lunes, 5 de diciembre de 2011

Progresismo, populismo y movimiento nacional

por Germán Ibáñez*

En el debate político argentino actual, aparecen con frecuencia las cuestiones del progresismo, del populismo, y de lo nacional-popular o del movimiento nacional. Por cierto, no siempre se trata de abordajes críticos, y a veces se manifiesta un deliberado afán de confundir aún más los tantos. Es el caso de las alusiones al “populismo” por parte de los operadores de los monopolios de la comunicación y de los intelectuales conservadores o de derecha. Y con frecuencia, con el término “progresismo” (en apariencia más simpático) no se corre mejor suerte. El movimiento nacional o lo nacional-popular es reivindicado mayormente por el kirchnerismo, el peronismo y la izquierda nacional, o incluso por sectores que se identifican como progresistas (vinculados mayormente al kirchnerismo). Y por otra parte existe un progresismo no kirchnerista, o incluso antikirchnerista, que abjura de lo nacional-popular. En las breves reflexiones que siguen, no pretendemos un examen exhaustivo de estas cuestiones, pero sí un aporte que pueda servir al enriquecimiento del debate.

Un progresismo disociado de la centroizquierda
En alguna oportunidad encaramos la cuestión del progresismo (artículo “Las raíces del progresismo”, Señales populares, octubre 2010) indagando en los equívocos que encierra esta denominación para la política argentina. Muchas veces el progresismo es asociado a la centroizquierda, vinculación no caprichosa en otras latitudes y momentos históricos (por ejemplo, la etapa del Estado de Bienestar y la socialdemocracia europea de la segunda posguerra) pero más azarosa en la Argentina , y que en todo caso necesita ser problematizada. Con la expresión centroizquierda se alude los proyectos políticos reformistas de una izquierda en apariencia no radical. Es decir, aquellos proyectos que históricamente han buscado objetivos de democratización de los Estados y regímenes políticos y de una más justa distribución de las riquezas, sin necesariamente plantearse la cuestión del poder o una refundación del Estado, ni alterar dramáticamente las relaciones sociales fundamentales (de clase). De todas maneras, al impulsar esos cambios inevitablemente las centroizquierdas chocan en mayor o menor medida con los poderes económicos predominantes y con lógicas estatales patrimonialistas o instrumentadas por el mismo poder económico. Aquí aparece la dimensión concreta de la radicalidad o profundidad de esas centroizquierdas, pues el desafío concreto de la democratización, la expansión de derechos sociales y la redistribución progresiva de la riqueza, se verifica no “en el aire” sino en la modificación real de correlaciones de fuerzas sociopolíticas, en la voluntad política de una dirigencia, siempre en el marco de condiciones estructurales nacionales y globales relativamente ajenas a la voluntad de los actores en pugna.
En la medida en que un programa “progresista” se identifique concretamente con reformas progresivas en dirección a una mayor democratización y justicia, puede hablarse de asociación entre centroizquierda, reformismo y progresismo. El problema se suscita cuando se disocia centroizquierda de progresismo; es el caso del viraje de las socialdemocracias occidentales hacia el neoliberalismo en las décadas de 1980-90 y del desmantelamiento del Estado de Bienestar. Es también el caso de la crisis y reconversión conservadora de corrientes antiimperialistas, movimientos de liberación nacional y partidos izquierdistas de toda aquella vasta geografía conocida antaño como “Tercer Mundo”, o países dependientes (la periferia del capitalismo) en los mismos años.
Ahora bien, en nuestro país este proceso ha tenido sus rasgos peculiares. Aquello que conocemos como “progresismo” tiene su lejana raíz en la ideología de la civilización y el progreso. La civilización se concebía como el proceso de “europeización” de América, con el menor compromiso posible con las realidades sociales, políticas y étnicas preexistentes. En su formulación extrema: de aculturación y justificación del etnocidio. La figura de Bernardino Rivadavia será construida por la historiografía de Mitre como “precursor” de este proyecto histórico; pero la clave de bóveda la aportará Sarmiento con el dilema “civilización o barbarie”. Este proyecto socio-histórico se traducía concretamente como el despliegue de una transformación capitalista dependiente, que quería tener sus motores en la inversión e inmigración europeas, en la expansión de la frontera agropecuaria y en la incorporación acrítica de la experiencia cultural de las metrópolis. Su cristalización en la construcción del Estado argentino (c. 1862-1880) se dio de la mano de prolongados ciclos de luchas civiles armadas. Una vez que esa construcción estatal comienza a sedimentar, el poder de irradiación de la ideología de la civilización y el progreso, ahora con el auxilio del positivismo, crece de manera sustancial. La conformación del sistema educativo, de la propia presencia del Estado a través de una serie de organismos, y de una superestructura cultural sofisticada (el proyecto de la generación del ’80) permite la primera construcción hegemónica sólida de lo que ya se constituye como bloque de clases dominante a nivel nacional. Es decir, la así llamada “oligarquía” se convierte en bloque dirigente de una sociedad que atraviesa un proceso de expansión capitalista dependiente y de modernización cultural muy a tono con esa dependencia de las grandes metrópolis industriales.
La hegemonía del bloque oligárquico es tal porque “penetra” también en aquellos sectores sociales y fracciones políticas contestatarios frente al status quo de la República liberal. Tanto el radicalismo como el socialismo serán tributarios en muchos aspectos de la cosmovisión dominante. Sin embargo, el primero, en su vertiente yrigoyenista, cuestionará desde un idealismo ético a esa ideología del progreso desentendida de la cuestión democrática, y se pensará como un movimiento de reivindicación nacional, en cuyo seno comenzará a madurar hacia los años 1920 una corriente de nacionalismo popular (la obra de Manuel Ortiz Pereyra, quien será uno de los fundadores de FORJA en la década siguiente). En tanto no se asumiera la crítica profunda de la cosmovisión oligárquica, el “progresismo” tendía a cristalizar como un desdoblamiento por izquierda de esa construcción hegemónica, más que como una postura que apuntara a un horizonte contrahegemónico. Las conquistas y avances del radicalismo estuvieron estrechamente relacionadas al desafío lanzado al republicanismo liberal desde una concepción con su eje central en la soberanía popular (como se la entendía en aquella época). En tanto que sus límites y contradicciones se anudan en gran medida al tributo que el radicalismo rendía a la ideología de la civilización y el progreso en otras cuestiones fundamentales; por ejemplo el mito del crecimiento agropecuario indefinido.
En todo aquello que el yrigoyenismo se alejó de la cosmovisión oligárquica no fue reputado precisamente de “progresista” sino estigmatizado como plebeyo, demagógico, caudillista (personalista) y expresión de las “chusmas”. Es decir: democrático en las condiciones históricas de un régimen liberal republicano patrimonialista, instrumentado hasta entonces excluyentemente por una minoría de notables. Las “desprolijidades” del yrigoyenismo herían la sensibilidad no solo de la derecha liberal oligárquica, sino también del “progresismo” de aquellos años, que coincidió con los conservadores en el ataque a la política y la figura del Yrigoyen (casi una encarnación del “antiprogreso” como caudillo redivivo). El progresismo argentino nace así disociado de los movimientos nacionales, y esta fractura se reproducirá ampliada con la emergencia del peronismo. En cuanto desafió el fenómeno histórico del neocolonialismo, planteando la democratización del régimen político, la autodeterminación nacional y la justicia social, el peronismo como movimiento nacional jugó el rol objetivo de una centroizquierda en la Argentina de los años 1940-50, sin ser calificado de “progresista” sino todo lo contrario [1]. Nacido en gran medida de la nueva realidad social que suscitaba la expansión de la actividad industrial a partir de la crisis de 1929-30, el nuevo movimiento político se asociaba estrechamente a la movilización de los asalariados y adquiría en su política y en su discursividad rasgos claramente obreristas. La incapacidad del progresismo liberal y socialista para entroncar con esas masas plebeyas del movimiento nacional marcó una vez más su fractura con el rol posible de una centroizquierda, y lo empujó insensiblemente a la convergencia con la derecha liberal conservadora e incluso con el golpismo militar.

El problema del populismo
La caracterización como “populista” de experiencias políticas como el peronismo (y ahora el kirchnerismo) tuvo y tiene en ocasiones pretensiones sociológicas e historiográficas, pero también muestra en muchas otras ocasiones una clara intencionalidad denigratoria y estigmatizante. Conviene entonces encarar esta cuestión, aunque sea de forma suscinta. En su origen, la categoría populismo fue puesta en juego desde una matriz estructural-funcionalista, desde la teoría de la modernización, e incluso desde alguna lectura del marxismo. Se la relacionó mayormente con procesos sociopolíticos latinoamericanos fechados a partir de la década de 1930. Un ejemplo es aquella interpretación del populismo que lo ve como expresión de cambios en la estrategia de acumulación del capital pos-crisis de 1929 y de la emergencia del proceso de industrialización por sustitución de importaciones. Como señala Nicolás Casullo [2], esas interpretaciones eran, en mayor o menor medida (y sin excluir derivas hacia posturas conservadoras) parte de una genealogía crítica del populismo, señalando limitaciones y contradicciones o reclamando mayor radicalidad. Pero con el triunfo del paradigma neoliberal y la crisis de las izquierdas (moderadas y radicales), la utilización del término “populismo” gravitó decisivamente hacia la derecha conservadora, asumiendo el progresismo y la “izquierda” esa utilización. Especialmente desde los medios monopólicos de comunicación, se vulgariza el término populismo asociándolo excluyentemente a la demagogia, el autoritarismo y el “estatismo” irresponsable (cuestiones que de todas formas no estaban ausentes en muchas de las críticas académicas al populismo, como la de Gino Germani). En las operaciones mediáticas más vulgares, se elimina directamente cualquier referencia a la orientación general de la política de un liderazgo o gobierno determinado, de su horizonte ideológico y de sus bases sociales de sustentación, mezclando en deliberado desorden figuras como las de Carlos Menem y Hugo Chávez. La construcción de sentido de estas interpretaciones tiende a establecer que el populismo es una cuestión de estilo (que por algún ignoto motivo resulta privativa de los latinoamericanos), en tanto se desdibuja completamente la crisis política del neoliberalismo y la emergencia de procesos políticos pos-neoliberales, de los cuales es expresión una figura como la del mandatario venezolano Hugo Chávez. Sin embargo, así como registramos estos usos superficiales o maliciosos de la noción de populismo, en la tradición del pensamiento crítico contemporáneo se verifican interpretaciones divergentes, que pueden enlazarse con esa genealogía de la que hablaba Casullo, aunque tengan sus peculiaridades y propuestas novedosas. Es el caso de Ernesto Laclau, cuya obra impacta directamente, horadándolos, sobre los consensos conservadores acerca del populismo. En una conferencia reciente, publicada con el título Populismo, democracia y comunicación [3], Laclau resume algunos de sus puntos de vista. En primer término, registra en Latinoamérica la disociación de la tradición liberal-republicana movilizada por las elites organizadoras del Estado en el siglo XIX, de la tradición nacional-popular que en el siglo XX encarnaron las masas y sus emergentes políticos en la pugna por democratizar esos regímenes republicanos. Los regímenes liberal-republicanos exhibieron enormes carencias a la hora de integrar y dar respuesta a las demandas de los sectores populares. En cuanto una serie de demandas insatisfechas por los canales institucionales reconocidos comienzan a enlazarse entre sí, estableciendo una cierta solidaridad, se forma una cadena de equivalencias. Es el momento “pre-populista”, cuando lo popular comienza a erigirse frente a lo institucional. La cristalización populista es ya el momento de la articulación política, cuando esas demandas giran alrededor de un punto de aglutinación representativo, y cuando un cierto discurso de poder establece también la relación entre las demandas a nivel de base. Si la generalización de las demandas y el establecimiento de la cadena de equivalencias puede graficarse a través de un eje horizontal, la articulación que inscribe políticamente esas demandas en canales eficaces es de tipo vertical. El tránsito entre la explosión de la protesta horizontal en el año 2001 en la Argentina , y la emergencia del liderazgo kirchnerista a partir de 2003, que apoyó desde canales verticales institucionales las demandas populares es para Laclau una clara expresión de la articulación populista. De tal manera, en la propuesta de Laclau, el populismo se desprende de toda connotación peyorativa, y por el contrario, se verificaría en las más recientes experiencias un principio de sutura entre lo institucional-republicano y lo nacional-popular. Ahora bien, estas interpretaciones que emancipan al concepto populismo de la carga negativa y peyorativa que acarreó tradicionalmente, no inhiben la necesidad de seguir problematizando la cuestión, e incluso de enfocarla desde otros marcos conceptuales. Especialmente nos interesa la caracterización de movimiento nacional.

El movimiento nacional y la tradición nacional-popular
Cuando nos referimos al movimiento nacional, estamos hablando no de una particular forma de movilización y organización política (por ejemplo aquello que en la tradición del peronismo distingue a la estructura partidaria de la dimensión “movimientista”) ni tampoco lo circunscribimos a los procesos sociopolíticos que han sido calificados de populistas. Caracterizamos como movimiento nacional a aquellos procesos políticos que impulsan un mayor margen de autodeterminación de las sociedades en las cuales se verifican, y que para hacerlo, movilizan a un conjunto variable de sectores y clases sociales con distintas consignas y demandas sectoriales y democráticas. Es decir, la cuestión de la autodeterminación nacional es el eje fundamental, pero resulta imposible que ésta se manifieste eficazmente sino está vinculada, de una u otra manera, al ascenso sociopolítico de los sectores populares. En términos más clásicos, históricamente se ha presentado en Latinoamérica una compleja relación (que es menester analizar en concreto en cada coyuntura) entre la cuestión nacional y la cuestión social. Ahora bien, esta caracterización sumaria también es susceptible de mayor problematización, y sobre todo historización. Seguimos al peruano Alberto Flores Galindo cuando afirma que en la revolución andina de 1780, liderada por Túpac Amaru II, están presentes ciertos rasgos de movimiento nacional: “Túpac Amaru II pensaba conformar un nuevo ‘cuerpo político’, en el que convivieran armónicamente criollos, mestizos, negros e indios rompiendo con la distinción de castas y generando solidaridades internas entre todos aquellos que no fueran españoles. El programa tenía evidentes rasgos de lo que podríamos llamar un movimiento nacional” [4]. El “cuerpo político” no es sino la conformación de una comunidad política (nación) asentada en la modernización interna y la descolonización, lo que cuestionaba radicalmente el orden tradicional, estamental y absolutista del imperio español. El colonialismo español no implicaba solamente la sujeción de los territorios americanos a la Corona ibérica, ni el drenaje de riquezas hacia la metrópoli, sino también la conformación de sociedades donde la explotación de clase y la opresión política se conjugaban con un orden estamental, de distinciones cristalizadas en torno a la “pureza de sangre”. El desafío tupamarista de concretar en el Perú una unidad política de nuevo tipo, con el Inca a la cabeza, se conjugaba con la búsqueda de cambios radicales en la estructura económica colonial, como la supresión de la mita y la eliminación de las grandes haciendas. Y trazaba un amplio arco de alianzas que involucraban no solo a los campesinos indios, sino a sus dirigencias (curacas), a los esclavos, a los criollos y mestizos e incluso se apelaba a la Iglesia. Es decir, estamos frente a un programa político indudablemente moderno (aunque también expresión de imaginarios sociales y de una cultura popular de raíz prehispánica, lo que lo convierte en una de las más formidables operaciones transculturadoras hispanoamericanas) que se proponía construir una nación, rompiendo el vínculo con la Corona y estableciendo nuevas relaciones sociales.
La frustración del proceso revolucionario andino tendió a nublar su importancia, pues resultaba de la máxima peligrosidad para los intereses coloniales y señoriales hispanoamericanos. Pero también quedó escindido en cierta medida del movimiento independentista que varias décadas después tendrá en las elites criollas a su principal beneficiario. Elites que congelaron la descolonización hispanoamericana allí donde se amenazaba el compromiso histórico entre los intereses señoriales y las fracciones comerciales proto-burguesas que ya estaban vinculadas con los nuevos centros capitalistas como Inglaterra. Tal proceso se concretó en abierta lucha no solo contra los movimientos populares como el artiguismo, sino con las propias fracciones radicales del bloque revolucionario encarnadas en las figuras de los libertadores José de San Martín y Simón Bolívar, cuyas más audaces proyecciones políticas fueron mediatizadas por los liberales conservadores. Las guerras de independencia fueron primero y ante todo guerras civiles. El detonante fue la revolución política democrática que agitó primero a la metrópoli ibérica en 1808 y luego eclosionó en el movimiento de las Juntas populares en Hispanoamérica a partir sobre todo de 1810. El proceso revolucionario hispanoamericano no fue inicialmente independentista, sino autonomista y democrático, en tanto reclamaba el autogobierno de las “ciudades” americanas sustentándose la demanda en el principio de la soberanía de los pueblos. Sin embargo, constituyó el puntapié del ciclo nacional en la medida en que el reclamo autonomista-democrático y la propia realidad de la guerra civil contra los absolutistas (que se identificaban no solo con la dominación tradicional de la Monarquía sino también con los privilegios incondicionados de la metrópoli sobre las tierras americanas) inició la deriva hacia la guerra independentista abriendo paso a diversos proyectos para constituir en estas tierras nuevas comunidades políticas, es decir: naciones. En el choque entre esos distintos proyectos de puso de relieve la divergencia de visiones acerca de hasta donde llegaban los fundamentos democráticos de los regímenes políticos que emergían de la crisis del imperio español, y también las modalidades y el horizonte general de la transformación capitalista hispanoamericana. ¿Se orientaría a consolidar los vínculos asimétricos de las elites comerciales con los centros industrialistas del Norte o implicaría una modernización interna que liberase a los productores directos y protegiese el trabajo local? La fuerza motriz del segundo camino solo podía asegurarla la movilización de las masas populares: el fin de la tributación, la abolición de la esclavitud y los trabajos forzados, el reparto agrario. Es decir, una modernización interna conjugada con avances en la descolonización social. En tanto los intereses societarios de las burguesías comerciales y las clases señoriales que podían articularse a las necesidades de los centros industriales como Gran Bretaña exigían el congelamiento de la revolución, allí donde amenazase los privilegios y la disciplina social que eran también requisito indispensable para la expansión de un capitalismo dependiente [5]. Se jugaron entonces tensiones históricamente determinadas entre la cuestión nacional y la cuestión social en lo que constituyó un movimiento nacional hispanoamericano, en tanto no solo se puso en juego la formación de la nación, sino también la confederación de las nuevas comunidades políticas en un horizonte de Patria Grande. El proyecto bolivariano del Congreso Anfictiónico fue la más grandiosa proyección de tal horizonte, y su frustración el mejor índice de las dificultades para concretarlo en aquellas coordenadas históricas, así como de la fuerza (bases internas y externas) de los proyectos societarios que apuntalaban el camino del capitalismo dependiente. Importa entonces, a los fines de estas reflexiones, consignar que los movimientos nacionales son con mucho anteriores en América Latina a la emergencia de los denominados “populismos” del siglo XX. Y además, que la genealogía del movimiento nacional y de la tradición nacional-popular es compleja y diversa, pues no podríamos escindir al proceso revolucionario andino de esa genealogía nacional-popular. Con lo cual deberemos admitir que uno de los más complejos proyectos de constitución de una comunidad política moderna aparece en íntima conexión con la herencia de las revueltas campesinas e indígenas, antecediendo en décadas a las guerras de independencia. La desintegración del régimen colonial en América Latina abrirá paso a la revolución y a la constitución de comunidades políticas independientes; pero al disociarse la transformación capitalista de la descolonización, las nuevas repúblicas cargaran con gravosas consecuencias: la constitución de regímenes políticos patrimonialistas y autoritarios (Estados oligárquicos); la asimetría en las relaciones económicas, políticas y culturales con los centros capitalistas metropolitanos (neocolonialismo); la marginalidad político-cultural así como la pervivencia de formas de explotación del trabajo no libre de los descendientes de pueblos originarios (colonialismo interno). Los movimientos nacionales se reconstituirán como respuesta de los pueblos a las tareas inconclusas legadas por la etapa de la emancipación (se hablará en algunos países de la necesidad de una segunda independencia), así como frente a los nuevos desafíos históricos. Las tradiciones nacional-populares (utilizamos el plural) se recrearán construyendo genealogías, rescatando memorias e historias soterradas, y actualizando el ideario liberador. Será en el área del Caribe, con el movimiento independentista cubano y el pensamiento y la praxis de José Martí, donde se producirá la eclosión del ciclo de movimientos nacionales contemporáneos, en el cruce histórico de los resabios de la vieja dominación colonial española y el ascendente imperialismo estadounidense [6]. El período histórico comprendido entre los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del XX marcará el tránsito hacia el paradigma de la liberación nacional, que surge como respuesta tendencialmente antiimperialista a las nuevas condiciones de la dependencia y puja por democratizar los Estados, instrumentando nuevas ideologías democráticas. Las manifestaciones externas de los nuevos movimientos nacionales serán muy diversas, así como su grado de radicalidad. Desde el independentismo cubano con el profundo antiimperialismo martiano hasta la agrarismo insurgente de la Revolución mexicana de 1910, pasando por los reformismos urbanos de Argentina y Uruguay (yrigoyenismo y batllismo respectivamente). La tradición nacional-popular abrevará en el rescate indigenista (que no es, todavía, el indianismo contemporáneo), en el liberalismo democrático, en el antiimperialismo, en el socialismo reformista y en el marxismo, combinando a veces varias de estas vertientes como en la obra formidable del peruano José Carlos Mariátegui.
En nuestro país, la tradición nacional-popular está indisociablemente vinculada a la emergencia de los movimientos nacionales del siglo XX. Ya aludimos a la figura de Manuel Ortiz Pereyra y al forjismo. Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz serán las figuras paradigmáticas, que elaborarán a su vez una perspectiva crítica del despliegue de los movimientos nacionales, a caballo de la crisis del radicalismo y de la emergencia del peronismo primero, y luego en la explicación de la caída de Juan Perón en 1955. Pero también en nuestro país las genealogías de la tradición nacional-popular son diversas. Así debemos consignar la vertiente de un socialismo latinoamericanista que supo encarnar Manuel Ugarte, con su prédica pos de la unidad latinoamericana. Y por cierto, las corrientes provenientes de un marxismo que se deslindaba polémicamente de las izquierdas tradicionales e iba al encuentro de lo nacional-popular en clave antiimperialista. Rodolfo Puiggrós desde una matriz comunista y Jorge Abelardo Ramos desde el trotskismo fueron figuras paradigmáticas, entre varios otros, de un marxismo nacional. Con ellos, la búsqueda ideológica de una correlación entre cuestión nacional y cuestión social se hará más densa y sofisticada, aunque sin duda su planteo político perentorio vendrá de la mano de una izquierda peronista hacia los años 1960-70, auténtico desdoblamiento interno del movimiento nacional de ese momento. John William Cooke y Juan José Hernández Arregui encarnarán la vertiente intelectual de un peronismo de izquierda que fue, de todas formas, sumamente heterogéneo: corrientes sindicales combativas, militancia territorial, agrupaciones estudiantiles, organizaciones guerrilleras. Es en esos años cuando se establece el relato historicista de lo nacional-popular, y el libro La formación de la conciencia nacional de Hernández Arregui es una de las obras emblemáticas en las cuales se traza una genealogía de lo nacional-popular. Podemos decir que, contemporáneamente al desarrollo de los planteos sociológicos acerca del populismo, se despliegan las claves interpretativas de la propia tradición nacional-popular. De diversa manera, ambas visiones serán víctimas de la imposición del neoliberalismo y el pensamiento único. La demonización del Estado y de los movimientos populares, responsabilizados por el diagnóstico conservador de ser los causantes de los desmadres autoritario-populistas y de configurar un “obstáculo” al crecimiento económico será obra de la dictadura militar de 1976, que se prolongará en el período de la restauración democrática, en la medida en que el neoliberalismo continuará siendo la ideología dominante. La hegemonía liberal “correrá a la derecha” los planteos acerca del populismo, como señalaba el artículo citado de Casullo. Y también socavará durante largo tiempo las bases de la tradición nacional-popular, en la medida en que el proceso de trasnacionalización del capital conocido como “globalización” pondrá en entredicho las posibilidades de la autodeterminación nacional de los países. Si tanto el populismo como el movimiento nacional del siglo XX nacían en el marco del proceso de industrialización por sustitución de importaciones, parecía lógica su desaparición con el agotamiento del modelo industrialista y la hegemonía del capital financiero trasnacional. Parecía quedar entonces la lectura conservadora del populismo por un lado, y la nostalgia nacional-popular por el otro. Fue más cierto lo primero que lo segundo, sin desmedro de trabajos renovadores como el de Ernesto Laclau. Lo nacional-popular pudo pervivir asociado a la crítica del neoliberalismo, a las prácticas resistentes de los trabajadores y diversos colectivos sociales en los años 1980-90, y en la reelaboración de sus propias genealogías que debían integrar ahora el balance de las derrotas de los movimientos de liberación nacional así como de las nuevas perspectivas emancipatorias que asomaban trabajosamente.
La crisis política del neoliberalismo y el ascenso de gobiernos de izquierda y de centroizquierda en varios países latinoamericanos con el nuevo siglo, abrió paso a un nuevo ciclo de movimientos nacionales que incluye por cierto a nuestra Argentina. No es concebible este nuevo ciclo sin lo acumulado por los movimientos de resistencia social y política al neoliberalismo de los años precedentes. Los resultados contradictorios del modelo en retirada (extraordinaria concentración del poder económico-político en la cúspide de la pirámide social, así como extendidísima fragmentación de los sectores populares, lo que erosionó las bases del “consenso” neoliberal al detonarse la crisis económica) abrieron la grieta por la cual se lanzaron al ruedo las nuevas fuerzas político-sociales. En el caso argentino el kirchnerismo asumió renovándola la tradición nacional-popular del peronismo a través de la centralidad de los conceptos de nación, pueblo y Estado, a los cuales se sumaba democracia y memoria. El desafío de la autodeterminación nacional, compartido a escala regional (con los matices y las diferencias del caso) es comprendido en clave de integración económica regional y de unión entre los Estados sudamericanos. También en la necesidad de una progresiva emancipación de los organismos financieros internacionales y del grado y modalidades agresivas de influencia de los EEUU en la región. Desde el antiimperialismo bolivariano de la Venezuela de Chávez a la más discreta diplomacia del Brasil, las diferencias no son pocas, pero establecen un horizonte de convergencias. En nuestro país, ese camino estuvo jalonado por la cancelación de la deuda con el FMI y con el “enterramiento” del ALCA. Ahora bien, la potencialidad política del kirchnerismo como movimiento nacional se expandió en la medida en que las nuevas modalidades de la lucha por la autodeterminación nacional fueron enlazadas sólidamente (y hasta teatralmente para sus detractores) a la inclusión social, la democratización, y la memoria. Sin esas fuerzas motrices, que le dan el “gran impulso”, no lograría la fuerza política suficiente. La convocatoria kirchnerista a la memoria, la reparación y la justicia asumió una lucha de décadas (para perplejidad de algunos “progresistas” que tal hubiesen deseado que los Derechos Humanos permanecieran en la marginalidad) y enlazó el dinamismo de un esfuerzo llevado adelante por una parte de la “sociedad civil” a la solidez de una política de Estado. En este punto tal vez puede corroborarse con provecho el esquema interpretativo del artículo que citamos de Laclau, en torno a la articulación populista de la demanda social horizontal con la voluntad política vertical. Sin duda otra cuestión similar en cuanto entronque de lo horizontal elaborado por colectivos sociales y lo vertical asegurado por una voluntad política y una determinada gestión gubernamental es la democratización de la comunicación audiovisual. De las elaboraciones de la Coalición por una Radiodifusión Democrática a la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audivisual hubo un intenso camino [7] que alcanzó niveles de democracia participativa cuando se discutió el entonces Anteproyecto de Ley en decenas de foros participativos realizados en las Universidades. Estas cuestiones difícilmente pudieran aparecer sin que se removiesen también las aguas de la tradición nacional-popular. Sin que las genealogías se renovasen y (¿por qué no) compitiesen y entrasen en polémica. A esa búsqueda de la historia popular, de las gestas emancipatorias y de liberación, de las vertientes ideológicas olvidadas o “malditas”, de las nuevas lecturas (no exentas de sus ambigüedades, y las hubo también en el pasado), como se manifestó en las jornadas del Bicentenario de la Revolución de Mayo, la derecha conservadora y los monopolios de la comunicación responden con la versión simplista y maliciosa de un “relato kirchnerista”, nuevo catecismo de los males argentinos. Esta es una de las operaciones que tienden a demonizar el actual proceso político argentino como “populismo”. Y en ese marco, no solo se esbozan posiciones explícitamente neoliberales o conservadoras, sino también aquellas de un progresismo escindido de lo nacional-popular y del rol objetivo de una centroizquierda. Vuelven aquí a encontrarse (y desencontrarse) esas cuestiones del progresismo, el populismo y el movimiento nacional que motivaran estas reflexiones. ¿Podrán leerse estos nuevos tiempos, este cambio de época, desde las claves de una teoría del populismo liberada de los prejuicios liberales y de la carga peyorativa y negativa? Sería apresurado negarlo, y en todo caso exigiría un abordaje crítico más extenso y sobre obras más fundamentales, como el libro La razón populista de Laclau, que el que en este artículo someramente esbozamos [8]. Pero nos inclinamos por las claves interpretativas que encierra el concepto de movimiento nacional y la riqueza histórica de la tradición nacional-popular.


Notas
[1] John William Cooke dirá que en aquellas circunstancias históricas faltaba una “izquierda nacional”, y el peronismo ocupó ese lugar sin definirse como tal.

[2] Nicolás Casullo: “Populismo, el regreso del fantasma”, en Peronismo. Militancia y crítica (1973-2008); Buenos Aires; Colihue; 2008; p. 276

[3] Ernesto Laclau: “Populismo, democracia y comunicación”, en Nuestra Cultura, publicación de la Secretaría de Cultura de la Nación ; julio /agosto de 2011, año 3, nro. 12; pp. 4-5

[4] Alberto Flores Galindo: “La revolución tupamarista”, en Buscando un Inca. Identidad y Utopía en los Andes; Lima; Editorial Horizonte; 1994; p. 398

[5] Florestan Fernandez: “Reflexiones sobre las revoluciones interrumpidas”, en Dominación y desigualdad: el dilema social latinoamericano; Buenos Aires; CLACSO /Prometeo Libros; 2008; p. 126

[6] Ver Ricaurte Soler: Idea y cuestión nacional latinoamericanas; México; Siglo XXI editores; 1987; pp. 233-265

[7] Ver Néstor Busso y Diego Jaimes (comp.): La cocina de la ley. El proceso de incidencia en la elaboración de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en la Argentina; Buenos Aires; FARCO; 2011

[8] De todas formas, hay no pocos avances en tal dirección; véase por ejemplo la reseña crítica de Guillermo Almeyra: “Un concepto ‘cajón de sastre’. A propósito de La razón populista de Ernesto Laclau”, en Crítica y Emancipación. Revista latinoamericana de ciencias sociales; Año I, N° 2, primer semestre 2009

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Las etiquetas de la ignorancia

Por Jorge Rachid

“El peronismo es el hecho maldito del país burgués” J.W.Cooke

La incomprensión de los procesos populares latinoamericanos, en especial del peronismo, hace que aquellos pensadores e intelectuales que construyen su pensamiento desde miradas eurocéntricas o sobre los debates económicos sociales del siglo XlX al calor de la Revolución Industrial, tengan poca comprensión e incluso ignorancia en el acontecer de su tiempo. Deviene dicha incomprensión de aquella época en que Carlos Marx caracterizaba al Libertador Simón Bolivar de caudillo salvaje, expresión auténtica de la barbarie. Términos demasiados conocidos desde entonces por los argentinos a través de la historia.
Hoy frente a los procesos políticos que desde el año 2003 se desarrollan en la Argentina, desde el peronismo, primero con Néstor Kirchner y luego con la Presidenta Cristina Fernández, recuperando lo doctrinario y simbólico del peronismo abandonado en el tráfico ideológico de los 90, desde los Derechos Humanos con verdad, memoria y justicia hasta la reparación de los derechos laborales y sociales plenos, con una fuerte impronta de obra pública, ampliación del empleo y empuje a la industrialización, integración del UNASUR, entre otros avances, aquellos sectores que vuelven a creer en el Movimiento Nacional, bienvenido que así sea, comienzan a plantear su visión de traje a su medida, para que los fundamentos epistemológicos que desarrollaron a lo largo de sus vidas, que lejos de adherir a los movimientos populares caracterizaban a estos, en especial al peronismo, como populismo, no se vean afectados. Como si fuese una mala palabra, el populismo era la denominación peyorativa de lo popular, lo sigue siendo. Era casi una minimización en el mejor de los casos, cuando no una denostación, de sus posibilidades como movimiento de dar respuestas a las demandas políticas y sociales a futuro, ya que no entraba en los análisis del materialismo histórico, ni comprendía el análisis científico de la construcción dialéctica. No entraba en su traje filosófico. De ahí que esta nueva situación en nuestro país comenzó a ser denominada por los nuevos habitantes del universo nacional y popular “ pos peronismo”, “populismo científico”, “kirchnerismo puro” u otras denominaciones, como la caracterización ahistórica de “izquierdas y derechas” que inunda los análisis más superficiales.
El ninguneo histórico se asemeja al olvido que durante el desarrollo de la historia oficial se intentó con los pueblos originarios. Casi no existieron, desaparecidos de la historia, como lo son los trabajadores, protagonistas de las páginas heroicas de nuestro país que a la hora de los análisis sobre los procesos de liberación nacional durante las dictaduras o en la construcción de los modelos sociales a futuro, no figuran ni están presentes. Esa concepción que remeda vanguardismos intelectuales montados sobre los acontecimientos de la hora actual del panorama político de nuestro país, no aporta al proceso transformador que vivimos, si no lo hace desde una comprensión plena de las contradicciones lógicas y las necesarias nuevas síntesis que requiere la marcha del movimiento nacional y popular, que integre la totalidad de las fuerzas coaligadas, en un desafío al cual estamos todos convocados.
De ahí que los términos derechas e izquierdas siempre enarbolados, suenen antiguos y descontextualizados en pleno siglo XXl. Cómo caracterizar sino de izquierdas a sectores que hoy aportan a la acumulación política del gobierno, siendo gobernadores, intendentes, dirigentes diversos, desde concepciones en algunos casos neoliberales y en otros, ultramontanos y clericales. De la misma manera es fácil caracterizar de derechas a la Sociedad Rural, pero hacerlo con el Frente de la Izquierda o el Socialismo requiere un ejercicio pleno de abstracción intelectual. Como en 1945 con el Partido Comunista al lado del embajador de EEUU, o los partidos populares junto a los conservadores, que no percibieron los nuevos tiempos y etiquetaron al “aluvión zoológico” que irrumpió en la historia con agravios y caracterizaciones socialmente racistas. Las izquierdas europeas de hoy, socialdemócratas, verdadera ala izquierda del neoliberalismo, es la expresión acabada de la claudicación histórica de un pensamiento rendido al posibilismo del poder. Intentaron una pátina progresista con Antony Guidens con la Tercera Vía, bajo el amparo del premier británico laborista Tony Blair, en un congreso internacional, donde al calor de los bombardeos de la ocupación de Irak y Afganistán, de los cuales participaban, pretendieron diferenciarse del neoliberalismo dominante. Sectores del campo nacional de nuestro país participaron y participan aún hoy de esa movida, incluso sectores del peronismo. Antes, en la dictadura, sectores del peronismo adhirieron a la Fundación Rockefeler, ariete del Departamento de Estado para América Latina, otros en los 90 quisieron llevar al peronismo sucesivamente a la Democracia Cristiana europea centro del pensamiento conservador y luego al entente Reagan- Tatcher cercano al Thea Parhy de hoy. Un verdadero desatino que extraña la palabra filosa del maestro Jauretche o el Mordisquito de Enrique Santos Discépolo, en un caleidoscopio de zonceras difícil de explicar, excepto para quienes creemos que la historia la construyen los pueblos, los nuevos paradigmas también en la conciencia colectiva que se expresa en cada momento, con la mirada y la filosofía de lo nacional y popular.
Las adhesiones de sectores ajenos al peronismo, a la marcha del proceso político vigente, tienen por momentos el tinte de la provisionalidad. Esto es casi como condicionar un proceso político que desde el peronismo ha posibilitado recuperar al Estado como ordenador social y a la política como herramienta de construcción del modelo de justicia social, combatiendo enemigos en el mismo cuerpo del movimiento nacional, favoreciendo la dispersión o procurando la fragmentación, en especial en coyunturas electorales, donde el espacio propio, concepción bien neoliberal, impregna el accionar político. Esa adhesión de provisoria pasa a frágil cuando las “papas queman.” Desconocen el peronismo: primero la Patria, luego el Movimiento y por último los hombres, en realidad los nombres. Quieren un peronismo estéticamente democrático y maduro, mas parecido a Lula que a Chávez, aunque ambos comprendan al peronismo y al país, mejor que aquellos que tiñen de su pintura la realidad, desconociéndola. Escuchaban a Alan Touraine en los 90 y ahora imaginan a Paul Krugman o Stigliz como aliados incondicionales. Siempre en la búsqueda de modelos externos cuando nuestra historia reciente y lejana ofrece múltiples ejemplaridades de defensa de lo nacional.
El gobierno ha sido desde lo simbólico también un recuperador de la estética y el pensamiento peronista, desde la concepción del Bicentenario recuperando historia no oficial hasta los reconocimientos a Perón y Evita, en homenajes, esculturas, representaciones, cuidadosamente evitadas con el neoliberalismo dominante. Los íconos culturales también juegan la historia a futuro como hecho cultural de identidad, por lo cual es necesario salir al ruedo a reafirmar lo doctrinariamente peronista de la etapa, frente al facilismo de los intelectuales que decretan comienzos o finalizaciones de procesos históricos.
Uno aún se pregunta que hubiese sido de la vida de Eva Duarte sin un Perón, o de Ramón Carrillo sin el líder y no deja de preguntarse cómo es posible un movimiento nacional como el peronismo con casi 70 años de vigencia desde 1943, sólo explicable por su fortaleza doctrinaria, concepción del mundo, filosofía de vida e identidad nacional, que interpretó cabalmente desde un liderazgo, la memoria colectiva de un pueblo.
El debate está abierto y bienvenido sea, ya que así se construye la memoria, sin exclusiones ni discursos únicos de los propietarios de la verdad. Estamos en un momento dinámico, único de una Latinoamérica enmarcada en la defensa de los intereses comunes de los pueblos, de crisis global del capitalismo financiero, de defensa del patrimonio nacional, saliendo de una crisis terminal y con muchas demandas pendientes, pero ese debate saludado y necesario, no puede poner en juego los desafíos estratégicos de quien conduce, casi un perogrullo de manual de Conducción Política. Quien conduce y lidera, hoy Cristina, escucha, promueve, zarandea, provoca, pero su obligación no es pelear, es vencer, por lo cual el sistema de alianzas necesaria, los tiempos de concreción política y el apuntalamiento de la acumulación los decide la conducción. El Movimiento Nacional es una herramienta de liberación y sus objetivos trascienden generaciones, crean cultura y forjan identidad. Toda otra pelea supone mediocridad o ignorancia, pero nunca será un aporte a la consolidación del peronismo como eje nacional y popular.

CABA, 6 de octubre de 2011

viernes, 11 de noviembre de 2011

Raúl Scalabrini Ortiz en los umbrales de F.O.R.J.A.: una relectura en clave nacional de El hombre que está solo y espera

por Iciar Recalde*

La de Scalabrini Ortiz es una figura compleja por varias razones. En principio, como parte de una generación de hombres que tomaron distancia del rol impuesto por las metrópolis para los intelectuales en los países semicoloniales como la Argentina, que es el de repetir e importar teorías y cosmovisiones extranjeras promotoras de nuestra dependencia material. En segundo lugar, porque Scalabrini oficia como intelectual de transición entre dos modelos de país: el liberal abierto a sangre y fuego en 1853 y el del nacionalismo popular revolucionario inaugurado tras el año 1945: educado en una cosmovisión oligárquica y colonizada de la Argentina, se compromete con su tiempo histórico y conforma una mirada interesada en el conocimiento del país real y en su liberación nacional. Es además, uno de los exponentes más brillantes del pensamiento nacional, corriente de ideas que se consolida como puesta en debate de todos aquellos aspectos que impiden la organización soberana de nuestro país y la emancipación de las organizaciones libres del pueblo. En este sentido, las reflexiones que presentamos a continuación, tienen por lo menos un origen y más de un objetivo. Nos interesa, fundamentalmente, discutir el estado de la cuestión más o menos canónico en torno a una de las obras de comienzos de Scalabrini, El hombre que está solo y espera editada en Buenos Aires en el año 1931. Creemos que los estudios interesados en este volumen han desestimado toda una serie de rasgos que, aunque de forma incipiente y aún con contradicciones, manifiestan tempranamente rasgos de la sensibilidad estética e ideológica y de las estrategias políticas del autor de Política Británica en el Río de La Plata (1936). Existe una idea generalizada respecto al análisis del itinerario de Scalabrini Ortiz, que sostiene que el mismo consta de dos períodos escindidos en su producción: el del joven escritor vinculado a los circuitos de mayor legitimidad literaria y cultural de los años veinte y principios del treinta, y aquel circunscripto a su corte de marras con la zona liberal del campo intelectual a mediados de esta última década, cuando el autor interviene además de en la rebelión radical de Paso de los Libres en el año 1933 que lo llevará al destierro, en la conformación de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) en 1935. El hombre que está solo y espera, conjuntamente con el volumen de relatos La Manga (1923) y con la serie de textos periodísticos y de crítica literaria editados en el período (fundamentalmente, sus colaboraciones en Martín Fierro, La Nación, y El Hogar) son leídos conformando esta primer etapa de su producción. Por tanto, nos interesa examinar aquí la configuración y los rasgos de una serie de formulaciones y estrategias ideológicas que surgen en El hombre que está solo y espera, que además de proponer una nueva forma de intervención en la tradición del ensayismo nacional de la década del treinta, permiten vislumbrar intereses que serán retomados y trabajados de manera radical en su itinerario intelectual y estético posterior. Fundamentalmente, nos referimos a la puesta en escena del tópico de la traición intelectual en su defección respecto a la interpretación del ser nacional, a la formulación en torno a la responsabilidad del imperialismo en la configuración de la Argentina periférica, a la complicidad de las clases dirigentes en la entrega de los resortes económicos y culturales básicos de la nación, y al montaje de la dicotomía argumental nacional-antinacional, que además de motorizar la organización textual de El hombre que está solo y espera, signa el modo de interpretar la cultura nacional y de interpelar críticamente las imposturas que vertebran la historia argentina. Esta serie de rasgos han pasado desapercibidos o bien han sido desestimados y/o minimizados, dos formas de la injusticia crítica sesgada, creemos, por protocolos de lectura interesados más que en analizar la conflictividad de la textualidad, en hacerla entrar en el horizonte de posibilidades de lo que se describe como primer etapa del autor a la que nos referimos más arriba. Esto es, más que responder a la sensibilidad hegemónica configurada por la zona liberal del campo intelectual nacional, tal como sostienen Cattaruzza y Rodríguez en el prefacio a la reedición del volumen editado en el año 2005 por la estructura formal del volumen, como por sus contenidos y por la trayectoria del autor, cuando discuten su filiación dentro del linaje nacional y popular abierta por José María Rosa en la reedición del año 1964, El hombre que está solo y espera constituye una ruptura radical con la corriente europeizante que signó la configuración de las líneas de interpretación de la cuestión nacional construidas, fundamentalmente, a través de las imágenes de Argentina elaboradas por los viajeros europeos, augurando el reencuentro de los ensayistas con su propia realidad. Creemos que la complejidad del itinerario de Scalabrini Ortiz expresa en su mismo devenir las contradicciones típicas del intelectual y del escritor inserto en el Tercermundo y además, los años treinta abren la posibilidad histórica –consecuencia de lo acontecido en el país tras la gestión nacionalista de Yrigoyen y el retorno al país factoría tras el golpe de Estado de 1930- de que los hombres de letras puedan discutir su propia formación e invertir la herencia liberal de problematizar textos extranjeros por la de textualizar los problemas del país.

Rupturas con la tradición liberal
Uno de los tópicos más recurrentes del volumen es el de la traición del intelectual respecto a las necesidades del pueblo argentino: “El intelectual –sostendrá Scalabrini- no escolta el espíritu de su tierra, no lo ayuda a fijar su propia visión del mundo, a pesquisar los términos en que podría traducirse” (81). De esta manera, denuncia la apostasía intelectual y el modo de operar de los hombres de su generación que han convertido a la literatura en ejercicio lingüístico vacuo olvidando que: “La literatura es desgarramiento vital que se anecdotiza, constancia de una aventura del espíritu nutrido de realidad” (84). A renglón seguido indagará en sus presunciones de clase: “En no más de cien libros técnicos –los escritores- pagan su menosprecio al iletrado, que quizá es sabio en lecturas y en doctorados de vida” (85). La plataforma ideológica que vertebra el modo en que los intelectuales piensan y experimentan el país centrada en la dicotomía civilización barbarie trocará en Scalabrini en la dupla nacional-antinacional a través de la explicación y del montaje de un tipo de narración ficcionalizada que motoriza la estructura del texto y que retomará en  intervenciones periodísticas: “La palabra cultura debería ser borrada del léxico con que se califican los actos colectivos. Aquí se abusa de ella. Hasta el último pazguato pachorriento se da el lujo de interpretar un suceso policial como una manifestación de la incultura de nuestro pueblo o de denostar con esa misma palabreja cualquier noble arranque de entusiasmo (…). Hasta los más mesurados y circunspectos componentes de las cámaras inglesas, se trenzaron a trompadas hace varios días… Quinientas personas murieron y dos mil cuatrocientas resultaron heridas en los Estados Unidos durante la celebración del aniversario de su independencia… Nadie vio en estos hechos un signo de incultura porque la incultura no es sinónimo de indiferencia, de apatía, de ñoñez, de cobardía… Pero si esos hechos hubieran ocurrido aquí, los vilipendiadores del pueblo ya se habrían desatado con toda clase de vituperios y una vez más censurarían acerbamente su incultura…” (R.S.O., Noticias Gráficas, 8/7/1931)
La historia cultural y política argentina no será entonces, la de la lucha entre civilizados y bárbaros como dicta la razón liberal, sino la pugna constante entre lo nacional y lo extranjero, o mejor, entre el intento de autodeterminarnos como país soberano y los impedimentos impuestos por los intereses extranjeros sobre el suelo argentino. En este sentido, aún cuando limita su visión -al igual que otros escritores- a Buenos Aires cometiendo algunos yerros de leso porteñismo (Galasso), el volumen propugna la constitución de una cultura con rasgos propios decidida a deshacerse de las herencias europeas que más que contribuir a conformarla, la obstaculizan: “Nuestro país debe emprender la reconquista de lo elemental, purgarse de sabidurías” (151) terminar con “los lugares comunes de la moral europea y lo contratado en sociedades vetustas” (70) y desarrollar “esa semilla de una cultura que entre los escombros del pasado, puja por ser presente” (70), “Tierra de la elementalidad donde saldrá un nuevo hombre y una gran cultura”, y más: “Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos en que hay que jugarse entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías” (86). La crítica al europeísmo es prácticamente inédita en la zona del campo intelectual del período que transita Scalabrini, más cuando su objeto es la valoración de lo nacional y la desmitificación de los mitos de la cultura liberal puestos en el espejo de lo que se desea ser:
“¿El espíritu de Francia! ¡Todo cuento! ¿Sabe cuál es el espíritu de Francia? ¡La Prostitución! A mí no me engañan. ¿Qué pensaba usted cuando lo invitan conocer París? No haga trampas y piense. Bueno, ese es el espíritu de Francia.”

“Todos los sistemas europeos procuran hacer del hombre un instrumento de relojería” (151) “De tanto rodar el europeo es ya un pedrusco sin aristas, un canto rodado del tiempo y de las corrientes culturales (…). En cambio, el porteño es original e indeductible.” (33)

“El arquetipo norteamericano es un ser rudimentario y despreciable. Es un troglodita que nada en aeroplano” (137) “Los norteamericanos, bajo la dirección de Ford, van a erigir una fábrica gigante para hacer hombres standards” (133)

En cambio, “Nosotros somos una asociación espiritualista. La más bella desde la decadencia de Atenas” (132).

Más allá de los tropiezos dados a través de ciertas exageraciones y de argumentos antihistóricos como el anterior, propios de la imaginería de su formación intelectual e inescindibles del proceso de clarificación ideológica que está experimentando Scalabrini Ortiz, la mirada positiva sobre lo propio y sus posibilidades es insólita en los años treinta: “Toda la magia de la vida consiste en CREER (…) en atreverse a erigir en creencias los sentimientos arraigados en cada uno, por mucho que contraríen la rutina de las creencias extintas” (7). Más, cuando se advierte que la subordinación cultural es hija de otra, la económica, que ha generado un sutilísimo aparato ideológico creador y reproductor de una inteligencia colonial, donde la falsificación histórica es uno de los ejes del desarraigo cultural. Dirá Scalabrini: “El capitalismo extranjero está en el poder. Quiera Dios que al pueblo no le cueste mucha sangre y desorganización desalojarlo” (95). Su nacionalismo se va consolidando, al punto que rechaza sus connotaciones reaccionarias y revaloriza el rol de las masas en la historia: “Solamente la muchedumbre innúmera se parece al espíritu de la tierra.” Dando cuenta de que si todo nacionalismo es reaccionario como quiere el pensamiento liberal, las masas carecen de alternativa frente al liberalismo oligárquico, idea que retomará desde la tribuna de FORJA cuando lleve a los forjistas del antiimperialismo abstracto al antiimperialismo concreto: “Hay que cultivar un nacionalismo no de superficie y de vistosas apariencias, un nacionalismo no de feria sino un argentinismo de profundidades, de realidades esenciales. Y para eso necesitamos desprendernos en absoluto de toda imitación y dependencia europea, ya en lo espiritual como en lo intelectual. Ser nosotros mismos, con los vicios y las virtudes inherentes a nuestra estirpe” (Revista Rivadavia, febrero de 1932).
La eficacia argumental del texto responde, de hecho, a esta capacidad de emitir certezas sobre lo nacional, paradójicamente, basadas en una mirada de tipo impresionista y en la intuición que guía cada uno de los razonamientos. El arquetipo de lo nacional propuesto en el texto será el hombre de Corrientes y Esmeralda como expresión del colectivo social surgido por el proceso inmigratorio que permite una interpretación optimista e integradora de lo social y que se construye a través de la observación directa de las características que considera propias y diferenciales: un complejo dispositivo que incluye el tango, la relación entre los sexos, el fútbol, prácticas culturales como las del café, etc. Para Scalabrini: “Es hombre de imposiciones y no de planes, es un hombre fiado en la certeza del instinto, en sus intuiciones, en sus presentimientos.” El arquetipo que permite narrar, además, el relato del desengaño, la soledad y la expectativa de los hombres de la década infame que observan atónitos las consecuencias sociales de la Argentina agraria y semicolonial atada por sus clases dirigentes a los intereses del imperialismo británico y norteamericano. Meses después de publicado el volumen sostendrá:
“Yo realzaba en mi libro las virtudes de la muchedumbre criolla y demostraba que su valoración no debía emprenderse de acuerdo a las reglas y cánones europeos; daba una base realista a la tesis esencial de la argentinidad, al negar la continuidad de la sangre quebrada entre nosotros por el imperio metafísico de la tierra y sentaba la tesis de que nuestra política no es más que la lucha entre el espíritu de la tierra, amplio, generoso, henchido de aspiraciones aún inconcretadas y el capital extranjero que intenta constantemente someterla y sojuzgarla.” (sf) Porque:
“Somos un país colonial, un pueblo en servidumbre, una nación sometida (…). Esta es nuestra desgracia, nuestra vergüenza argentina (…). Los hombres realmente libres y patriotas deberemos luchar a esta altura de nuestra historia por una patria redimida” (Señales, 10-7-1935). Más, en el período en que se edita El hombre que está solo y espera, meses después del golpe de Estado, Scalabrini estaba distanciándose de la maquinaria oligárquica de constitución de prestigios en el camino de asunción de su rol como intelectual nacional: “En 1930 yo había alcanzado el más alto título que un escritor puede lograr con su pluma: el de redactor de La Nación, cargo que renuncié para descender voluntariamente a la plebeya arena en que nos debatíamos los defensores de los intereses generales del pueblo. Tenía entonces treinta y dos años.” (Carta de R.S.O. a un lector, Qué, 1957)

* Síntesis de la Ponencia presentada en IV Congreso Internacional CELEHIS de Literatura española, latinoamericana y argentina, Mar del Plata, 7, 8 y 9 de noviembre de 2011



Simón Bolívar, de mantuano a Libertador de la Patria Grande

por Juan Godoy

“En primer plano aparecen, indisolublemente
unidas, la cuestión nacional y la cuestión
social. Una no puede resolverse sin la otra” Cooke, John William

“Artigas más San Martín: eso es Bolívar” Rodó, José Enrique


Bartolomé Mitre nos ha entregado una imagen de Bolívar, sobre todo en su Historia de San Martín y la emancipación sudamericana, en contraposición a la de San Martín. Mientras el primero sería ambicioso, desconfiado, desequilibrado, lujurioso, autoritario, dictatorial, libertador de Colombia (como patria chica), etc.; el segundo sería desinteresado, generoso, respetuoso, héroe de la Argentina, etc. (cabe resaltar que las características que encuentra en uno no lo hace en el otro y viceversa, son dos figuras contrapuestas). Así Mitre relata el primer encuentro de las dos figuras: “la impresión que a primera vista produjo Bolívar en San Martín, fue de repulsión, al observar su mirar gacho, su actitud desconfiada y su orgullo mal reprimido (…) Bolívar, más lleno de sí mismo, miró a San Martín de abajo a arriba (…) vio simplemente en él un hombre sin doblez, un buen Capitán que debía sus victorias más a su fortuna que a su genio” (Mitre, 1943; T vi, 71).
La idea del denominado “Padre de la Historia”, ya analizada la revolución de mayo como separatista, anti-hispánica (pro-británica), porteña, como “revolución argentina americanizada”, y la vuelta de San Martín a la Patria como fruto del recuerdo y amor de sus años de infancia, es mostrar a un San Martín que no desea la unificación del continente, sino que las “naciones” liberadas conformen nuevos estados, mientras que sería la ambición de Bolívar, sus ideas anexionistas, las que pretenden hacer del nuevo continente una gran nación. Esta lectura del pasado de Mitre se relaciona en que él, como jefe de la oligarquía local, plantea un proyecto porteño, conservador, libre importador, anti-latinoamericano, pro-británico, etc. La revisión de la historia para justificar las políticas que pretende aplicar en el presente.
Aquí procuraremos dar cuenta de la evolución de Simón Bolívar de mantuano a Libertador de la Patria Grande, para lo cual consideraremos la relación entre la lucha por la independencia nacional y la incorporación de la cuestión social. De esta forma dar cuenta que la lucha por la cuestión nacional debe implicar necesariamente la lucha por la cuestión social, y viceversa, si se pretende un proyecto emancipador. A la vez que rebatir la figura creada por Mitre y colocar a Bolívar (y por ende a San Martín) en su verdadera dimensión, como Libertador de Nuestra América.
Resaltamos por un lado a uno de los más obstinados continuadores del mitrismo que es Pacífico Otero quien sostiene que “con Guayaquil y son Guayaquil, Bolívar y San Martín estaban destinados a chocar, y esto no por culpa del héroe del Sur, sino por la ambición y por los planes de hegemonía continental que perseguía el Libertador del norte (…) San Martín, por el contrario, menospreciaba aquella (la gloria) y si tenía un ídolo era el desinterés” (Pacífico Otero, 2007, 300). Al tiempo que rescatamos a una de las plumas que más fuertes críticas lanzó contra el mitrismo en relación a su interpretación de Bolívar que es, a saber, la de Rufino Blanco Fombona, quien rescata el pensamiento latinoamericano de Bolívar, y lo concibe no como héroe de Venezuela, de Colombia o de las patrias chicas, sino de Latinoamérica, de la patria grande, así sostiene que “su ideal fue hacer del nuevo mundo una o dos naciones potentísimas, o de unirlas a todas por lazos de solidaridad tan estrechos que viniesen a construir una Federación, o si se quiere, un Imperio formidable” (Blanco Fombona, 1981; 244-245). Así consideramos que Simón Bolívar, nacido en el año 1783, hijo de una familia de la clase alta de la sociedad colonial, cuyos padres fallecen pocos años después dejándolo huérfano a temprana edad, va a ser formado por varias personas, pero esencialmente por dos maestros, a saber Andrés Bello y Simón Rodríguez (Carrera Damas, 2007). A este último, en su viaje a Europa para realizar sus estudios, le iba, en 1805, a realizar un juramento en una colina romana, el Monte Sacro, que prometía que él, Simón Bolívar, iba a liberar al Nuevo Mundo. Cabe resaltar que en Europa también iba a entablar relación con Francisco de Miranda, quien fuera uno de los pensadores precursores del pensamiento de Unidad Latinoamericana. Había propuesto una Confederación, llamada Colombia, desde Tierra del Fuego hasta el Mississippi, coronada por un emperador hereditario Inca. Pero ¿quién es Bolívar en esos años? Bolívar es un joven mantuano (término que es derivado de los finos mantos que usaban las mujeres de la aristocracia criolla), parte de los sectores aristocráticos de la sociedad colonial que propugnaba la independencia nacional. Así consideramos que la debilidad de Bolívar en un comienzo, viene dada por una idea de República Abstracta, donde no estuvieran integrados los sectores populares de la nación (Ramos, 1968), es decir, en ese momento no tiene en cuenta la cuestión social. Entre los años 1810 y aproximadamente 1817 la lucha se desarrolla en forma de guerra civil, similar a la zona de las Provincias Unidas del Río de la Plata, donde la Revolución de Mayo no es anti-hispánica, separatista sino que aparece como la prolongación de la insurrección popular en Europa de 1808, insurrección democrática contra el absolutismo, con el advenimiento de la Restauración en Europa se tornará independentista. (Galasso, 2005). En el norte de Sud –América tenemos: por un lado, a los mantuanos que representan a las clases criollas privilegiadas; y por el otro, a las masas populares, los llaneros, los esclavos y la “plebe” de color que luchaba bajo las órdenes de jefes españoles, los cuales les habían prometido “libertad de clase”, y entre los cuáles se destacaba Boves como líder de los llaneros, éstos luchaban contra los opresores blancos, y les eran entregadas las tierras que les arrebataban a los blancos, en la lucha obtenían una forma de abolición de su condición de esclavos, así “en el ejército llanero de Boves, compuesto de 7500 hombres, solo podían contarse 60 a 80 soldados blancos, y unos 40 ó 45 oficiales entre españoles y criollos. Por el contrario, en las fuerzas de Bolívar, la mayoría aplastante estaba compuesta por criollos blancos” (Ramos, 1968; 153) Consideramos también aquí que para los sectores populares, los llaneros, esclavos, etc. era más cercano el opresor de la aristocracia local que el conquistador español. A la vez que los mantuanos tampoco llevaban adelante sus reivindicaciones. Ignacio Politzer sostiene que “los criollos en la dirección del proceso revolucionario no hacían concesiones hacia estos sectores (los sectores más bajos)” (Politzer, 2009; 94)
Brevemente reseñamos los hechos de estos años de los que venimos hablando (1810 hasta aproximadamente 1817). Aquí Bolívar es parte, luego de algunas conspiraciones fallidas (en una de las cuales iba a ser apresado), el 5 de julio de 1811, conjuntamente con Miranda de la declaración de la Primera República, la cual iba a fracasar (Miranda será apresado). Bolívar se va hacia Cartagena de Indias y escribe el Manifiesto de Cartagena “yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los enemigos obtendrán las más completas ventajas” (Bolívar, (1812) 2009, 57). Éste puede considerarse el primer documento político de Bolívar (Carrera Damas, 2007) Luego el joven mantuano va a realizar la denominada “Campaña Admirable”, en la cual llegará hasta Caracas y proclamará la Segunda República a principios de 1813, pero no logrará derrotar definitivamente al ejército colonial. Así los sectores que apoyaban la sociedad colonial reaccionarán y harán fracasar el nuevo intento bolivariano. Bolívar se retirará hacia el Oriente, a Nueva Granada y luego se exiliará en Jamaica, desde donde escribirá su célebre Carta de Jamaica (que es la contestación a un ciudadano británico) “yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria” (Bolívar, (1815), 2009; 130). De esta forma la lucha por la independencia nacional, por librarse del yugo extranjero, estaba destinada a fracasar a menos que Bolívar u otro de los jefes independentistas cambiara de perspectiva, de estrategia, y diera cuenta de la necesidad de la incorporación de la cuestión social a la lucha, por tanto de la incorporación de los sectores populares, de los llaneros, llevando adelante sus reivindicaciones y haciéndolas a éstas parte sustancial del programa de la lucha revolucionaria. Luego de su permanencia en Jamaica, continuará su exilio en Haití. Este es un momento fundamental en la vida de Simón Bolívar y en el de la Revolución Latinoamericana. Haití era el primer territorio independiente de Nuestra América desde 1804, largos años habían pasado ya de la primera sublevación de esclavos (en el año 1522), los esclavos del hijo de Cristóbal Colón, Diego, fueron los primeros y la osadía les costaría cara, pues derrotados fueron colgados en los senderos de los ingenios como forma de disciplinamiento a los demás (Galeano, 2005). También algunos años habían pasado de, según Boleslao Lewin, la mayor convulsión (aunque fueron tan solo seis meses desde el “Grito de Tinta” hasta la condena de José Gabriel Condorcanqui -Tupac Amarú II-) que debió afrontar el reino de España en América (Lewin, 1957). Estas rebeliones como tantas otras que se suscitaron a lo largo y ancho del continente fueron por motivos sociales o fiscales, recién los movimientos de fines del XVIII y principios del XIX van a comenzar a forjar una conciencia nacional (Ezcurra, 2006).
Así Haití (nombre tomado del Arawak, los conquistadores la habían bautizado La Española, luego Saint Domingue) será uno de estos últimos, se había convertido no solo en la primera nación independiente, sino también en la única revolución de esclavos triunfante en la historia a nivel mundial, (Martínez Peria, 2009) el levantamiento había comenzado en 1791 encabezado por Toussaint Louverture, continuada por Dessalines y Petión, quienes declararán en 1804 la independencia, dando nacimiento a la primera República Negra, y al primer estado independiente, Dessalines dirá: “he vengado a América” (Martínez Peria Lazos, 2010; 55) Haití ayudará a diferentes causas americanas, como a la expedición de Miranda en 1806 (negado anteriormente por Estados Unidos), o la que nos atañe aquí, la de Simón Bolívar. Éste había entablado en su exilio en Haití relación con Alexandre Petión, “tengo la esperanza, Señor Presidente, de que nuestra afinidad de sentimientos en defensa de los derechos de nuestra patria común me granjeará por parte de V. E. los afectos de su inagotable benevolencia” (Carta de Bolívar a Petión del 19 de Diciembre de 1815, citado en Martínez Peria, 2010; 63). Bolívar le prometerá a Alexandre Petión, a cambio del apoyo (militar y económico), que ni bien tocara suelo venezolano iba a liberar a los esclavos. Así el Presidente haitiano cumple con el apoyo, y el Libertador con la liberación de los esclavos y la prohibición del trabajo obligatorio. De esta forma comienza una nueva etapa de la gesta libertaria de Bolívar, donde incorpora a la lucha por la independencia nacional, la cuestión social. Así de 1817 a 1824 se abre el periodo de los triunfos de Bolívar por la independencia del Nuestra América. Se establece una alianza entre los terratenientes y los llaneros levantados en armas. Bolívar comprende en Haití la importancia de la liberación de esclavos, y de poner al frente de la lucha a mestizos como Páez, Padilla o Piar (Ramos, 1968) Así Haití, revela una importancia fundamental en la gesta bolivariana y en la independencia de nuestros pueblos.
Con esta nueva concepción bolivariana, los llaneros poco a poco se van pasando al bando independentista. Marcaremos brevemente el camino que llevará hasta Ayacucho. Así luego de la Batalla de Boyacá, llama al Congreso de la Angostura (1819), en el Discurso de la Angostura proclamará: “¡representantes del pueblo! Vosotros estáis llamados para consagrar o suprimir cuanto os parezca digno de ser conservado, reformado o desechado en nuestro pacto social (…) el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política”” (Bolívar, (1819), 2009; 184-186). Rebautizará a Nueva Granada como Colombia. La Gran Colombia comprendía los territorios de lo que hoy es Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador (piensa que la Capital de ésta debe llamarse Las Casas en homenaje a Bartolomé de Las Casas). Luego de fundar la Gran Colombia proyectará confederar a todos los estados nacientes, pero la idea se dilatará hasta el Congreso de Panamá en 1826.
En 1821 consolida la república con la victoria en la batalla de Carabobo, luego Bombona, y Pichincha en 1822 al mando de Sucre. Ese mismo año se produce la conocida Entrevista de Guayaquil sobre la que se ha tejido un misterio, y sobre el cual Arturo Jauretche argumenta que “el único misterio es éste que se haya hecho un misterio de un hecho evidente, enturbiando la cuestión con una pequeña e interminable polémica (…) cuyo propósito último es ahondar las diferencias entre americanos” (Jauretche, 2005; 45). Norberto Galasso dará cuenta que los libertadores hicieron lo que convenía y a la vez podían en base a las fuerzas sociales que sustentaban a ambos, así la posición de San Martín era la peor pues, entre otras cuestiones, lo había traicionado Cochrane que lo deja casi sin escuadra, desde Buenos Aires los rivadavianos le niegan todo apoyo, etc. (Galasso, 2005). Consideramos que los dos personajes estuvieron a la altura de las circunstancias que la historia demandaba, y dejaron de lado mezquindades personales en pos de la liberación de la Patria Grande. Finalmente gana la batalla de Junín, y la campaña llega al último reducto realista, se libra la batalla de Ayacucho en 1824, la cual es liderada por El Mariscal Sucre, y se pone fin al dominio español en suelo americano.
Habían pasado ya 14 años de la proclamación de la Primera República, el cambio en Bolívar de aquel momento, luego de su paso por Haití, es evidente. Tuvo que negarse como mantuano, para poder así dar lugar a los sectores populares, unificar la cuestión nacional con cuestión social. Éste cambio que ponemos de relevancia se observa en la liberación de esclavos, en la prohibición del trabajo obligatorio, suprime la mita, el derecho de Curas y Corregidores para el trabajo gratuito de los indios en el servicio doméstico, entregó una porción de tierra a cada indio (Ramos, 1968), en la relación con los pueblos originarios para los cuales protege ríos, conserva las aguas, aprovecha racionalmente la riqueza forestal, como también en la nacionalización del suelo, de las minas, en la protección a la manufactura local, en el establecimiento de un sistema de cultivo de interés social orientado a un mercado interno y a exportar los excedentes, en un sistema de gobierno propio, original con la división en cinco poderes (ejecutivo, legislativo, judicial, electoral y moral), en la presidencia vitalicia para evitar el divisionismo (que se daría sobre el fin de sus días y luego de su muerte). (Politzer, 2009) Fue ese el cambio necesario, y esas las medidas implementadas a partir del entendimiento de la situación social y política del momento, para poder dar por finalizado el dominio español en Nuestra América. Luego, establecerá el Congreso de Panamá en 1826 (al que la oligarquía rivadaviana y porteña no envía representantes), como uno de los últimos intentos de unificar la Patria Grande por la que tanto había luchado, así sostiene que “este congreso parece destinado a formar la liga más vasta, o más extraordinaria o más fuerte que ha aparecido hasta el día sobre la tierra (…) el Nuevo Mundo se constituirá en naciones independientes, ligadas todas por una ley común que fijase sus relaciones externar y les ofreciese el poder conservador en un congreso general permanente” (Bolívar, (1826), 2009; 329). Consideramos de esta forma que la versión que nos dieron Mitre, Pacífico Otero, y demás historiadores de la denominada “historia oficial” se hacen a un lado, y dan paso a la espada de Bolívar que ha vuelto en estos últimos años a caminar por América Latina. La Patria Grande vuelve a estar de pie, está en nosotros completar el sueño bolivariano.

(Trabajo publicado originalmente en la Revista Falta Envido. Año 1, Nº 2. Septiembre de 2011)

Bibliografía citada
Mitre, Bartolomé. (1943). Historia de San Martín y de la emancipación Sudamericana. Buenos aires: Rosso.
Galasso, Norberto. (2000). Seamos Libres y lo demás no importa nada. Vida de San Martín. Buenos Aires: Colihue
Galasso, Norberto. (2005). La revolución de Mayo. El pueblo quiere saber de qué se trató. Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional.
Pacífico Otero, José. (2007). La entrevista de Guayaquil y la crítica. En Viñas, David y García Cedro, Gabriela (comp.). (2007). Bolívar. Antología Polémica. Buenos Aires: Crónica General de América Latina
Blanco Fombona, Rufino. (1981). Ensayos históricos. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
Carrera Damas, Germán. (2007). Reseña biográfica de Simón Bolívar. En Viñas, David y García Cedro, Gabriela (comp.). (2007). Bolívar. Antología Polémica. Buenos Aires: Crónica General de América Latina
Politzer, Ignacio. (2009). La relación negada: Bolívar y la Argentina. En AA.VV. (2009). La Patria es América. Buenos Aires: Ediciones Madres de la Plaza de Mayo
Galeano, Eduardo. (2005). Las venas abiertas de América Latina. Buenos Aires: Catálogos.
Bolívar, Simón. (2009). Doctrina del libertador. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
Ezcurra, Daniel. (2006). Nuestroamericano. La dimensión regional en la identidad política de la revolución. En AA.VV. (2006). ¡Libertad, muera el tirano! El camino a la independencia en América. Buenos Aires: Ediciones Madres de la Plaza de Mayo
Martínez Peria, Juan Francisco. (2009). Haití, la revolución maldita. En AA.VV. (2009). La Patria es América. Buenos Aires: Ediciones Madres de la Plaza de Mayo
Martínez Peria, Juan Francisco. (2010). Lazos revolucionarios. En Ibáñez, Germán (Comp.). (2010). Son tiempos de revolución. De la emancipación al bicentenario. Buenos Aires: Ediciones Madres de la Plaza de Mayo
Jauretche, Arturo. (2005). Manual de zonceras Argentinas. Buenos Aires: Corregidor.
Lewin, Boleslao. (1957). La rebelión de Tupac Amarú y los orígenes de la emancipación americana. Buenos Aires: Hachette.
Ramos, Jorge Abelardo. (1968). Historia de la Nación Latinoamericana. Buenos Aires: Peña Lillo.

lunes, 31 de octubre de 2011

Eh, tú, muerte: yo soy el último que habla


por Norberto Galasso
Jueves 27 de octubre de 2011

El 25 de mayo del 2003, al asumir la presidencia de la Nación, Néstor Kirchner apareció en el escenario político nacional como un `presidente inesperado` a quien tocaba presidir `una Argentina destruida` por sucesivas desgracias: genocidio, frustración, traición, entrega e ineptitud. Venía de haber sido intendente de Río Gallegos y de nueve años como gobernador de la provincia de Santa Cruz. Pero venía también de una militancia juvenil enarbolando la bandera de un mundo mejor.
Muchos no reparamos, entonces, que ardía en él el fuego del compromiso, un espíritu de lucha indeclinable, la decisión de remontar las olas procelosas para llegar a puerto, importándole poco las formalidades de los exquisitos de las instituciones, que le reclamaron inmediatamente no hacer reuniones de gabinete, andar por la Casa Rosada con el saco desabrochado o juguetear con el bastón de mando en el momento mismo de asumir como presidente. Ahora que ha muerto se hace luz, para todos, el altísimo grado de compromiso que marcaba su conducta, verdadero ejemplo ante tanto político acomodaticio que sólo aspira a los halagos del poder.
Néstor se la jugó olvidándose de sí mismo. Se la jugó desde los tiempos en que confrontaba con Menem, y se la jugó desde que asumió el gobierno imponiendo el "castigo a los culpables" de la represión, no sólo con la anulación de la Obediencia Debida y el Punto Final sino bajando los cuadros de los dictadores, convirtiendo a la ESMA en Museo de la Memoria, depurando la Corte Suprema de Justicia, pagando la deuda al FMI para poner fin al monitoreo imperialista sobre nuestra economía, y también participando con otros líderes latinoamericanos en el hundimiento del ALCA, en la reunión de Mar del Plata, en diciembre del 2005. Además, repolitizó el país, poniendo el conflicto en el centro de la polémica, actitud que muchos -desde su incapacidad para entender la historia- le criticaron por "crear el conflicto", como si el conflicto no fuese insoslayable en una sociedad donde existen clases sociales con fuertes desigualdades. También reconvirtió un sistema de valorización financiera por otro de acumulación productiva provocando una fuerte baja en la desocupación, en la pobreza y en la indigencia. Asimismo, impulsó la consolidación de dos pilares fundamentales para el cambio y el progreso social: la intervención del Estado y el protagonismo de los trabajadores a través de la CGT.
Por su lucha recibió críticas e injurias, maldiciones -incluso-, pero no cejó. Y su vocación por lo popular y por lo nacional fue reconocida por las mayorías de la Argentina, que si le habían otorgado sólo el 22% de los votos al Frente para la Victoria en 2003, llevaron ese apoyo al 45% en 2007, a través de la candidatura de su esposa Cristina Fernández.
Pero no siempre lo biológico acompaña la fuerza espiritual que dinamiza la militancia. Su organismo le hizo saber varias veces -y los médicos fueron severos en la advertencia- que corría peligro. Podía, entonces, haberse replegado en el sur, inclinarse al consenso que predicaba la oposición y que era, en buen romance, abandonar los cambios y paralizar la marcha iniciada en el 2003. Rechazó ese camino, quiso ser "genio y figura hasta la sepultura", confrontativo, militante, indetenible, siempre en la pelea, infatigable en la polémica con los conciliadores y traidores. A pocas horas de una grave cirugía estaba en un acto político en el Luna Park, en su puesto, como desafiando a la muerte, con aquella vieja certeza de trascendencia de León Felipe: `Eh, tú, Muerte. Yo soy el último que habla...`. Y prosiguió las giras y los discursos, peleándole a la reacción, palmo a palmo, para abrir camino al 2011. Murió, pues, en su ley, y dejó un ejemplo de conducta militante.

Fuente: http://www.diarioregistrado.com/politica/54435-eh-tu-muerte-yo-soy-el-ultimo-que-habla.html

sábado, 29 de octubre de 2011

El pensamiento latinoamericano y la integración regional

por Lucila Melendi

“La cuestión se centra en la capacidad de generar un pensamiento original, y la originalidad de todo pensar no deriva de los grandes centros de producción intelectual, sino de nuestra relación con la realidad” Arturo Roig (2008: 79)

“Por eso insistimos en invertir la herencia escolástica universitaria de problematizar los textos y orientarnos a textualizar los problemas”Ana Jaramillo (2005)

En América Latina conviven variados esquemas de integración regional que datan de distintas épocas y se plantean múltiples objetivos. Dentro de esta trama de armados institucionales diversos, podríamos señalar al MERCOSUR, la ALBA y la UNASUR como aquellos procesos que más desconcierto generan entre los académicos. A diferencia de otros acuerdos y tratados, no resulta fácil encuadrarlos según un patrón de comportamiento preestablecido que podamos encontrar en los libros de Relaciones Internacionales o de Integración Regional. Por este motivo, frecuentemente son tildados de procesos ‘particulares’, ‘peculiares’ o ‘especiales’.
Insistiremos en que los procesos políticos latinoamericanos no son ‘peculiares’ respecto a los de ninguna otra región del mundo. América Latina, al igual que todas ellas, tiene una historia y características que le son propias, y son estas diferencias originarias las que anulan, en términos de su potencial explicativo, buena parte de los enfoques generados en otras latitudes. Lo obvio no es menos importante por serlo, sino más bien todo lo contrario. Desde esta perspectiva, podemos constatar que en nuestros países (a diferencia de otros, consolidados en términos de su desarrollo social y cultural autónomo), las ideas no siempre muestran coherencia con la realidad que se supone conceptualizan, y de este desacierto inicial se desprenden todo tipo de errores .
Nos encontramos en un escenario en que desandar los caminos del pensamiento latinoamericano aparece como una opción de primer orden para quienes pretendan aportar a la comprensión de los procesos en que estamos inmersos. Para emprender este camino necesitaremos guiarnos buscando hilar, antes que cualquier otra cosa, las cuestiones que han sido problematizadas, habida cuenta de que otro tipo de guía suele ser engañosa: las disciplinas son construcciones sociales y políticas que realizan un recorte señalando los límites de lo que es posible pensar, pero en tanto no existe algo así como un Km 0 del pensamiento, no podemos permitir que se invaliden las reflexiones producidas previamente acerca de su mismo ‘objeto de estudio’. Por otra parte, se hace necesario terminar con la mala costumbre de ver teoría sólo allí donde ésta viene escrita de determinada forma. El potencial teórico de una idea debe ser valorado en estricta relación a la pregunta a la que pretende responder, y de ninguna manera al rótulo editorial que lo designa, o no, como más o menos ‘teórico’ o ‘filosófico’ .
En 1992, Alcira Argumedo publicaba “Los silencios y las voces en América Latina”, dando cuenta de la existencia de lo que ella llamó una matriz autónoma de pensamiento nacional y popular latinoamericano . Como toda matriz de pensamiento, su raíz sería una especial concepción acerca de lo social, que en el caso de las masas populares latinoamericanas parte de una visión esencial y profundamente igualitaria acerca de la naturaleza del hombre. Los ejes estructurantes de esta matriz serían la soberanía y la justicia; lo nacional y lo social, problemáticas nunca resueltas en América Latina, que seguirían resurgiendo episódicamente, hasta encontrar solución definitiva:
“Por encima de sus dimensiones y de las formas adquiridas en las diversas etapas históricas y en cada región, los movimientos populares del continente proponen la resolución del doble problema de la autonomía –como forma colectiva de la libertad, que otorga el contexto real a la libertad individual- y de la igualdad social. De este modo, la cuestión de la soberanía y la justicia contiene la problemática más sustantiva de la historia latinoamericana, hija de una situación traumática y atípica en su conformación como sociedad” (Argumedo, 1992: 196).
Desde esta perspectiva, lo que hoy llamamos ‘integración regional’ es objeto de reflexión del pensamiento latinoamericano desde el nacimiento mismo de América como tal, en tanto la cuestión de la autonomía (uno de los dos ejes centrales de nuestro filosofar), vino siempre de la mano de lo que podríamos llamar la cuestión continental. En el intento de aportar a la tarea de sistematizar algunas ideas de nuestro acervo teórico latinoamericano para hacerlas dialogar con las teorías y enfoques predominantes en nuestros ámbitos de estudio, vamos a repasar tres momentos de las ideas de unidad, y buscaremos dejar planteado un posible diálogo entre esas ideas y el MERCOSUR, la UNASUR y la ALBA.

Emancipación americana. Unidad para la defensa.
Bolívar, San Martín, Artigas

Hacia 1815 Hispanoamérica estaba decididamente embarccada en la lucha por su independencia. En este marco, y paralelamente a la dirección política y militar de las tropas americanistas que dirigió, Bolívar dejó una vasta serie de escritos dando cuenta de sus reflexiones y las disyuntivas en que se debatían. Cabe aclarar que para Bolívar América era un sólo y gran país, el Nuevo Mundo, que se extendía desde México hacia el sur del hemisferio, e incluía a las islas del Caribe.
Las “Cartas de Jamaica”, escritas en 1815, dan testimonio de algunas de sus reflexiones. Allí señala que el Imperio Español históricamente ha impedido el comercio y la comunicación entre las distintas provincias, para mantenerlas separadas y controladas, pero considera que en su conjunto son un gran mercado ultramarino que España ya no está en condiciones de abastecer, y que por lo tanto puede resultar atractivo para obtener el auspicio de alguna otra potencia en la empresa de su emancipación.
A nivel político, dejará ver que el futuro de América le genera una gran incertidubre. A su entender, la independencia se realiza, pero sin que los americanos tengan la experiencia necesaria como para poder gobernarse por sí mismos y, aventura que el Nuevo Mundo se dividirá para poder gobernarse mejor,
“Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo” (Bolívar, 1990: 76).
Prefiere las repúblicas a las monarquías, por considerar que sólo de esta forma se convivirá en paz, sin intenciones expansionistas, y rechaza el federalismo por demasiado perfecto, sosteniendo la imperiosa necesidad de buscar formas de organización que sean las mejores asequibles,
“No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros (…) Busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor” (Bolívar, 1990: 78).
Al mismo tiempo, cree que es la unión lo único que hace falta para que el Nuevo Mundo pueda concretar la obra de su regeneración (Bolívar, 1990; 83), pero esta empresa se ve impedida permanentemente por guerras civiles, que no son producidas por diferencias raciales o de castas, sino por motivos políticos.
Paralelamente, en el Cono Sur del continente, San Martín encabezaba el Ejército de Los Andes, con una clara lectura geopolítica del conflicto, que lo hacía pensar en clave sudamericana. San Martín nos legó este recorte entre la América del Sur y el resto de Hispanoamérica, y una claridad absoluta en términos de distinguir lo principal de lo secundario: así lo demuestra su énfasis rotundo en lograr la Libertad antes que nada, y su negativa absoluta a participar en cualquier tipo de enfrentamiento entre americanos. La soberanía ante todo: la consolidación de la libertad de América era la condición necesaria para poder discutir después cualquier otra cosa, y esto sólo se conseguiría en unidad,  “unámonos para batir a los maturrangos que nos amenazan y después nos queda tiempo para concluir de cualquier modo nuestros disgustos en los términos que hallemos por convenientes sin que haya un tercero en discordia que nos esclavice” (San Martín, 1819) .
Un año después, antes de partir a Perú decidiendo no hacer caso al gobierno de Buenos Aires que le reclamaba ponerse a la cabeza de la guerra civil, se dirigía al pueblo en los siguientes términos,  “el general San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sudamérica” (San Martín, 1820).
Artigas es el mayor exponente del federalismo y la democracia americana. Defensor a ultranza de la soberanía de los orientales en términos de únicos artífices de sus propios destinos, concebía esta autonomía plena en el marco de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La forma confederada se les aparecía a los orientales, aquí en el sur, como el mejor modo de articular sus propios intereses con el del todo mayor, la patria americana. Sufrían en carne propia la necesidad de una defensa común de la libertad y al mismo tiempo tenían clara su condición de pueblo autónomo, con lo cual el federalismo aparecía como la forma natural de gobierno.
En 1813, los diputados de la Provincia Oriental recibieron claras instrucciones de cara a la Asamblea Constituyente de Buenos Aires. Los artículos 10 y 14 son especialmente ilustrativos del proyecto artiguista, y mantienen asombrosa vigencia, “Art. 10: Que esta provincia (la Provincia Oriental) por la presente entra separadamente en una firme liga de amistad con cada una de las otras, para su defensa común, seguridad de su libertad, y para su mutua y general felicidad, obligándose a asistir a cada una de las otras contra toda violencia o ataques hechos sobre ellas, o sobre alguna de ellas, por motivo de religión, soberanía, tráfico, o algún otro pretexto, cualquiera que sea (…) Art. 14: Que ninguna tasa o derecho se imponga sobre artículos exportados de una provincia a otra; ni que ninguna preferencia se dé por cualquier regulación de comercio o renta a los puertos de una provincia por sobre los de otra; ni los barcos destinados de esta provincia a otra serán obligados a entrar, a anclar, o pagar derechos en otra(Bruschera, 1971; 97).
En 1815 sancionarían un reglamento provisorio para fomentar la ‘campaña’ repartiendo las tierras de modo regulado, bajo el criterio de que “los más infelices serán los más agraciados” (Bruschera, 1971; 152). Una medida de colonización del conjunto de las tierras en función de aumentar la productividad, garantizar el sustento de las familias orientales, y sobre todo garantizar la soberanía. Los americanos tendrían prioridad.

Generación del ‘900. La idea latinoamericana de América.
Martí.

Recién a comienzos del siglo XX el Nuevo Mundo de Bolívar pasaría a ser América Latina. Lo que hoy identificamos de esta manera es un colectivo político definido y re-definido permanentemente, en función de una “otra” América que juzgamos necesario y fundamental distinguir de la “nuestra” .
Por inspiración de Rodó se realiza en 1908 en Montevideo el I Congreso Estudiantil Latinoamericano. En 1910 Ugarte publica “El porvenir de la América Española”, para Methol Ferré, fue la primera vez que alguien se encargó de dar una visión de conjunto de América Latina. En 1909 apareció “La evolución política y social de Hispanoamérica”, de Blanco Fombona. En 1912 Rodó escribió “Bolívar, el unificador del sur” y se publicó “Las democracias latinas de América”, de García Calderón. Un año después, “La creación de un continente”.
Después de que nos astilláramos en más de veinte repúblicas, y éstas forjaran sus mitos fundantes ‘nacionales’, aparecería en 1900 la primera generación que empieza a repensar la unidad continental. Advirtieron la emergencia del poder de los Estados Unidos, que se hizo evidente en la guerra de Cuba de 1898 y percibieron el peligro. La Patria Grande apareció entonces como la única posibilidad de futuro y, como parte de este mismo proceso de re-descubrimiento (y como nueva cara de las preguntas por nuestra identidad), aparecería también la problematización de lo que, al menos desde Jauretche, definimos como colonización pedagógica. La Reforma Universitaria de 1918 sería el primer logro del latinoamericanismo, y pocos años después, Haya de la Torre, teorizaría para superar las polis oligárquicas, y alcanzar la industrialización, con una visión acabada del imperialismo.
Voy a detenerme en Martí, porque si bien él no es parte de la conocida como ‘Generación del ‘900’, su condición de cubano y su exilio neoyorquino lo pusieron en condiciones de adelantarse, y conceptualizar algunas cuestiones que quedaron inmortalizadas en su pluma.
Martí acuñó la expresión Nuestra América, en claro contrapunto con los Estados Unidos de Norteamérica . Él percibe y conceptualiza muy bien dos cuestiones que mantienen su vigencia hasta nuestros días: el imperialismo, y la colonización padagógica , ambas en el marco de la lucha por la autonomía de la que nos hablaba Argumedo. Por un lado, convoca vigorosamente a los pueblos americanos a conocerse y unirse en su propia defensa, “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes han de pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos (…) han de encajar, de modo que sean una, las dos manos” (Martí, 1980; 9) “¡Los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes” (Martí, 1980; 11)
Y por otro, percibe con claridad los desastres que la falta de confianza y creatividad de los americanos en sí mismos generan en términos políticos, “La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas (…) el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones del país mismo, a aquel estado apetecible, donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas” (Martí, 1980; 11) “(…) entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico” (Martí, 1980; 13). Estas observaciones acerca de los desastres de copiar podrían aplicarse a muchas situaciones de la América contemporánea, entre las cuales podemos nombrar los andamiajes institucionales de varios esquemas de integración que tienen poco que ver con la realidad de nuestros países.

El ABC de la política latinoamericana.
Perón.

Hay dos documentos que revelan acabadamente la perspectiva del entonces Presidente argentino acerca de la dinámica del poder mundial y los desafíos que debería enfrentar nuestro continente en las décadas siguientes. En 1951, en un artículo publicado bajo el seudónimo de Descartes, Perón sostenía que en la historia de la humanidad se constata la tendencia a avanzar hacia agrupamientos cada vez mayores, por lo cual estaríamos transitando el pasaje de los Estados-Nación a los Estados-Continente, y todos aquellos que no lograran constituirse en parte de un estado continental, pasarían al coro de la historia. Por otro lado, por la creciente población/producción del mundo, las batallas del futuro serían por los alimentos y las materias primas, elementos que poseemos en abundancia y que nos será necesario defender. A partir de este diagnóstico, retoma la perspectiva geopolítica sanmartiniana y lee el desafío en clave Sudamericana. Es aquí donde Perón hace un aporte teórico sustantivo, al proponer la alianza argentino-brasilera-chilena como el camino a seguir, “La unidad comienza por la unión y ésta por la unificación de un núcleo básico de aglutinación. Desde esa base podría construirse hacia el Norte la Confederación Sudamericana, unificando en esa unión a todos los pueblos de raíz latina. Sabemos que estas ideas no harán felices a los imperialistas que dividen para reinar. Pero para nosotros los peligros serán tan graves desde el instante en que la Tercera Guerra Mundial termine, que no hacerlo será un verdadero suicidio. Unidos seremos inconquistables, separados indefendibles” (Perón, 1951).
Es precisamente este señalamiento el que constituye, para Methol Ferré, la originalidad fundamental de Perón: la de plantear la unidad argentino-brasilera como condición de la dinámica unificadora de América del Sur, “Es indudable que, realizada esta unión, caerán a su órbita los demás países sudamericanos, que no serán favorecidos ni por la formación de un nuevo agrupamiento y probablemente no lo podrán realizar en manera alguna, separados o juntos, sino en pequeñas unidades” (Perón, 1953). Es en este sentido, que lo considera el primer creador de una política latinoamericana: “antes hubo idealidades latinoamericanas, nostalgias, recuperaciones históricas culturales, pero no políticas. Políticas reales que discernieron lo principal de lo secundario, que señalaran cual era el camino efectivo de una unidad de América Latina, no la hubo hasta los planteos de Perón a la altura de los años ‘51” (Methol Ferré, 1996).
En 1953, al exponer las bases del Pacto ABC, reiteraría que esa unión era necesaria para garantizar la defensa continental: “Es esa circunstancia la que ha inducido a nuestro gobierno a encarar de frente la posibilidad de una unión real y efectiva de nuestros países, para encarar una vida en común y para planear, también, una defensa futura en común (…) Pienso yo que el año 2000 nos va a sorprender o unidos o dominados; pienso también que es de gente inteligente no esperar que el año 2000 llegue a nosotros, sino hacer un poquito de esfuerzo para llegar un poco antes al año 2000, y llegar en un poco mejores condiciones que aquella que nos podrá deparar el destino mientras nosotros seamos yunque que aguantamos los golpes y no seamos alguna vez martillo; que también demos algún golpe por nuestra cuenta” (Perón, 1953). Y agrega, en esta misma ocasión, apreciaciones sobre el papel de los gobiernos y de los pueblos en el proceso de unión, que transitando el siglo XXI asumen una vigencia inusitada. En su opinión, la unión debierara buscarse, “(…) influyendo no a los gobiernos, que aquí se cambian como se cambian las camisas, sino influyendo a los pueblos, que son los permanentes, porque los hombres pasan y los gobiernos se suceden, pero los pueblos quedan” (Perón, 1953).
En los años ’50 y ’60, con la creación de la CEPAL, se empezaría a pensar la integración regional, propiamente dicha, de América Latina y se haría, por primera vez, pensándola en términos de ‘medio’ para alcanzar el desarrollo. Europa transitaba el camino de su integración y de alguna forma esto habilitaba a los académicos a pensar en la ‘integración regional’ como un fenómeno en sí mismo, a ser estudiado e incluso imitado. Aparece entonces la integración como un medio apropiado para lograr el desarrollo industrial autónomo de nuestra región, y desde esta usina de pensamiento se impulsan procesos de integración económica, bajo el signo de un ‘regionalismo autonómico’ (Vázquez, 2011). En los años ’90, la CEPAL cambia su enfoque, y sigue impulsando la integración regional pero ahora en términos de ‘regionalismo abierto’, acoplándose al Consenso de Washigton y propugnando la liberalización comercial como medio para atraer capitales a América Latina.
En este marco, en 1991 se crea el MERCOSUR, con una clara impronta comercialista neoliberal, pero también como herramienta para fortalecer las debilitadas democracias, y tras una grave crisis a principios de los años 2000, redirecciona su accionar, incursionando en importantes áreas que no estaban contempladas en el proyecto original (Identidad MERCOSUR, 2010; 48). Es el caso, por ejemplo, del MERCOSUR social que nace en 2006 con la I Cumbre Social del Mercosur, en Córdoba. Paralelamente, tras dar por tierra con la propuesta norteamericana del ALCA, los mandatarios sudamericanos redefinen los objetivos de su agrupamiento, que pasa a llamarse UNASUR. Al día de hoy, habiendo sido protagonista en la resolución de graves conflictos intrarregionales, la UNASUR conformó un Consejo de Defensa Sudamericano y avanza firmemente hacia la creación de un Banco del Sur, que pueda cumplir funciones de financiamiento. Por otro lado, la ALBA agrupa a una serie no menor de países lainoamericanos fortaleciendo mecanismos de cooperación que permitan subsanar en conjunto grandes déficits en áreas como salud y educación, que afectan la efectiva igualdad de sus ciudadanos, y lleva adelante la experiencia de intercambio comercial con sucres, lo que les permite moderar su dependencia de las divisas intenacionales.

Reflexiones
MERCOSUR. UNASUR. ALBA.

Hay cierta creencia instalada en el ‘sentido común’ de los estudiosos de la integración regional, de que ésta comienza por liberalizar el comercio de bienes y se va profundizando, fijando un arancel externo común, unificando aduanas, permitiendo la libre circulación del capital y ‘la fuerza de trabajo’, y derramándose al ámbito político a través de la creación de entidades supranacionales, un parlamento común y hasta un Banco Central común que emita una misma moneda. Se supone que es el camino que deben seguir los procesos de integración regional, aunque lo cierto sea que esto no sucedió así en ningún caso. Las principales críticas hacia los esquemas vigentes son que no han cumplido con sus objetivos originarios de liberalización, y que no avanzan hacia la constitución de entidades supranacionales.
Lo cierto es que los procesos de integración regional son procesos políticos en permanente disputa, y deben ser estudiados en cuanto tales. El estudio de los procesos reales, y la reorientación de los esquemas de integración regional en Sudamérica durante la última década, nos permiten pensar en la autonomía y la inclusión social como los grandes ejes articuladores de los objetivos actuales. La soberanía y la justicia, (como decía Argumedo, en pleno auge del neoliberalismo a nivel mundial), siguen siendo los grandes problemas a resolver por parte de un continente que tiene la mayor reserva de recursos naturales del mundo y, asimismo, los mayores índices de desigualdad. Entonces, las propuestas de Unidad latinoamericana, hoy como ayer, tienen un primer objetivo defensivo: como lo vieron San Martín, Artigas, Martí y Perón, la defensa es continental o no es. La soberanía está en primer orden, pero aquí los problemas de soberanía no tienen que ver con disputarle territorio al vecino, sino con evitar el saqueo de nuestros recursos naturales y el condicionamiento a nuestra capacidad de decisión política, impuesto fundamentalmente por los organismos financieros internacionales. Si el objetivo principal de los intentos de unidad es lograr la efectiva soberanía, ciertamente ningún gobierno estará pronto a ceder parte de ella para la conformación de un organismo supranacional, esto no puede ser visto como un signo de debilidad. En la misma dirección podemos leer el inquebrantable respeto que los mandatarios sudamericanos vienen mostrando hacia sus pares, al no entrometerse en los asuntos internos: esta actitud retoma también el legado de San Martín, Artigas y Perón. Después de 200 años, probablemente siga siendo la de Confereración la forma política que más se ajusta a nuestra realidad.
Por otra parte, en el MERCOSUR, se avanza sustancialmente en términos de cooperación e integración en áreas que no fueron las originalmente planteadas, pero que están ligadas al núcleo sensible del drama latinoamericano. La estructura creada para liberalizar el comercio fue aprovechada para dar curso a lineas de acción conjunta, como los acuerdos en torno a educación, la cooperación técnica de ministerios, de movimientos sociales, organizaciones sindicales, etc. y todo pareciera indicar que los objetivos económicos se redefinen en función de alcanzar una mayor integración productiva, antes que de forzar una violenta liberalización comercial. El MERCOSUR es un entramado complejo de normas y prácticas que se van redefiniendo permanentemente en función de la política, pero en tanto producto de la alianza argentino-brasilera, sigue siendo la piedra angular de la Confederación Sudamericana, como decía Perón, o de la UNASUR, como llegamos a ver nosotros.
El MERCOSUR, la UNASUR y la ALBA realmente existentes recogen el legado de la mejor tradición nacional y popular latinoamericana, agregando a los objetivos de Defensa y Desarrollo, el del mantenimiento y consolidación de la Democracia, y el de combate a la Desigualdad, como nuevos desafíos a los que se debe responder desde la UNIDAD.
Pensando en los desafíos a los que deberemos hacer frente, vienen al caso las palabras de Perón acerca de la necesidad de realizar la integración desde los pueblos. Si bien se ha avanzado en términos de interacción entre organizaciones de la sociedad civil, es bueno recordar la importancia de fortalecer la participación y poner en marcha los Parlamentos comunes, no porque sea una obligación que nos imponga la teoría, sino porque como decía ese gran filósofo, los gobiernos pasan y los pueblos, quedan.

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Los partidos políticos a 122 años

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