino a la autodeterminación. De la misma manera que en 1829, en 1916 y en 1946, las soluciones a los desafíos del país, vendrán de la acción política de las organizaciones libres del pueblo y no de los operadores del extranjero o de las leyes escritas por los intelectuales liberales.

Notas
[1] José María Rosa (1974), Historia Argentina, Oriente, Tomo 3. P 236.
[2] Norberto Galasso (2006), Dorrego y los caudillos federales, Cuadernos Para Otra Historia. P 18.
[3] Entre las facultades del Congreso están los de aprobar o desechar Tratados (artículo 75, inc. 22). En dicho inciso se ratificaron importantes Tratados como el de Derechos Humanos que está permitiendo juzgar a los responsables de la dictadura. Pese a eso, no desconocemos la finalidad de las metrópolis de utilizar los Tratados para su usufrutuo económico y político, sometiendo a la soberanía del extranjero la administración de nuestro patrimonio económico y financiero.

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