Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
“Hay tres clases de seres humanos:
los vivos, los muertos y los que se hacen a la mar”
ANACARSIS (s.VI a.C)
Apenas fue descubierta América, comenzó la recreación hispánica en el
Nuevo Mundo: Ninguna potencia estaba tan capacitada como España para esa empresa civilizadora pues había alcanzado la mayor
estatura política de la modernidad, con la unidad nacional, la expulsión de los
moros invasores y el desarrollo del proceso cultural que impulsaban sus
científicos, comerciantes y navegantes.. España llegaba, pues, en su apogeo
nacional y con la ocupación del territorio americano, y se proyectaba en una
dimensión evangelizadora, cultural, política y económica.
En el Nuevo Mundo encontró
civilizaciones y culturas que, no obstante su valor relativo en ciencias, artes
y organización social, eran incapaces de afrontar la superioridad de España. La
falta de una conciencia de su condición histórica y geográfica, el fanatismo
religiosos que inferiorizaba la condición humana y el primitivismo cultural que
reducía la capacidad expresiva y de comunicación, impidieron la trascendencia
del mundo precolombino.
Pero su realidad étnica y social se fundió con la civilización
hispánica para producir un “nuevo género humano” – como dirá Bolívar – en
ese mestizaje que definirá su originalidad con la recreación, en términos
americanos, de la religión católica, la lengua castellana y la organización
institucional hispánica.
Durante más de tres siglos se
desarrolló en el Nuevo Mundo una civilización que prolongaba los valores
clásicos y cristianos, protagonizados por España con una personalidad propia y
que se ensanchaban en América con características tan originales y fecundas
como las hispánicas.
Desde el Océano Pacífico y las
costas de la América del Norte hasta las heladas lejanías del Sur, desde el Mar
Caribe hasta la Cordillera de los Andes, crecieron pueblos y culturas que, no
obstante su heterogeneidad, llevaban un sello de unidad racial y cultural capaz
de integrar las notas más diversas de su humanidad.
Esa civilización se debe ponderar en varios planos. En primer lugar,
los ahora denominados “originarios” ( que no lo eran de América sino de las
estepas siberianas) se beneficiaron de la igualdad con que España asimiló,
durante siglos, a judíos moros y cristianos en un mestizaje racial que es
nuestro origen común y que si fusionó, primero, a los aborígenes y los
españoles, sumó luego los pueblos más diversos: negros, judíos, árabes,
japoneses, italianos, franceses, alemanes y anglosajones y a los que ahora se
suman los provenientes de Lejano
Oriente. Toda Iberoamérica comparte esa mezcla, cuyos componentes varían según
las regiones y los momentos históricos, sin que se altere la convivencia
étnica, hazaña social y cultural que nos singulariza y que se proyecta hoy como
una virtualidad ejemplar.
Los pueblos americanos fueron evangelizados por una religión cuyo
ecumenismo superó prejuicios e impregnó desde las formas elementales de la vida
cotidiana hasta la organización cultural. La sabiduría de la Iglesia
contribuyó, además, a preservar los rasgos más valiosos del mundo aborigen pues
bautizó símbolos y costumbres, integrándolas en la variedad de la liturgia
católica. Sin duda fueron arrasados ritos sangrientos y prácticas viciosas pero
gracias a que se evangelizó en las lenguas de los infieles, las crónicas,
gramáticas vocabularios permitieron el
rescate de una tradición oral que, de otro modo, se hubiera perdido para
siempre, a diferencia del legado de signos, piedras y monumentos que se
conservó, incorporado a la civilización hispánica, con valores estéticos que
con orgullo podemos considerar propios.
La otra singularidad que une a nuestros pueblos, es la lengua
castellana, que llegó a América cuando comenzaba su florecimiento expresivo
y artístico y que se impuso por su universalidad frente a los rudimentarios
sistemas idiomáticos precolombinos, confinados a la oralidad por la carencia de
una escritura alfabética, limitados por el primitivismo de sus contenidos
intelectuales y por la ignorancia en que unas culturas se encontraban respecto
de las otras, sin más relación que las guerras y el dominio tiránico.
Mediante la lengua castellana,
nos liberamos de aquella ignorancia y por encima de cualquier diversidad nos en
lazamos en el cono cimiento y la expresión, fundamos nuestra existencia
cultural y alcanzamos la verdadera unidad americana: El castellano en América también comportó un mestizaje, por cuanto sin
alterar la estructura esencial de la lengua, integramos términos, sonidos y
matices autóctonos que enriquecieron nuestra vinculación con España, cuya
tradición de pensamiento y belleza, de valores supremos en a épica, la mística
y la lírica, asumimos como propia. Gracias a la lengua castellana que nos
cristianizaba e hispanizaba, proyectamos la personalidad americana a una
dimensión universal, sin mengua de la propiedad de nuestra voz.
Por último, nos singularizó la organización política e institucional,
que engarzaba la fundación de la sociedad iberoamericana en el orden jurídico
del Estado de derecho más avanzado del mundo moderno. Hacia América se
extendió un tejido de leyes que aseguraban los derechos de los súbditos del
Imperio, acogidos al monumento jurídico que fueron las Leyes de Indias, con
cuya guía se ordenó la nueva sociedad. Heredamos esa tradición y la
continuamos, sin que la organización de los nuevos tiempos históricos
significara la renuncia de aquel pasado que está en la base de nuestra
personalidad institucional.
El mestizaje racial, la religión católica, la lengua castellana y la
tradición política, constituyen, pues, los factores de unidad de Iberoamérica:
pero tienen una condición: son esenciales, es decir, que no pueden
desaparecer con los tiempos, pues están intrínsecamente unidos a los que es la
personalidad de nuestros pueblos. El carácter
mestizo de la constitución étnica persiste, al igual que la fe religiosa;
seguimos hablando en castellano – o en la lengua hermana de Portugal – y la
tradición política y jurídica, todavía se conserva, aún con los cambios y
modificaciones más extremas.
Hay otros factores que separan
a nuestros pueblos, como son las diferencias geográficas, los intereses
económicos, algunos rasgos de la psicología socias y, sobre todo, los diversos
grados del desarrollo cultural e institucional. Pero son sólo factores
accidentales, porque están en permanente cambio y sus caracteres actuales
posiblemente serán diferentes en el futuro. Las inmigraciones pueden alterar
los matices de las fusiones étnicas, los desarrollos del urbanismo y los cambios económicos y tecnológicos, lo
mismo que el progreso político perfeccionarán la índole de muchos países iberoamericanos.
Pero estas modificaciones, por más importantes que fueran, son accidentales y
no anulan aquellos rasgos que denominamos sustanciales. Podemos ignorarlos,
renegar de ellos y hasta repudiarlos, descalificando sus valores, pero jamás
podremos anular su realidad, ya que se refieren a la esencia de nuestras
sociedades.
Esas características definen
rotundamente la identidad iberoamericana, esa fisonomía que viene desde
nuestros orígenes históricos y que no
plantea dudas ni interrogantes angustiosos, porque la hemos reconocido siempre
a través de “estos cuatro siglos que en ella hemos servido”, como dijo para
siempre nuestro Leopoldo Lugones.
Cabe, sin embargo, preguntarse por el futuro de esta
personalidad iberoamericana, que con el dinamismo propio de toda sociedad
humana, afronta un proceso de desarrollo y cambio. Más aún, valorada
nuestra singularidad desde su perspectiva histórica, es urgente inquirir sobre
cuál será su destino previsible en un mundo donde no basta la singularidad o la
diferencia, es en ese marco de universalidad donde Iberoamérica tendrá que
significarse por una contribución que, además de singular y original, deberá
ostentar valores superiores.
En primer lugar, quiero llamar
la atención sobre un tema que visto desde Buenos Aires – donde cuesta reconocer
esa Hispanoamérica que, como decía Enrique Zuleta Álvarez citando a Pedro
Henríquez Ureña, comienza en Córdoba… -, no es considerado en toda la
importancia que tiene: el mestizaje,
étnico y cultural. Como todo lo ocurrido en un largo período histórico, la
composición racial de Iberoamérica presenta aspectos conflictivos. La
asimilación de los naturales de la tierra a través de la evangelización, la
hispanización y la instrucción, que son requisitos ineludibles del progreso
está incompleta y hay millones de indígenas marginados. Aún hoy, en la
Argentina, se discute el desalojo de las tierras donde habitan por no citar
otras zonas como la Amazonia donde han sido sometidos a verdaderas expediciones
punitivas. Pero este grave problema no implica que el mestizaje haya caducado,
por el contrario sigue siendo el camino de los marginados a la civilización criolla y la posibilidad de
renovación biológica de nuestras sociedades, porque la fusión étnica y cultural
sigue siendo la clave de un crecimiento pacífico, sin los conflictos
raciales de casi todas las regiones del mundo.
En América, el ciclo histórico de los Estados indígenas
concluyó con la conquista, pero no su ciclo cultural. Dice Carlos Fuentes
que “El repertorio de nuestras insuficiencias urbanas, occidentales, nos
aguarda calladamente en el mundo indígena, reserva de todo lo que hemos
olvidado y despreciado: la intensidad ritual, la sabiduría atávica, la
imaginación mítica, el cuidado de la naturaleza, la capacidad de autogobierno,
la relación con la muerte.”
En la actualidad asistimos a
cambios sociales profundos. El derrumbe del bloque soviético ha rediseñado
políticamente el mapa mundial, con problemas raciales, religiosos y culturales
que, aparentemente, habían desaparecido frente a la hegemonía de los grandes
países industriales. No han sido así y las
viejas civilizaciones son incapaces de renunciar a la “pureza étnica” y a las
guerras culturales y religiosas de las cuales la ex-Yugoslavia es su
demostración más reciente. En esas circunstancias, Iberoamérica exhibe la
solución étnica del mestizaje como un ejemplo de eficacia probada.
Es difícil conjeturar si se
puede producir un movimiento de emigración hacia Iberoamérica, como el que hubo
en el pasado y que tanto influyó en los países del Cono Sur. Al iniciarse la
década de los años 80, en el siglo XIX, la realidad social, cultural, económica
y política de la Argentina tendría una profunda transformación estructural a
causa de una importante masa de inmigrantes que, a partir de esa década y hasta
1910, tuvo un ritmo vertiginoso. El historiador José Luis Romero caracterizó a
este período como “la era aluvional”.
El impacto de la inmigración masiva – analiza el sociólogo Raúl Puigbó
– “fue de tal magnitud como para generar una crisis en la identidad nacional,
de características diferentes, pero de similar efecto, que la producida en los
inicios de la colonización española, por el proceso de mestización,
aculturación, asimilación e integración de los componentes étnicos originales –
españoles, indígenas y negros – amén de los subproductos derivados de la miscegenación
(mezcla de tres troncos raciales – en el caso americano -, mongoloide,
caucasoide y negroide), hasta conformar un biotipo estabilizado y perfectamente
adaptado al escenario físico. Este biotipo original poseía los rasgos
caracterológicos y la autoconciencia de su identidad nacional. Este proceso se
realizó – coetánea y simétricamente a la homogeneización y a la estratificación
de la sociedad rioplatense. El proceso de asimilación se desenvolvió sin
conflictos y de un modo progresivo; hasta se puede decir que fue relativamente
armónico. El blanco español se
constituyó en el núcleo fundamental, que logró imponer rasgos morfológicos al
biotipo, así como los valores culturales, la religión, las formas de
sociabilidad, las instituciones y la estructura jurídico-política.”
En cuanto al catolicismo
hispanoamericano, conserva todas las virtualidades de una religiosidad
auténtica, últimamente vigorizada de una forma espectacular e inédita por
el magisterio del Papa Francisco,
porque desde el Descubrimiento, la Iglesia interpretó el alma primitiva de los
aborígenes, los rescató del paganismo y les mostró el camino de la esperanza y
la salvación. El catolicismo ha sufrido la erosión de la cultura moderna, sobre
todo en los núcleos urbanos más conflictivos, pero superado el extravío de
algunos sectores intelectuales por la desaparición del dogmatismo marxista,
mantiene sus valores específicos robustecidos desde que hace unos pocos años el
argentino Jorge Mario Bergoglio se convirtió en Francisco, Papa universal
elegido por el Cónclave en la Capilla Sixtina. Su revolución evangélica, su adhesión radical al Evangelio que ha hecho
crecer en forma extraordinaria la cercanía de la Iglesia con la gente en la
frontera de la misericordia, con un leguaje a veces fuerte en el combate contra
la exclusión social, la desigualdad, la marginalidad en todos los niveles, el
descarte de los débiles, pobres y sufrientes, componen un mensaje incómodo que
fastidia y mueve al rencor a muchos sectores conservadores.
En cuanto a la lengua castellana, es un factor central de la unidad
hispanoamericana. Superados los temores de anarquía lingüística, las
comunicaciones y la cultura han consolidado el nivel de normalidad idiomática,
y la lenguas castellana se establece como el instrumento principal para la
educación de los pueblos, el desarrollo de sus posibilidades creativas y el
ingreso a una dimensión universal de la cultura.
Nuestros pueblos hablan y leen el mismo idioma, y a la hispanización
por medio de la lengua ha sido el pórtico a través del cual ingresamos, con
títulos análogos a los peninsulares, a la cultura hispánica y a sus valores
ideológicos y artísticos que ahora son tan nuestros como los españoles.
Gracias al castellano que
poseemos en América, son nuestros Cervantes, Fray Luis de León, Quevedo,
Galdós, Azorín, Maeztu y los Machado, y los hispanoamericanos podemos
enorgullecernos tanto de los humanistas del Barroco mexicano como de la prosa
Romántica de Sarmiento y Martí. Las dos transformaciones principales de la
lírica hispánica en el siglo XX se debieron al nicaragüense Rubén Darío y al chileno Pablo Neruda; el
humanismo literario hispánico cuenta con una personalidad mayor como la del
mexicano Alfonso Reyes y bastarían los nombre de Leopoldo Lugones, Jorge Luis
Borges y Leopoldo Marechal para caracterizar la contribución argentina a un
panorama literario que hoy resplandece en la narrativa del colombiano Gabriel
García Márquez y de los mexicanos Carlos Fuentes y Octavio Paz, como algunos de
los ejemplos de la originalidad y el valor de la siembra de la lengua
castellana en América.
Es probable que uno de los aspectos más criticados de la realidad
hispanoamericana sea el de la organización social y política. Enrique
Zuleta Álvarez lo atribuye al espíritu mimético de nuestra clase dirigente que
no logró un sistema que pusiera de acuerdo las teorías con los reclamos de paz,
justicia, progreso y libertad que comparten todos los pueblos. Hemos padecido
una inestabilidad crónica, jalonada por revoluciones y tiranías que arrojan, al
cabo del medio milenio del Descubrimiento, un balance de equilibrio muy
difícil.
Quizás no supimos continuar la tradición de realismo político que
España infundió en América y que solo declinó cuando hacia fines del siglo
XVIII, la propia Metrópoli cedió en su temple imperial. “La capacidad y el
saber de la clase política – continúa Zuleta Álvarez – no ha sabido recoger en
fórmulas estables algunos datos esenciales que vienen desde nuestro fondo
histórico: el igualitarismo republicano que debe coexistir con el
reconocimiento de la excelencia de las élites, el personalismo, que exige la
unión de la eficacia con la ética, el orgullo nacional que repugna la sumisión
y la inferioridad, en fin, esas bases reales de la sociedad iberoamericana que
debieran recogerse en sistemas políticos animados por la voluntad de vivir con
honra, de acuerdo con el derecho y la razón, sin estar sometidos a la
humillación de la fuerza y la violencia”.
Los iberoamericanos conservamos casi intacta nuestra capacidad de
idealismo y no hemos renunciado a proyectos políticos que satisfagan las
exigencias sociales auténticas. En una escala universal no somos inferiores a
ningún pueblo y no hemos cedido a la tentación de abusar del poder en aventuras
exteriores, ni justificamos las tiranías ni los odios, de modo que nuestras
debilidades y desaciertos no son peores que los de muchos que se exhiben como
faros de la libertad y el progreso.
Es imperativo respetar los dictados de la índole propia y a no
inclinarnos frente a las modas ideológicas, siempre fugaces y cambiantes.
Por ello nunca insistiremos bastante en la urgencia de aprovechar nuestra
experiencia del pasado para extraer de allí las lecciones que puedan
iluminarnos.
Desde la conmemoración del Quinto Centenario, Iberoamérica puede y debe
culminar un juicio sobre su lugar en la historia, una rendición de cuentas
donde el saldo de los fracasos no impida valorar y ponderar las contribuciones
positivas. Lejos estoy de establecer un juicio o tan siquiera una ponderación
de ese proceso, de modo que las reflexiones que expongo solo apuntan a algunos
hechos que en los últimos tiempos han cobrado una curiosa e inusitada
trascendencia.
Parto de dos ejes centrales: el primero es el reconocimiento de la obra
de España en América pues, como dije, es nuestro pasado ineludible. Negar
la presencia de España en América es negar mi presencia y la de muchos que para
esta fecha se anotan en el coro lacrimógeno
de la ópera del “genocidio”. Y el segundo es la ponderación de lo que
Iberoamérica ha desarrollado a partir de aquella tradición.
Este punto de vista responde a
la constante diatriba y esmerilado de de la obra de España en América, que ya
no responde a una vetusta y arcaica “Leyenda Negra” ya desacreditada por la
moderna crítica historiográfica, sino también a la actitud de algunos poderosos
sectores oficiales de la propia España, que han renunciado a la gloria posible
de la hispanización de América y concluye con un retorno imposible a un estado
edénico, utópico a las civilizaciones precolombinas; bastante lejanas, por
cierto, de un inexistente Paraíso perdido.
Esta campaña, cuyo origen y
características no alcanzamos a comprender, y que algún día habrá que estudiar
en una sociología de la cultura, con un análisis semántico de sus principales
argumentos, no tiene un propósito científico. Ninguna historia presentó jamás la que se ha llamado “la Leyenda
Negra”, estamos ante un panfleto propagandístico, un libelo, una crítica
que desprecia la verdad histórica, con una sentencia ideológica dictada antes
de toda consideración imparcial.
Nos enorgullecemos de nuestra
“Romanitas” y no por ello manifestamos acuerdo con los sangrientos juegos de
circo. Recordamos al Imperio romano por su obra jurídica y política y no por
sus guerras de conquista. Nadie ha juzgado con ese criterio la historia de la
humanidad, jalonada por una violencia inherente a la especie humana. Nunca se
negó que la conquista de América implicó muertes, abusos y violencias de toda
índole. En una América sembrada de
conflictos interétnicos, que solo conocía la fuerza, la imposición del nuevo
orden hispánico sin duda acarreó injusticias y crueldades, pero España nunca
las justificó y, por el contrario, ha sido la única nación en la historia,
que enjuició sus derechos y acciones y las sometió a los tribunales de la
religión, la filosofía y el derecho, para vigilar y corregir su empresa
política.
Reducir la acción ibérica a la codicia y el fanatismo no solo es una
injusticia sino un desatino y una absoluta imbecilidad, que no les interesa
rechazar a los sectores ya aludidos de la España actual, cuya falta de
solidaridad son su propia tradición no queremos calificar, pero que nos
interesa a nosotros los hispanoamericanos de hoy, porque venimos directamente
de aquellos años fundacionales y tenemos el derecho de juzgar sobre las luces y
sombras de nuestra propia historia.
España volcó sobre América
todo lo que tenía de más valioso en cultura y sociedad y junto con la religión
y la lengua, sembró el Nuevo mundo de ciudades, universidades, catedrales,
leyes, instituciones, ciencias y artes. Aborígenes y españoles pagamos por todo
ello un precio de sangre y violencia, pero quedó un legado que transformó
nuestra condición humana y desde esa perspectiva debemos juzgar esta nueva
conmemoración.
Las acusaciones absurdas de genocidios, podrían extenderse a toda la
historia humana, comenzando en Occidente
con el Viejo Testamento y aún antes sin otro resultado que una incomprensión
absoluta de la realidad. Nadie ha negado jamás las inevitables luchas entre
españoles e indígenas que dirimían la modificación del mundo, pero sería
insensato pretender que en esa época se hubiera hecho de otro modo, sobre todo
cuando el ejemplo de la ferocidad, el sectarismo cruel y la intolerancia de los
otros países europeos en sus guerras religiosas y de conquista, enaltecen, por contraste
la España que conquistó América.
Pero cuando callaron las armas, comenzó la creación del mundo criollo,
donde mestizamos sangres y culturas en esa realidad nueva que nos define.
Por eso no somos indios ni tampoco españoles, somos lo que Vasconcelos bautizó
como “Raza Cósmica” compuesta a través de España, por un torrente ibérico,
mediterráneo, griego y romano, cristiano, pero también árabe y judío y por los
” Centinelas del silencio” que habitaban
las selvas, llanuras, montañas y pampas del aquel Mundo Perdido,
profetizado por el latino Séneca. De esa mezcla estaban hechos esos antepasados
lejanos que hoy se pretende que neguemos.
La mayor injusticia que podríamos cometer con nuestros pueblos sería
proponerles volver al pasado. Los retornos no existen en la historia, pero aún
si fuera posible ¿Renunciaríamos al lugar que hemos ganado, a través de
España, en el concierto universal ¿Renegaríamos del mensaje evangélico que
predica con renovados bríos un Papa surgido en el confín austral del Nuevo
Mundo y que manifiesta a un Occidente adormecido y embriagado en los espejismos
del consumismo, para retornar a cultos bárbaros, con dioses crueles y
fatídicos, cuya desaparición permitió la esperanza y salvación de los esclavos?
¿Abandonaríamos a nuestra eufónica y melodiosa lengua castellana para volver a
desaparecidos dialectos sin escritura ni memoria, donde sólo podría recogerse
una sabiduría silvestre, confinada a los rincones de un mundo que ha
desaparecido para siempre? ¿Vaciaríamos nuestra idiosincrasia cultural criolla
cultural criolla de todo lo que tiene de hispánico, desde nuestros nombres y
apellidos hasta las formas del pensamiento y el arte, como la jota y el
flamenco, con su océano de refranes, coplas y romances que recorre Iberoamérica,
desde el corrido mexicano hasta el joropo venezolano, la guabina colombiana, la
marinera peruana, la cueca chilena, la zamba, la chacarera y al milonga
argentinas? La sola mención de estas
alternativas, terribles si no fueran pueriles, basta para comprender el absurdo
de un indigenismo tan regresivo como felizmente imposible.
La construcción de esta
Iberoamérica, frustrada y exitosa, incompleta y siempre en busca de una
perfección soñada, se basa en una obra de civilización que España emprendió en
el Nuevo Mundo con lo mejor y peor que tenía, es decir, con todo. Los que quedaron
aquí, dejaron su progenie y sus huesos, hicieron su fortuna o su desgracia,
medraron o fracasaron y los aborígenes se les fueron sumando en un lento
proceso de fusión que aún no ha concluido. Juntos hemos vivido estos cinco
siglos, que no fueron iguales como dice una lacrimógena y tendenciosa canción,
juntos hemos extendido la cultura y empujado la barbarie (en sentido
Morganiano) hasta sus últimos confines y cuando logramos nuestra Emancipación,
no lo hicimos para renegar de nuestra herencia inalienable de fe, lengua y
cultura, sino para continuarla pero con títulos propios. De ese origen venimos
los hispanoamericanos y no los peninsulares de hoy, fascinados con un
europeísmo a ultranza, y por esa razón es nuestro privilegio reivindicar esa
historia.
Incorporada al mundo
civilizado con los valores que hemos tratado de ponderar, Iberoamérica se
presenta ante la historia universal con sus grandes personalidades y la
vergüenza de sus errores, que no son peores que las de muchos poderosos de la
tierra, y aun cuando queda mucho por conquistar, solo podremos hacerlo si
conservamos nuestra originalidad, nuestra personalidad de sello hispánico,
declarando y asumiendo el nombre y el apellido con que nos presentamos ante el
mundo. No lo haremos sometiéndonos a las modas políticas y culturales o
abdicando de nuestra identidad histórica.
Dice Zuleta Álvarez: “Conservar la heredad significa adelantar en
la conquista de los ideales que resplandecen en todo lo que Iberoamérica ofrece
al mundo como su contribución más valiosa. Mucho es lo que nos queda por hacer,
dentro de nuestro propio mundo. Hay territorios por integrar, sociedades y
países que aún esperan la plenitud de su independencia y soberanía y millones
de iberoamericanos que aguardan la liberación de las tinieblas de la ignorancia
por medio de la fe y la cultura. Hay una humanidad sometida a la miseria, la
marginación y el abandono, iberoamericanos que todavía no ejercen la plenitud
de sus derechos porque no hemos logrado la organización estable de nuestras
sociedades políticas, dentro de las cuales deberá consolidarse esa convivencia
fraterna en la libertad y la justicia.”
Nos hicieron creer en un supuesto “Fin de la Historia” y en la
sepultura de los relatos y sin embargo, vemos en este principio de siglo
que todo lo que parecía muerto – religiones, regiones, memorias, lenguas,
sueños – estaba intensamente vivo, coincidiendo con todo aquello que
identificará a la modernidad, desde internet hasta un diseño industrial, desde
la fibra óptica hasta un teléfono celular.
De la forma en que coexistan
estas dos realidades, de la voluntad de ensamblarlas sin mutilaciones de ningún
tipo surgirá el perfil de nuestro continente en las próximas décadas.