miércoles, 16 de agosto de 2017

Los dueños de la ciencia

Viviana Martinovich


“Las editoriales científicas hacen que Murdoch parezca socialista” ironizaba hace poco un artículo de The Guardian. Es que muchas revistas dependen de las industrias: así, no predominan los parámetros científicos sino los intereses económicos. En América Latina, las prácticas abusivas de las editoriales no son problematizadas: se desconoce, por ejemplo, que miles de investigadores a nivel mundial –desde el MIT a Cambridge junto a medios como The New York Times- firmaron un boicot contra la compañía Elsevier. En cambio, está instalado que la única opción para validar hallazgos es publicar en revistas "famosas" como Nature, dice la especialista Viviana Martinovich. ¿Cómo circula en verdad el conocimiento científico?

En América Latina se editan más de 17.000 revistas científicas y técnicas, pero solo 750 lograron ingresar a las bases de datos internacionales por las que circulan revistas como Nature o Science, editadas por la gran industria editorial. Si hiciéramos una analogía con los premios Óscar, podríamos decir que hay un grupo de revistas latinoamericanas que, por mérito propio, año tras año transitan por la tan renombrada alfombra roja, pero no pertenecen a Warner, Fox, Universal o Paramount. Imaginemos por un momento dónde se concentraría la atención de la prensa internacional, incluso la de los enviados especiales de los países latinoamericanos, ¿en quienes participan de las películas más taquilleras del planeta o en quienes integran los proyectos realizados por fuera de la industria y, por si esto fuera poco, generados en países “tercermundistas”?.
 En Argentina, desde ciertas áreas de conocimiento consideran que la única opción para validar sus hallazgos y entrar en diálogo con la ciencia internacional es acceder a la alfombra roja pero como figuras de Warner o de Fox, es decir, publicando en revistas como Nature o Cell. Y este argumento ya está tan instalado, que es ponderado por funcionarios gubernamentales, periodistas, estudiantes, investigadores y bibliotecarios, como una verdad incuestionable. Sin embargo, aunque sus hallazgos sean considerados válidos y lo suficientemente novedosos por alguna de las revistas de la gran industria, y los autores paguen entre U$ 3.000 y U$ 5.000 dólares en calidad de article processing charge (APC) para la edición y publicación de sus trabajos, no recibirán la atención de los flashes, porque no pertenecen a la gran maquinaria industrial. Es muy recomendable la nota del doctor Randy Schekman, Premio Nobel en Medicina, en la que revela el devastador efecto que provocan en la ciencia las prácticas de revistas como Nature, Cell o Science. No se trata solo del glamour: los grandes intereses económicos detrás de esos flashes y micrófonos responden a la misma maquinaria que necesita retroalimentarse para seguir funcionando.
 En el otro extremo del espectro, desde otras áreas de conocimiento consideran que las bases de datos internacionales condicionan y limitan lo que se publica. Como si las revistas, solo por atravesar la alfombra roja no pudieran publicar estudios que muestren, por ejemplo, los daños que producen los agroquímicos o mantener una línea editorial crítica respecto de prácticas nocivas de las industrias. Y esto es confundir el modelo de financiamiento con la distribución. Si el modelo de financiamiento de una revista depende del sector industrial, es muy probable que no publique determinados estudios, y, si lo hace, es factible que engrosen la lista de artículos “retractados”. En cambio, si la revista no depende de las industrias, es más probable que los parámetros científicos predominen por sobre los intereses económicos. Pero la distribución responde a otra lógica.
Desde hace más de un siglo que el contenido publicado por las revistas científicas se distribuye a través de “índices de resúmenes”. Lo que en un inicio eran catálogos o index impresos, hoy son grandes bases de datos con más de 60 millones de registros. Si bien las revistas no pagan para ser distribuidas, un alto porcentaje de los países del planeta abonan grandes sumas de dinero para que los investigadores puedan acceder a ese contenido. Por lo tanto, el negocio de las bases de datos es alcanzar récords de taquilla, no definir el guion de lo que distribuyen. De hecho, no hay personas leyendo el contenido, sino autómatas que leen metadatos y los procesan a gran velocidad dentro de complejos sistemas de información. Por eso hoy, para transitar por la alfombra roja, no alcanza con que una revista sea científicamente consistente para los humanos: necesita que su contenido pueda ser leído por máquinas.

 ¿Es posible analizar la industria editorial científica con parámetros de la industria cinematográfica? Muchos podrán considerarlo una herejía, bajo el presupuesto de que estamos hablando de ciencia y, por lo tanto, deberíamos regirnos por las reglas de juego del campo científico. Sin embargo, no estamos hablando de ciencia sino del monopolio de su distribución, en el que participan compañías como Thomson Reuters, una de las mayores concentradoras y distribuidoras de información no solo científica sino financiera a nivel mundial, que en 2016 obtuvo ingresos por 11.166 millones de dólares; o RELX Group (anteriormente denominada Reed Elsevier), que engloba una serie de marcas asociadas como Elsevier, Scopus, ScienceDirect, LexisNexis-Risk Solutions, BankersAccuity, entre otras, que reportó un volumen de ingresos en 2016 de 8.412 millones de euros. Para los grupos accionarios de estas compañías, la ciencia forma parte de un negocio altamente rentable. Su objetivo no sería mejorar las condiciones de vida de la humanidad, ni el “progreso” de la ciencia, sino aumentar su producción y su rentabilidad anual y, por lo tanto, deberían ser analizadas dentro de la lógica productiva del sector industrial y no del campo científico. Tal como ironiza George Monbiot, columnista de The Guardian: “Las editoriales científicas hacen que Murdoch parezca socialista”.
 Pero más allá de los intereses en juego, la industria editorial, a diferencia de la cinematográfica, debe disputar la legitimidad de un capital simbólico como es la “calidad científica” y, por lo tanto, debe ocultar cualquier vinculación con intereses económicos: es necesario que las ganancias se visualicen como logros de la ciencia y no como mera acumulación de capital, lo cual requiere un tipo de enunciación, una construcción discursiva que acompañe.
 Como en Argentina y en muchos otros países de América Latina, las prácticas abusivas de la industria editorial no son un tema problematizado, se desconoce, por ejemplo, que más de 16.000 investigadores a nivel mundial han firmado públicamente el boycot a la compañía Elsevier iniciado por un grupo de matemáticos de Cambridge, del MIT, de Chicago, de California, de París 7, entre otras tantas universidades, y que periódicos como The Guardian, El País, Le Monde, The Washington Post, The New York Times, suelen ser eco de posiciones muy críticas respecto de la gran industria editorial científica. Es como si muchos investigadores de Latinoamérica siguieran aplaudiendo una obra que ya no está en cartel: siguen considerando que publicar en revistas de Elsevier es el mayor logro al que puedan aspirar, aunque sus prácticas abusivas hayan sido denunciadas por la propia comunidad académica internacional.
 Pero la mercantilización de la ciencia no es el único modelo posible. En los últimos años del siglo XX surge un movimiento internacional que propone nuevas maneras de entender la comunicación científica; cuestiona el concepto de “propiedad” de la ciencia y, por lo tanto, su forma de comercialización; entiende que los conocimientos financiados con recursos públicos deben estar disponibles para la sociedad que financia las investigaciones. Esto coloca en el centro de la discusión la desigualdad en el acceso a la información científica, en clara oposición al modelo cerrado de distribución consolidado por el sector industrializado. Así nace el movimiento de “acceso abierto”, que instala la discusión política al interior de un campo científico que se presenta a sí mismo como un escenario neutral, despojado de intereses y conflictos de poder. En este sentido, es interesante recuperar a Chantal Mouffe, quien plantea que la negación de esos intereses y de la conflictividad propia de las relaciones sociales coloca a la política en un terreno neutral en el que no se cuestiona la hegemonía dominante.
Los principios del acceso abierto tienen la potencialidad de restituir esa conflictividad, de revertir las asimetrías, ampliar los límites y apostar a otra “geografía de la ciencia” como menciona Jean Claude Guédon. Pero este movimiento entendió que para cambiar de manera radical el escenario, no se trataba solo de enfrentar desde lo discursivo al poder económico: había que desarrollar sistemas integrados, protocolos de distribución electrónica, programas de código abierto, licencias de uso de los contenidos, es decir, todo un andamiaje que le permitiera al sector no industrializado mejorar sus estándares de gestión, publicación y distribución de contenidos para cobrar mayor visibilidad. De la mano de la cultura del software libre, las licencias Creative Commons y el proyecto Public Knowledge Project (PKP) que impulsaron Richard Stallman, Jimmy Wales, Aaron Swartz, Lawrence Lessig, John Willinsky, Brian Owen, Juan Pablo Alperin entre tantos otros, se crearon las condiciones para que las revistas científicas latinoamericanas tuvieran acceso a estándares tecnológicos internacionales.
 Pero la realidad es que, si bien estamos ante una situación privilegiada al contar con la posibilidad de acceder a poderosos recursos tecnológicos, paradójicamente, la capacidad de apropiación de la tecnología disponible es muy baja, dado que requiere del aprendizaje de nuevos lenguajes: ya no solo es necesario editar el texto que leen los humanos sino que además es necesario comprender y editar el lenguaje destinado a las máquinas, encargadas de automatizar diversos procesos, entre ellos, la distribución de contenidos científicos. Si bien este nuevo interlocutor permite la integración de los contenidos a sistemas globales de información, por su propia complejidad, nos enfrenta de nuevo a un potencial aumento de las asimetrías, y eleva la brecha entre las revistas industrializadas y las que se editan por fuera de la industria. Y esta brecha no es solo tecnológica.
 El cine argentino logró crecer y consolidarse gracias a la existencia de un fondo de fomento que hoy está en peligro. En el caso del sector editorial científico, el financiamiento estatal para pagar costos de publicación va a parar, en su gran mayoría, a la gran industria editorial internacional. Es como si el Estado argentino se dedicara a financiar el cine de Hollywood, en vez de impulsar la industria local, lo cual sería un absurdo, pero es lo que ocurre hoy en el campo editorial científico. Y esto se debe, además, a la baja inversión en investigación y desarrollo tanto estatal como privada, lo que desfinancia aún más la etapa final del proceso de publicación y distribución de resultados y no permite el surgimiento de un sector editorial especializado.
Los procesos editoriales en soporte electrónico cambiaron radicalmente en los últimos cinco años. La integración de sistemas antes desarticulados generó estándares más complejos que aumentaron los costos de edición. Para editar revistas que respondan a las necesidades de todas las áreas de conocimiento es necesario invertir en esquemas innovadores de producción, en nuevas formas de visualización y distribución de contenidos, para lo cual es indispensable la integración de conocimientos informático-editoriales.
 Sin embargo, entendemos que para pensar de forma crítica el campo editorial científico no podemos asumir que solo con la incorporación de avances tecnológicos o con la promulgación de leyes podremos modificar prácticas instaladas culturalmente. La ciencia es una práctica humana y, por lo tanto, social, cuya agenda debe ser pensada en esos términos. Por eso proponemos la noción de “práctica editorial contextualizada” para discutir en términos políticos las formas de crear y socializar los conocimientos científicos y dejar de reproducir enunciados que se instalan y se repiten sin cuestionamientos. Como menciona Oswald Ducrot: “nuestras palabras son en gran parte la simple reproducción de discursos ya escuchados o leídos”. Pero reproducir discursos acríticamente es vaciar de sentido nuestro relato.

La realidad es que el mundo no necesita más revistas científicas industrializadas, sino modelos productivos alternativos, más equitativos, igualitarios y colaborativos, que revaloricen nuestras formas de hacer ciencia. Y para integrar esos contenidos al mundo necesitamos implementar nuevos estándares tecnológicos que potencien la distribución y el ingreso a los sistemas internacionales de evaluación de la producción académica.
 La pregunta que deberíamos intentar responder es ¿cómo entrar en diálogo con la ciencia internacional sin perder identidad? El mundo necesita que se abran nuevos espacios para que dialoguen otras voces y no seguir concentrando un relato único que reproduzca los intereses de sectores altamente concentrados.


Las revistas científicas, al igual que cualquier otro medio de comunicación, pueden responder a modelos más igualitarios, contextualizados, plurales e inclusivos de producir, publicar y distribuir conocimientos científicos.

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