Viviana Martinovich
“Las editoriales científicas
hacen que Murdoch parezca socialista” ironizaba hace poco un artículo de The
Guardian. Es que muchas revistas dependen de las industrias: así, no predominan
los parámetros científicos sino los intereses económicos. En América Latina,
las prácticas abusivas de las editoriales no son problematizadas: se desconoce,
por ejemplo, que miles de investigadores a nivel mundial –desde el MIT a
Cambridge junto a medios como The New York Times- firmaron un boicot contra la
compañía Elsevier. En cambio, está instalado que la única opción para validar
hallazgos es publicar en revistas "famosas" como Nature, dice la
especialista Viviana Martinovich. ¿Cómo circula en verdad el conocimiento
científico?
En América Latina se editan más de 17.000 revistas científicas y
técnicas, pero solo 750 lograron ingresar a las bases de datos internacionales
por las que circulan revistas como Nature o Science, editadas por la gran
industria editorial. Si hiciéramos una analogía con los premios Óscar,
podríamos decir que hay un grupo de revistas latinoamericanas que, por mérito
propio, año tras año transitan por la tan renombrada alfombra roja, pero no
pertenecen a Warner, Fox, Universal o Paramount. Imaginemos por un momento
dónde se concentraría la atención de la prensa internacional, incluso la de los
enviados especiales de los países latinoamericanos, ¿en quienes participan de
las películas más taquilleras del planeta o en quienes integran los proyectos
realizados por fuera de la industria y, por si esto fuera poco, generados en
países “tercermundistas”?.
En Argentina, desde ciertas áreas de
conocimiento consideran que la única opción para validar sus hallazgos y entrar
en diálogo con la ciencia internacional es acceder a la alfombra roja pero como
figuras de Warner o de Fox, es decir, publicando en revistas como Nature o
Cell. Y este argumento ya está tan instalado, que es ponderado por funcionarios
gubernamentales, periodistas, estudiantes, investigadores y bibliotecarios,
como una verdad incuestionable. Sin embargo, aunque sus hallazgos sean
considerados válidos y lo suficientemente novedosos por alguna de las revistas
de la gran industria, y los autores paguen entre U$ 3.000 y U$ 5.000 dólares en
calidad de article processing charge (APC) para la edición y publicación de sus
trabajos, no recibirán la atención de
los flashes, porque no pertenecen a la gran maquinaria industrial. Es muy
recomendable la nota del doctor Randy Schekman, Premio Nobel en Medicina, en la
que revela el devastador efecto que
provocan en la ciencia las prácticas de revistas como Nature, Cell o Science.
No se trata solo del glamour: los grandes intereses económicos detrás de esos
flashes y micrófonos responden a la misma maquinaria que necesita
retroalimentarse para seguir funcionando.
En el otro extremo del espectro, desde otras áreas de conocimiento
consideran que las bases de datos internacionales condicionan y limitan lo que
se publica. Como si las revistas, solo por atravesar la alfombra roja no
pudieran publicar estudios que muestren, por ejemplo, los daños que producen
los agroquímicos o mantener una línea editorial crítica respecto de prácticas
nocivas de las industrias. Y esto es confundir el modelo de financiamiento con
la distribución. Si el modelo de financiamiento de una revista depende del
sector industrial, es muy probable que no publique determinados estudios, y, si
lo hace, es factible que engrosen la lista de artículos “retractados”. En
cambio, si la revista no depende de las industrias, es más probable que los
parámetros científicos predominen por sobre los intereses económicos. Pero la
distribución responde a otra lógica.
Desde hace más de un siglo que el contenido publicado por las revistas
científicas se distribuye a través de “índices de resúmenes”. Lo que en un
inicio eran catálogos o index impresos, hoy son grandes bases de datos con más
de 60 millones de registros. Si bien las
revistas no pagan para ser distribuidas, un alto porcentaje de los países del
planeta abonan grandes sumas de dinero para que los investigadores puedan
acceder a ese contenido. Por lo tanto, el negocio de las bases de datos es
alcanzar récords de taquilla, no definir el guion de lo que distribuyen. De
hecho, no hay personas leyendo el contenido, sino autómatas que leen metadatos
y los procesan a gran velocidad dentro de complejos sistemas de información.
Por eso hoy, para transitar por la alfombra roja, no alcanza con que una
revista sea científicamente consistente para los humanos: necesita que su
contenido pueda ser leído por máquinas.
¿Es posible analizar la industria editorial
científica con parámetros de la industria cinematográfica? Muchos podrán
considerarlo una herejía, bajo el presupuesto de que estamos hablando de
ciencia y, por lo tanto, deberíamos regirnos por las reglas de juego del campo
científico. Sin embargo, no estamos
hablando de ciencia sino del monopolio de su distribución, en el que participan
compañías como Thomson Reuters, una de las mayores concentradoras y
distribuidoras de información no solo científica sino financiera a nivel
mundial, que en 2016 obtuvo ingresos por 11.166 millones de dólares; o RELX
Group (anteriormente denominada Reed Elsevier), que engloba una serie de marcas
asociadas como Elsevier, Scopus, ScienceDirect, LexisNexis-Risk Solutions,
BankersAccuity, entre otras, que reportó un volumen de ingresos en 2016 de
8.412 millones de euros. Para los grupos accionarios de estas compañías, la
ciencia forma parte de un negocio altamente rentable. Su objetivo no sería
mejorar las condiciones de vida de la humanidad, ni el “progreso” de la
ciencia, sino aumentar su producción y su rentabilidad anual y, por lo tanto,
deberían ser analizadas dentro de la lógica productiva del sector industrial y no
del campo científico. Tal como ironiza George Monbiot, columnista de The
Guardian: “Las editoriales científicas hacen que Murdoch parezca socialista”.
Pero más allá de los intereses en juego, la
industria editorial, a diferencia de la cinematográfica, debe disputar la
legitimidad de un capital simbólico como es la “calidad científica” y, por lo
tanto, debe ocultar cualquier vinculación con intereses económicos: es necesario que las ganancias se
visualicen como logros de la ciencia y no como mera acumulación de capital,
lo cual requiere un tipo de enunciación, una construcción discursiva que
acompañe.
Como en Argentina y en muchos otros países de
América Latina, las prácticas abusivas de la industria editorial no son un tema
problematizado, se desconoce, por ejemplo, que
más de 16.000 investigadores a nivel mundial han firmado públicamente el boycot
a la compañía Elsevier iniciado por un grupo de matemáticos de Cambridge,
del MIT, de Chicago, de California, de París 7, entre otras tantas
universidades, y que periódicos como The Guardian, El País, Le Monde, The
Washington Post, The New York Times, suelen ser eco de posiciones muy críticas
respecto de la gran industria editorial científica. Es como si muchos
investigadores de Latinoamérica siguieran aplaudiendo una obra que ya no está
en cartel: siguen considerando que publicar en revistas de Elsevier es el mayor
logro al que puedan aspirar, aunque sus prácticas abusivas hayan sido
denunciadas por la propia comunidad académica internacional.
Pero la mercantilización de la
ciencia no es el único modelo posible. En los últimos años del siglo XX
surge un movimiento internacional que propone nuevas maneras de entender la
comunicación científica; cuestiona el concepto de “propiedad” de la ciencia y,
por lo tanto, su forma de comercialización; entiende que los conocimientos
financiados con recursos públicos deben estar disponibles para la sociedad que
financia las investigaciones. Esto coloca en el centro de la discusión la
desigualdad en el acceso a la información científica, en clara oposición al
modelo cerrado de distribución consolidado por el sector industrializado. Así
nace el movimiento de “acceso abierto”,
que instala la discusión política al interior de un campo científico que se
presenta a sí mismo como un escenario neutral, despojado de intereses y
conflictos de poder. En este sentido, es interesante recuperar a Chantal
Mouffe, quien plantea que la negación de esos intereses y de la conflictividad
propia de las relaciones sociales coloca a la política en un terreno neutral en
el que no se cuestiona la hegemonía dominante.
Los principios del acceso
abierto tienen la potencialidad de restituir esa conflictividad, de revertir
las asimetrías, ampliar los límites y apostar a otra “geografía de la ciencia”
como menciona Jean Claude Guédon. Pero este movimiento entendió que para
cambiar de manera radical el escenario, no se trataba solo de enfrentar desde
lo discursivo al poder económico: había que desarrollar sistemas integrados,
protocolos de distribución electrónica, programas de código abierto, licencias
de uso de los contenidos, es decir, todo un andamiaje que le permitiera al
sector no industrializado mejorar sus estándares de gestión, publicación y
distribución de contenidos para cobrar mayor visibilidad. De la mano de la cultura del software libre, las licencias Creative
Commons y el proyecto Public Knowledge Project (PKP) que impulsaron Richard
Stallman, Jimmy Wales, Aaron Swartz, Lawrence Lessig, John Willinsky, Brian
Owen, Juan Pablo Alperin entre tantos otros, se crearon las condiciones para
que las revistas científicas latinoamericanas tuvieran acceso a estándares
tecnológicos internacionales.
Pero la realidad es que, si bien estamos ante
una situación privilegiada al contar con la posibilidad de acceder a poderosos
recursos tecnológicos, paradójicamente, la capacidad de apropiación de la
tecnología disponible es muy baja, dado que requiere del aprendizaje de nuevos
lenguajes: ya no solo es necesario editar el texto que leen los humanos sino
que además es necesario comprender y editar el lenguaje destinado a las
máquinas, encargadas de automatizar diversos procesos, entre ellos, la
distribución de contenidos científicos. Si bien este nuevo interlocutor permite
la integración de los contenidos a sistemas globales de información, por su
propia complejidad, nos enfrenta de nuevo a un potencial aumento de las
asimetrías, y eleva la brecha entre las revistas industrializadas y las que se
editan por fuera de la industria. Y esta brecha no es solo tecnológica.
El cine
argentino logró crecer y consolidarse gracias a la existencia de un fondo de
fomento que hoy está en peligro. En el caso del sector editorial científico, el
financiamiento estatal para pagar costos de publicación va a parar, en su gran
mayoría, a la gran industria editorial internacional. Es como si el Estado
argentino se dedicara a financiar el cine de Hollywood, en vez de impulsar la
industria local, lo cual sería un absurdo, pero es lo que ocurre hoy en el
campo editorial científico. Y esto se debe, además, a la baja inversión en
investigación y desarrollo tanto estatal como privada, lo que desfinancia aún
más la etapa final del proceso de publicación y distribución de resultados y no
permite el surgimiento de un sector editorial especializado.
Los procesos editoriales en
soporte electrónico cambiaron radicalmente en los últimos cinco años. La
integración de sistemas antes desarticulados generó estándares más complejos
que aumentaron los costos de edición. Para editar revistas que respondan a las
necesidades de todas las áreas de conocimiento es necesario invertir en
esquemas innovadores de producción, en nuevas formas de visualización y
distribución de contenidos, para lo cual es indispensable la integración de
conocimientos informático-editoriales.
Sin embargo, entendemos que para pensar de
forma crítica el campo editorial científico no podemos asumir que solo con la
incorporación de avances tecnológicos o con la promulgación de leyes podremos
modificar prácticas instaladas culturalmente. La ciencia es una práctica humana
y, por lo tanto, social, cuya agenda debe ser pensada en esos términos. Por eso proponemos la noción de “práctica
editorial contextualizada” para discutir en términos políticos las formas de
crear y socializar los conocimientos científicos y dejar de reproducir
enunciados que se instalan y se repiten sin cuestionamientos. Como menciona
Oswald Ducrot: “nuestras palabras son en gran parte la simple reproducción de
discursos ya escuchados o leídos”. Pero reproducir discursos acríticamente es
vaciar de sentido nuestro relato.
La realidad es que el mundo no necesita más revistas científicas
industrializadas, sino modelos productivos alternativos, más equitativos,
igualitarios y colaborativos, que revaloricen nuestras formas de hacer ciencia.
Y para integrar esos contenidos al mundo necesitamos implementar nuevos
estándares tecnológicos que potencien la distribución y el ingreso a los
sistemas internacionales de evaluación de la producción académica.
La pregunta que deberíamos intentar
responder es ¿cómo entrar en diálogo con la ciencia internacional sin perder
identidad? El mundo necesita que se abran nuevos espacios para que
dialoguen otras voces y no seguir concentrando un relato único que reproduzca
los intereses de sectores altamente concentrados.
Las revistas científicas, al
igual que cualquier otro medio de comunicación, pueden responder a modelos más
igualitarios, contextualizados, plurales e inclusivos de producir, publicar y
distribuir conocimientos científicos.