Artículo escrito en colaboración con Alejandro
Olmos
Gaona.
Junto la denuncia de los Acuerdos de Madrid I y II; el Acuerdo de Nueva York; el Acuerdo conocido como pacto Foradori-Duncan y el Convenio de Comisión Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (ICCAT), el Estado Argentino debería -ya vencido- denunciar el Convenio suscripto en Londres el 11 de diciembre de 1990 con el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, para “LA PROMOCIÓN Y LA PROTECCIÓN DE INVERSIONES EN LA ARGENTINA”, sancionado el 4 de noviembre de 1992 por Ley 24.184.
Sobre todas estas cuestiones de fondo y otras que tienen que ver con una
estrategia respecto a cumplir con la Disposición Transitoria Primera de la
Constitución Nacional deberá comenzar a trabajar en forma urgente y sostenida
el Consejo Nacional de Asuntos
relativos a Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur y espacios marítimos
correspondientes recientemente creado por Ley 27.558, donde, a
poco de andar, podremos ver qué tan dispuestos y, qué alcance tienen sus
integrantes: ser, un mero cuerpo asesor no vinculante (Art. 4º de la ley) o
diseñar una Política de Estado para ejecutar «la recuperación de dichos
territorios y el ejercicio pleno de la soberanía nacional» en los
archipiélagos argentinos. El tiempo nos dirá, si como hasta ahora, la Argentina
se limitará a solicitarle al Reino Unido que se siente a negociar
soberanía. Pero sobre ello, nos referiremos en detalle en un próximo
artículo.
El 2 de febrero de 1825 las Provincias Unidas del Río de la Plata y “su
Majestad Británica” firmaban el «Tratado de Amistad, Comercio y
Navegación» y, un par de años después, en 1833, el Reino Unido de Gran
Bretaña e Irlanda del Norte (en adelante el Reino Unido) invadía las Malvinas.
El 4 de noviembre de 1992, en el marco de los Acuerdos de Madrid, se
sancionaba la Ley 24.184 por la cual se aprobaba el Convenio suscripto en Londres el 11 de diciembre de 1990 con el Reino
Unido, para “la Promoción y la Protección de Inversiones”, pese a lo
cual, la invasión por parte del Reino Unido sobre los territorios marítimos
avanzó de ocupar en 1982 unos 11.410 Km2 de territorio insular
argentino a 1,6 millones de km2 en la actualidad; un 52% de la
Zona Económica Exclusiva (en adelante ZEE) Argentina y, habiéndonos extraído
-en estos años- unas 11 millones de toneladas de recursos pesqueros por un
valor de 28 mil millones de dólares. ¿El precio de la rendición?
No pareciera que este
socio británico con el que firmamos Tratados de Paz y Amistad a
los que le promovemos y protegemos las inversiones, sea de
confiar. Más bien todo lo contrario. Mientras en la década del 90 se desguazaba
el Estado Nacional -también en algún gobierno posterior- a los británicos se
les regalaban importantes recursos naturales para dar sustento a la ocupación
de Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur, cuestión que, en lugar de
denunciar, se contribuía a su sostén y el de Malvinas con investigaciones
conjuntas pesqueras, además de facilitarles la logística en Chile, Uruguay y
Brasil.
Entre las partes salientes este Convenio con «el deseo de crear
condiciones favorables para un aumento de las inversiones» se acordaba
que no podrían modificarse las inversiones británicas realizadas antes o
después del Convenio, entre otras, en materia de «concesiones comerciales
otorgadas por ley o por contrato, incluidas las concesiones para la
prospección, cultivo, extracción o explotación de recursos naturales»;
las inversiones no recibirán un trato menos favorable que el otorgado a las
inversiones y ganancias locales (…); deberán recibir indemnizaciones en
casos de (…) emergencia nacional (…) y los pagos serán libremente
transferibles; no se los podrá nacionalizar o expropiar, salvo utilidad pública
(…); se garantizará la libre repatriación de las inversiones, ganancias y la
transferencia sin restricción de los dividendos (…); las controversias
relativas donde el tribunal supere el plazo de 18 meses sin emitir una decisión
definitiva serán sometidas a arbitraje internacional (Art. 1º, 3º a 6º, 8º).
Según el Artículo 14º el presente Convenio tendría una vigencia de diez años y
un período de doce meses posteriores a la denuncia, salvo aquellas inversiones
anteriores al período de expiración que tendrán una vigencia de 15 años a la
partir de la expiración del Convenio; de tal modo, que el Convenio en cuestión
pudo denunciarse a partir del 11 de diciembre de 2000. Este Convenio, de
dudosa constitucionalidad, pese a encontrarse vencido no se le quitó vigencia,
ya que el mismo prevé su prórroga automática hasta que sea denunciado por
alguna de las partes.
Por un lado, es llamativo que este Convenio no haya aplicado a Malvinas,
Georgias del Sur y Sándwich del Sur, ya que es sabido que no son admitidas las
inversiones argentinas en estos archipiélagos usurpados por el Reino Unido, en
especial, porque en el artículo 1º del Convenio se especifica que «el
término "territorio" significa el del Reino Unido de Gran Bretaña e
Irlanda del Norte o de la República Argentina así como también el mar
territorial y cualquier área marítima situada más allá del mar territorial del
Estado correspondiente que haya sido designada o puede ser designada en el
futuro en virtud de la legislación nacional de ese Estado conforme al derecho
internacional como un área dentro de la cual puede ejercer derechos con
respecto al suelo y subsuelo marinos y a los recursos naturales…». Lo que
indica taxativamente que el Reino Unido
no tiene claro los títulos sobre las Islas.
Los discursos políticos posteriores al 2001, denostaron las políticas
neoliberales, de las que solo tomaron una distancia verbal, ya que, pudiendo
modificar alguna de las muchas tramas legales y urdimbres procesales que tejió
una lamentable política de endeudamiento del país y de dependencia, se han
abstenido de denunciar -a pesar de que el plazo de vigencia se ha cumplido en exceso-
el Convenio para la Promoción y la Protección de Inversiones del Reino Unido.
En orden a lo expresado, es de recordar que en la década de los años ’90, y como reflejo de las
políticas inspiradas en el llamado “Consenso de Washington”, la República
suscribió decenas de Tratados de Protección como uno de los complementos
necesarios del proceso privatizador de nuestra economía, que en poco menos de
cuatro años, enajenó la casi totalidad de las empresas estatales, a las que
previamente les subvaluó fuertemente sus activos, obligando
al sector público a asumir los pasivos de las mismas como condición de su
venta. Los ingresos por las privatizaciones
fueron de aproximadamente 19.500 millones de dólares; de los cuales 14.000 en
efectivo y 5.500 en títulos de la deuda externa (aceptados por 14.000
millones a valor nominal). Los pasivos transferidos al Estado por parte de las
empresas que fueron privatizadas alcanzaron aproximadamente 20.000 millones de
dólares.
La denuncia del Convenio, por la inconveniencia al interés nacional de sus
cláusulas, no solo porque afecta a nuestra soberanía, sino porque contradice la
política activa que debiera encararse con relación a la invasión sostenida y
creciente de nuestros territorios marítimos por parte del Reino Unido.
La inversiones
amparadas en el país por este Convenio tienen asegurada la libre e irrestricta
repatriación de todos los pagos relativos a sus inversiones; la ganancia
relativa al capital invertido y los remanentes de la liquidación de dicho
capital, en divisas libremente convertibles; la posibilidad de emplear al
personal superior que deseen, sea cual fuere su nacionalidad; la inmunidad
frente a cualquier tipo de requisitos de desempeño que les puedan exigir
compromisos de exportar mercancías o especifiquen mercaderías o servicios que
puedan adquirir localmente, o recaudos similares en beneficio del país que los
receptó; convenciones que les otorgan una protección más que ventajosa y un
poder financiero que no guarda relación con el magro beneficio social y
estructural que eventualmente, pueden llegar a proporcionar.
Como si fueran pocas tales concesiones a la obsesión desmesurada del lucro,
también quedó congelada a su respecto cualquier legislación que en el país se
dictara a partir de la vigencia del Convenio y de otros similares. (Conforme al
artículo 75, inciso 22, primer párrafo, de la Constitución Nacional) Tales
leyes y reglamentos, no pueden ni podrán afectar en modo alguno las
especificaciones contenidas en el mismo. Esto, como puede advertirse, hace
tabla rasa con la normativa del artículo 16 de nuestra Constitución, que
establece que «la Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de
nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus
habitantes son iguales ante la ley (…) La igualdad es la base del impuesto y de
las cargas públicas».
Este Convenio, para un país receptor de capital como el
nuestro, implica no sólo la violación de expresos derechos y garantías
constitucionales sino, además, la aceptación mansa y callada de unos principios
abstractos e inexistentes, que sólo disfrazan apresuradas declinaciones de
nuestra soberanía y el abandono negligente del poder de policía y de la
obligación estatal de dirigir la economía nacional y de velar por el bienestar común.
Poderes, facultades y obligaciones estatales que, por efecto de este acuerdo
quedan en manos de empresas extranjeras, cuyo principal objetivo es el
maximizar sus ganancias y minimizar sus costos de cualquier índole y en el más
breve lapso.
Como una manera nada
ingenua de asegurar las facultades otorgadas al capital extranjero, este
Convenio desplazó la competencia de los Tribunales locales en la resolución de
las controversias que se pudieran plantear con los inversores británicos. Y esta declinación se hizo a favor de foros
arbitrales, como el CIADI y la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho
Mercantil Internacional (UNCITRAL, según sus siglas en inglés) que
funcionan al margen del derecho internacional, constituyendo una suerte de
Tribunal Especial para Mercaderes y Financistas, de dudosa imparcialidad.
No menos grave que la imposición del arbitraje por encima del
ordenamiento jurídico nacional, es la doctrina con que el CIADI sustenta su
competencia, a instancias del inversor, aún en aquellos casos en que los
tribunales locales hubieren dictado sentencia en un diferendo (Emilio
Agustín Maffezini c/Reino de España”, ARB/97/7). La misma
también ha sido receptada por algunos tratados celebrados por nuestra
República, que, de manera incomprensible, aceptó que una controversia sea
llevada a arbitraje aún cuando en la misma ya hubieren sentenciado los
tribunales locales.
Así, en el Tratado Bilateral de Inversión (TBI) con
Canadá, ratificado por Ley 24.125 de 1992, prevé que el inversor podrá someter
una disputa protegida por el TBI ante el CIADI, aún después de una decisión
del tribunal local, cuando «la decisión definitiva del tribunal mencionado
haya sido emitida pero las partes continúen en disputa»; eufemismo que
significa, que la sentencia local no favoreció al inversor. Esta
curiosa convención está también recogida por el TBI suscripto con Austria,
ratificado por Ley 24.328 de 1994, que establece que la controversia podrá ser
sometida a arbitraje, después de una resolución local, cuando «tal decisión
haya sido emitida pero la controversia subsista. En tal caso, el recurso al
tribunal de arbitraje privará de efectos las decisiones correspondientes
adoptadas con anterioridad en el ámbito nacional».
En ese desmantelamiento de
la soberanía y de la autonomía nacional, y para mayor ludibrio de nuestro
ordenamiento jurídico y de todo el derecho internacional vigente, el Tribunal
del CIADI interpretó que al no aclararse qué debe entenderse por
inversor, debía considerarse como inversión amparada por este, incluso,
la participación minoritaria en una sociedad argentina (International Legal
Material, Volumen 40, Nº 2, Marzo 2001), lo que implica que cualquier
accionista, con independencia de la actitud de la mayoría accionaria de la
sociedad que integra, puede litigar contra la República ante los tribunales
arbitrales; doctrina que se plasmó en los numerosos litigios que se abrieron
contra la Nación a raíz de la salida de la convertibilidad y del canje de
deuda.
No se pretende aislar al
país del concierto de las naciones, por el contrario, se aspira con la denuncia
del Convenio, a que sus relaciones internacionales transcurran en un
marco de igualdad y equidad, amparando el trabajo y el capital nacional,
priorizando alianzas regionales y convenciones que permitan el intercambio de
bienes y servicios con aportes tecnológicos y claras condiciones de desempeño
para los inversores, aseguramiento de valor agregado argentino y respeto al
derecho a un medio ambiente sano. No es el caso de las empresas británicas, que
han contribuido a todos los procesos privatizadores, que se han dedicado a la
explotación de los recursos pesqueros, mineros y petroleros, y que violan
nuestra soberanía en nuestros mares y la plataforma continental, a los fines de
explotar recursos naturales originarios de la República Argentina.
Es importante puntualizar
que después de lo ocurrido con la nueva invasión de Malvinas en 1982, los
gobiernos de la democracia acordaron con el Reino Unido un nuevo tipo de
relación que, se plasmó en los Acuerdos
de Madrid de 1989/90, y se complementó con convenios suscriptos como
consecuencia de ellos, entre ellos el Acuerdo conocido como pacto de
Foradori-Duncan. No importó a las autoridades de aquel entonces, que la
política colonialista del Reino Unido se mantuviera incólume desde la primera
invasión a Malvinas en 1833 y fuera sostenida y creciente desde 1982, a punto
de tener ocupados en forma prepotente un 52% de los espacios marítimos
argentinos.
Aunque transcurrieron
muchas décadas desde la primera mitad del siglo XX, los Acuerdos celebrados con
el Reino Unido, significaron una tácita ratificación del llamado “Pacto
Roca-Runcinman”, celebrado en 1933, que Arturo Jauretche denominara “el
estatuto legal del coloniaje”.
Por el Convenio de “Protección y Promoción de Inversiones”, que
promovemos denunciar, se favoreció notablemente las inversiones británicas que
encontraron, campo propicio, no solo para avanzar en los procesos de
privatización desarrollados a partir de la década del 90, sino también consolidar
todo un sistema de inversiones diseminado en actividades centradas
especialmente en la especulación financiera y la explotación de los recursos
naturales. Habría múltiples ejemplos para señalar respecto a ello, pero, solo
nos referiremos a la explotación del mayor yacimiento
de petróleo que tiene nuestro país -Cerro Dragón- que fuera
concesionado hasta el año 2043 a la Pan American Energy, empresa cuya mitad del
capital accionario pertenece a la British Petroleum y también a la Barrick Gold
de Canadá, accionistas petroleras que están explorando la plataforma
continental argentina. Como tales inversiones no están desprovistas de
capitales financieros especulativos, también el Banco Barclays, resulta ser
accionista de una de las petroleras que operan en las Malvinas, habiendo sido
contratado por el gobierno Nacional para el anteúltimo canje de deuda externa.
Resulta incomprensible que, ante la negativa pertinaz efectuada por el Reino
Unido al reconocimiento de nuestros derechos sobre Malvinas, Georgias del Sur y
Sándwich del Sur y ocupen 1,6 millones de Km2 y exploten la
Zona Económica Exclusiva Argentina en el Atlántico Sudoccidental, todavía se
promuevan y promocionen las inversiones de ese país a través de este Convenio.
Esto es una clara muestra de una desacertada política económica para la cual no
resulta incompatible la realización de negocios con empresas que violan nuestra
soberanía, explorando y explotando ilegalmente la obtención de recursos
energéticos, pesqueros y mineros en nuestro territorio.
Conviene recordar también,
para entender en la situación irregular que se encuentran muchas de las
inversiones británicas en la Argentina, que, el Congreso de la Nación aprobó en 2008 la Ley 26.386 y en 2011 la Ley
26.659, por la cual se establecieron una serie de requisitos para la
explotación de los recursos pesqueros e hidrocarburíferos en la Zona Económica
Exclusiva y la Plataforma Continental Argentina, estableciendo la
prohibición a toda persona física o jurídica, nacional o extranjera y sus
accionistas, a realizar actividades en la República Argentina sin la
correspondiente habilitación argentina, lo que obviamente, alcanza a todas las
empresas que explotan nuestros recursos en el área ocupada por los británicos
en Malvinas y, a su vez, se estableció que el Estado Nacional, los Estados
provinciales, municipales y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no podrán
contratar con personas físicas o jurídicas, nacionales o extranjeras, sus
controladas o accionistas que en forma directa o indirecta desarrollen actividades
en las áreas mencionadas sin haber obtenido habilitaciones para realizar la
exploración, explotación de hidrocarburos, minerales o pesca emitida por
autoridad competente argentina, razón por la cual, existe una abierta
contradicción con el Convenio celebrado con el Reino Unido, por lo que terminar
con la vigencia este Convenio, no solo sería revertir una incoherencia
jurídica, sino poner fin a la promoción y protección de
inversiones del Reino Unido, en condiciones más ventajosas que a las
propias empresas nacionales, a pesar de que ocupa y explota nuestros
territorios y recursos, pese a las innumerables Res. de las Naciones Unidades y
muy especialmente la 2065/65 y la 31/49.
Cuando la estafa es enorme
toma un nombre decente (Abelardo López de Ayala)
