Leonardo Cajal, octubre 2017
Hoy se cumplen 50 años de la
muerte de Ernesto “Che” Guevara, en La Higuera, Bolivia, un aniversario más
pero distinto porque en esta segunda década del siglo XXI su imagen pareciera
cobrar mayor dimensión, mayor protagonismo, replicándose por doquier, en remeras,
tatuajes, banderas que flamean en manifestaciones, tribunas de futbol,
recitales de rock, universidades y plazas de barrios.
Pero ¿Qué es lo que vuelve tan
actual al Che? ¿Qué verdad revelada e indiscutible gira en derredor a su nombre
y su figura? ¿Qué lo transforma en un ícono inquebrantable, en ese presente
continuo de los momentos decisivos de lo revolucionario, enfrentando tiranías,
oligarquías y siempre al frente de cualquier manifestación antiimperialista? No
creo que exista una única respuesta, pero estoy seguro que supera a la figura
de Guevara. Por supuesto que él fue todo eso, pero sobre todo después de su
muerte fue mucho más, dando origen a un proceso de significación potenciada por
elementos exógenos a su figura que no teme confundirse con cualquier otro
relato mítico.
Fue a partir de su muerte que
Guevara traspasó los límites por él mismo alcanzados y renació de múltiples y
disimiles maneras, en distintos escenarios que van desde una calle en una
protesta en Bélgica, hasta el rostro de un billete, pasando por el paquete
revolucionario “all inclusive” de una agencia de turismo.
Es cierto que hubo aspectos
particulares que potenciaron la trayectoria del “Che”, que no se caracterizó
por grandes logros en el campo de batalla, muy por el contario; pero que
hicieron de sus cuestiones personales las conquistas más difíciles de alcanzar.
Su lucha contra el asma, su compromiso con los enfermos, su relación con Fidel,
la Revolución Cubana, el Congo de Patrice Lumumba y su muerte en Bolivia,
cobraron sentido en un contexto político mundial donde los viejos imperialismos
parecieron entrar en crisis, donde el mayo francés corría a un viejo de Gaulle
y daba lugar a la “imaginación al poder”. Es así que un Guevara icónico, con un aspecto más próximo a Cristo que al de un
guerrero libertario, entró en el inconsciente colectivo de un mundo
convulsionado y en crisis. Salvando las distancias es innegable cierta
semejanza en la liturgia final de Guevara con Cristo, su aspecto, su delgadez,
la traición como elemento desencadenante en ambos y la soledad del cuerpo
exhibido por el imperio como trofeo.
Así el Che, una vez muerto, se transformó en el icono de la Revolución
para los hijos de una clase media universitaria que habían negado a los
procesos nacionales de liberación. Y acá entramos en una contradicción que
llevó al mismo Guevara a la muerte, la incomprensión de los procesos locales de
liberación. Porque más allá que Hispanoamérica comparte una misma realidad
semicolonial y en algunos casos comparte misma dependencia, los tiempos de la
revolución son distintos. Y es así como al tratar de transportar la experiencia
cubana al África o a Bolivia incurrió un grave error, no porque no fuera
necesaria la ayuda externa, sino porque no se respetaron las formas en que esas
revoluciones debieron continuarse, no hay que olvidar que al igual que el fuego
las revoluciones populares nacen y crecen desde el interior mismo, donde las
brasas comienzan a arder. Ya Nasser y
Perón lo habían prevenido. El primero adelantándole el fracaso de tamaña
empresa conducida por un blanco en el corazón del África negra y el segundo
anunciándole que no debía viajar a Bolivia sin antes conocer el aymara.
Desde ya que considero un
error atribuir el fracaso militar del Che a su espíritu de lucha romántica, a
su altruismo libertario o a cualquier otro tipo de pulsión revolucionaria, creo
que simplemente Guevara hizo una
equivocada lectura del escenario sociopolítico de los destinos elegidos, sea el
Congo o Bolivia, en donde en este último no reparó en que el MNR 15 años
antes había iniciado un proceso revolucionario boliviano. Lo mismo para la Argentina, la revolución jamás vendrá de la mano de un
movimiento marxista, leninista, no por desmerecer las ideas, sino porque el
proceso revolucionario de liberación nacional lo encarnó Juan Domingo Perón en
1945. Y a los hechos me remito; mientras Perón estaba exiliado e
imposibilitado de entrar al país y su nombre como todo aquello que hiciese
referencia a su figura fue prohibido por el decreto ley 4161, Ernesto “Che” Guevara se entrevistaba con
el entonces presidente argentino Arturo Frondizi en la Quinta de Olivos, y
un par de años antes, recién triunfada la Revolución Cubana, Fidel Castro hacia
lo mismo alojado en el Alvear Palace Hotel, mientras era recibido como héroe
por las vecinas del coqueto barrio de Recoleta. Esto no le quita méritos ni a
Fidel ni al Che Guevara, ilustres y valiosos personajes de la Patria Grande y
mucho menos a la Revolución cubana, sino que tanto uno como el otro jamás
representaron la chispa que encendiera la revolución en Argentina, pueden ser
tomados elementos enriquecedores al proceso de liberación nacional pero no como
elementos superadores e iniciadores de la Revolución.
Hoy en día, se aprecia una
corriente de fuerte sustento universitario heredera de aquellos hijos de la
clase media que entraron a la revolución desde los márgenes de las páginas de
los libros. Esta corriente, desde mi punto de vista, nada tiene que ver con
Guevara, porque conjuga la teorización abstracta de los hechos pasados con la
negación misma del suelo que pisan, y más allá de autoconsiderarse vanguardia
revolucionaria son el nuevo componente retardatario, el mascarón de proa mejor
ingenierizado del imperio masificado a través del mercado y los medios de
comunicación.