Por Gabriel E. Merino
El mundo no será el mismo después de
la pandemia que vivimos, aunque todavía no nos imaginemos todo lo que eso
implica.
La crisis desatada por el coronavirus
y la conmoción mundial que trajo aparejada puede ser analizada en al menos tres
dimensiones, más allá de sus consideraciones sanitarias o sobre el cuadro
epidemiológico en sentido estricto que, por cierto, han llevado tarde o
temprano a la mayoría de los estados a tomar la iniciativa e intentar con mayor
o menor acierto medidas de contención.
La primera dimensión es económica porque el coronavirus actuó como
catalizador, acelerando una crisis económica mundial que ya se preveía. Las
caídas en las bolsas sólo se comparan con las grandes crisis de la historia,
como la de 1929, la de 1987 o la más reciente, la de 2008, desatada cuando cayó
el Lehman Brothers, una de las mayores bancas de inversión hasta ese entonces. El inminente estancamiento global devino,
tras la pandemia, en un gran golpe recesivo: en China, el principal centro
dinámico de la economía mundial, en el primer bimestre del año la producción
industrial cayó 13,5% interanual (primera contracción desde enero de 1990) y
las ventas minoristas se desplomaron 20,5%. El coronavirus se anticipó,
entonces, a lo que muchos estimaban que iba a ser el canal del próximo
estallido económico: la burbuja de los bonos luego de años de enorme liquidez.
El descalabro de la economía y la incertidumbre que azotan al mundo, en
rigor, no hacen más que poner de relieve que la crisis económica de 2008-2010
no había sido superada en un sentido profundo, sino que se había pospuesto
artificialmente a través de una estrategia que contenía una bomba de tiempo:
hiperendeudamiento público y privado, e hiperliquidez a tasa casi 0%, o incluso
negativa en las principales potencias.
La primera dimensión es económica
porque el coronavirus actuó como catalizador, acelerando una crisis económica mundial
que ya se preveía. Las caídas en las bolsas sólo se comparan con las grandes
crisis de la historia, como la de 1929, la de 1987 o la más reciente, la de
2008, desatada cuando cayó el Lehman Brothers.
La
economía del norte global creció anémicamente en estos años a pesar de este
“respirador artificial”. Europa y Japón tienen un PBI en dólares (nominales)
inferior al de 2008, mientras que Estados Unidos es la excepción, ya que por el
momento tiene las ventajas de mantener eternamente déficits gemelos (fiscal y
comercial) y de beneficiarse de sus capacidades estratégicas imponiendo su
poder sobre aliados y adversarios (dólar, poderío militar, poder financiero,
control de flujos globales, monopolios tecnológicos y capacidades de
innovación, etc). Todo ello, aunque el costo sea justamente la ruptura del
sistema de alianzas y de las instituciones del orden mundial impulsado por el
propio Estados Unidos.
Esta etapa se corresponde con un freno
desde 2010 al proceso de “globalización”
económica, el cual, que desde los años 80 se caracterizaba por el hecho de
crecer –con cada punto de crecimiento del PBI mundial– dos puntos el comercio y
tres puntos la inversión extranjera directa. Proceso que ya no se da. Además,
el “respirador artificial” de la deuda pública y la emisión monetaria que se
puso en marcha desde la crisis formaron una nueva burbuja.
El estancamiento inevitablemente
agudiza la lucha entre capitales, las luchas económicas mediadas por los
estados centrales (por recursos naturales, mercados, monopolios tecnológicos y
financieros, etc) y los enfrentamientos geopolíticos, con la particularidad de
que el poder global después de 200 años se traslada de occidente a oriente, y
lo emergente son relaciones de producción híbridas.