Miguel Ángel Barrios y Carlos
Pissolito
09.10.2018
Para empezar: Digamos que la
forma en que las distintas culturas a lo
largo de la historia se han preparado para la guerra. Ha producido
profundas transformaciones políticas en sus sociedades. Se puede afirmar con
absoluto rigor histórico, sólo por citar un ejemplo, que la democracia que
practicaban las ciudades-estado griegas le debe más a la organización de sus
falanges que a los discursos pronunciados en sus respectivas ágoras.
No en vano el origen
etimológico más primigenio de la voz exercitus, es “asamblea”. De hecho, no
había distinción alguna entre su significado y la palabra “pueblo”. Para ser un
ciudadano, hecho y derecho, primero, había que ser soldado, por el simple y
vital hecho, de poder ser considerado como un ciudadano respetable.
Mutatis mutandis, las cosas
evolucionaron mucho hasta nuestros días. Para hacer corta una historia larga.
Sinteticemos, diciendo que la profesión militar se fue, valga la redundancia,
profesionalizando. De hecho, fue sólo fue a fines de la Edad Media y principios del Renacimiento en que este proceso de
hizo posible. Cuando el absolutismo de los reyes del siglo XVII y XVIII le puso
fin a este sistema descentralizado de los señores feudales para algo tan
delicado como la administración de la violencia. La que reclamaron, como era
lógico, para su uso exclusivo.
Con el tiempo fueron surgiendo las academias militares, las
jerarquías y el código de honor que regulaban su conducta. Todo casi como
los conocemos hoy. Pero habría que esperar la llegada del siglo XIX y esa famosa Revolución llamada francesa, con la leva en
masa. Para que el sistema se popularizara y llegara a su máxima expresión.
Finalmente, después de las dos guerras mundiales, esta
forma de reclutar y combatir cayó en desuso. Especialmente, en los países más desarrollados
de Occidente. Cansados de ver partir a sus hijos en guerra lejanas. Estas
sociedades opulentas optaron por el denominado “soldado profesional”. El que ya no se reclutaría entre las clases
enteras de conscriptos. Sino entre aquellos deseosos de hacerlo. Mayormente,
desempleados. Y a quienes no les daba el caletre o el presupuesto para
costearse alguna forma de estudio formal. También, se unieron a estos ejércitos
de necesidad, los descastados: residentes extranjeros indocumentados y los
amantes de la aventura barata, que es toda fuerza armada.