Por DOMINGO GONZALEZ
Publicado por LA GACETA, 8 de ABRIL 2023
“Solo donde hay tumbas puede haber
resurrecciones” (Nietzsche)
«Jean Paulhan escribió en 1932 que un joven deseoso de orientarse
políticamente no tiene más elección posible que entre Karl Marx o Charles
Maurras». Cuesta trasladarse hoy al mundo que describe la magnífica
biografía de Stéphane Giocanti dedicada al jefe y maître-à-penser de
la Acción Francesa (Charles Maurras. El caos y el orden (Acantilado)).
Pero las primeras líneas de su obra antes referidas no constituyen en modo
alguno una exageración.
En el año 2018 se conmemoraba
el 150 aniversario del nacimiento de Charles Maurras (1868-1952).
Si bien en un primer momento su nombre, al fin y al cabo uno de los
«inmortales» de la Academia Francesa fundada por Richelieu, aparecía
reglamentariamente en el Libro de
Conmemoraciones nacionales, la ministra de Cultura, François Nyssen, decidió
dar marcha atrás y exigió que la obra fuera reimprimida sin ninguna referencia
a Maurras. De poco sirve la inmortalidad literaria si de lo que se trata es
de esquivar los decretos de cancelación del Imperio del Bien. Cuesta creerlo
pero hoy Maurras es un escritor maldito
en una Francia que sigue viviendo, mal que bien, bajo un régimen fundado por un
bastardo del maurrasismo.
Aunque en 1932 Charles
de Gaulle había dejado hace ya tiempo de ser un joven políticamente
necesitado de dirección, lo cierto es que la máxima de Paulhan también se
cumplió, casi a rajatabla, en su propia biografía. Gracias a la hermana del
general de Gaulle, Marie-Agnès Caillau,
sabemos que el joven Charles defendió hasta las lágrimas a Maurras en una
discusión con su hermano Pierre. Curiosamente fue también en 1932 cuando el
por aquel entonces comandante De Gaulle publicó El filo de la espada,
su primer libro de envergadura. Obra inconformista, política y literaria a un
tiempo, manifestación pletórica de un íntimo llamamiento a un destino de
grandeza, en ella se expresa la fuerza de un pensamiento habitado por la pasión
de Francia. «Trece años antes de la imprevisible catástrofe, inimaginable por
aquella época, este joven jefe de 37 años, ya sabe por adelantado lo que hará y
lo que será», escribió François Mauriac.
Nada mejor que el testimonio
del gran Georges Bernanos para explicar el encendido entusiasmo que
despertó en aquella generación a la que perteneció De Gaulle la obra del poeta
y jefe de escuela de la Acción Francesa: «Escriba lo que escriba sobre mí el
señor Charles Maurras, no será para mí, no será jamás para nosotros un extraño;
lo llevamos muy pegado a nosotros, lo llevamos en el alma. Ha sido, será, en
este mundo y en el otro, el hombre por el que nos vimos privados de
sacramentos, el hombre por el que nos vimos amenazados por una agonía sin
sacerdote». A diferencia de Maritain,
Bernanos se mantuvo fiel al movimiento nacionalista condenado por Roma en 1926,
un golpe demoledor, una conmoción sin precedentes para el catolicismo político
francés. Tanta devoción no era fruto del capricho ni tampoco de la
congénita rebeldía juvenil. A buen seguro, Bernanos y De Gaulle, hombres de fe
acreditada, compartían el criterio del gran filósofo católico Gustave Thibon
sobre la fuerza moral, estética y aun espiritual de la obra de Maurras: «He
encontrado -confesaba el ‘filósofo campesino’- a muchos teólogos y hombres de
Iglesia en mi vida: ninguno de ellos me ha dado, en términos de alimento
espiritual, la cuarta parte de lo que he recibido de este ateo«. Volviendo
a Bernanos, el autor del Diario de un cura rural reconocía con
dramatismo que «quien ha sido maurrasiano y deja de serlo, se arriesga a no ser
nada».
Condenado en 1945 por un tribunal de
la Liberación, Charles Maurras exclamó: «¡Es la revancha de Dreyfus!». Probablemente nazca de este
célebre episodio la comentada boutade del general De Gaulle:
«Maurras tenía tanta razón que terminó volviéndose loco». Por aquel entonces
Maurras era ya un anciano. Poco quedaba de aquel joven desafiante y atormentado
que fundó en el año 1899, el último de aquel siglo al que Léon Daudet bautizó
como estúpido (le stupide XIXème siècle), una revista llamada a estampar
con marca indeleble la primera mitad del siguiente. Georges Sorel no
vacilaba al proclamar que Maurras había sido el más inteligente defensor de la
monarquía de todos los tiempos. A juzgar por sus resultados debió de serlo.
Pocos años después, como prueba su famosa Encuesta sobre la Monarquía,
había convertido a buena parte de la intelligentsia de la
nación que un siglo antes guillotinó a Luis XVI en ardiente defensora del nuevo
ideario monárquico del poeta provenzal. El
«empirismo organizador» de Maurras, tamizado por el positivismo de Comte,
parecía a primera vista una doctrina fría y sistemática pero logró, con el
concurso de escritores como León Daudet y de historiadores como Jacques
Bainville, la mejor carta de presentación para un siglo que, como apuntaría más
adelante Drieu La Rochelle -otro hijo ilegítimo del maurrasismo- no fue un siglo
de ideas originales, sino de métodos y repeticiones.
La crítica adversaria se atrevió a
describir el ideario maurrasiano como una forma de «catolicismo cerebral»
(Hannah Arendt) o de «catolicismo sin cristianismo» (Jean Touchard). Pero, admitido el consabido cliché
de que la derecha en todas las latitudes se considera exonerada de las fatigas
propias de la funesta manía de pensar, incluso las invectivas más demoledoras
contra la arquitectura teórica de Maurras vienen a hacer de ese positivismo
convertido en dialéctica ordenada para la eternidad de Francia una curiosa y
tácita apología. En palabras nada menos que de Armin Mohler, el famoso
estudioso suizo de la revolución conservadora alemana, la escuela de
pensamiento fundada por Maurras constituía «el más completo sistema que ninguna
derecha haya creado durante el siglo XX». Seductora para los jóvenes,
desafiante para la inteligencia y rebelde para los espíritus indomables, a la
nueva doctrina maurrasiana, explosivo laboratorio de ideas ligadas a la flor de
lys, le aguardaba un destino prometedor en el campo de las armas, de las
letras e incluso de las ciencias. De ninguna manera iba a dejar indiferente a
la élite intelectual y política de la época.
En aquella célebre miniatura
histórica dedicada al tren sellado que acogió con cortesía germánica al líder
de los bolcheviques de regreso a su tierra, Stefan Zweig dejó caer una oportuna
reflexión sobre la secreta influencia de las ideas en la historia. «Pero como
las agencias de noticias – advertía el escritor austríaco- sólo prestan
atención a la gente que habla mucho y no saben que los hombres solitarios, que
siempre están leyendo y aprendiendo, son los más peligrosos a la hora de
revolucionar el mundo, nadie escribe un solo informe sobre ese hombre que pasa
desapercibido y que vive en casa del zapatero remendón». Este momento estelar
de la humanidad bien podría haber valido también para describir el futuro
influjo que aquel minúsculo grupo de agitadores y escritores nacionalistas
capitaneados por Maurras iba a ejercer con las inofensivas letras del nuevo
periódico. Por lo demás, la soledad de ese joven fascinado por el mundo clásico
que descubrió en Atenas durante los primeros Juegos Olímpicos de la edad
contemporánea era, en realidad, más trágica y enigmática que la del siniestro
Vladímir Ilich Uliánov. Encerrado en una sordera sobrevenida en medio de la
adolescencia, esta desgracia iba a unirse desdichadamente a la pérdida de la fe
de su infancia. Desahuciado para la vida común, íntimamente
desesperado, un intento frustrado de suicidio iba a sellar esa etapa nihilista
de su vida, enterrada para siempre con el descubrimiento del orden clásico,
latino y mediterráneo. «Soy romano, soy humano» sería desde entonces su divisa
interior.
De la influencia de Maurras
sobre De Gaulle se ha escrito lo suficiente como para no dejar hueco a la
objeción. Hasta podemos rastrear la
pista en nuestro gran Jesús Fueyo: «La metafísica política galocéntrica de
Maurras, ¿ha encontrado alguna vez expresión retórica más grandiosa que gracias
al verbo en acción del Presidente-General?», se preguntaba en La vuelta
de los Budas quien fuera director del Instituto de Estudios Políticos
entre 1962 y 1969. Sin embargo, solo un contemporáneo, compatriota y
colaborador de De Gaulle de la autoridad intelectual de Raymond Aron podría resumir el oculto significado de esta filiación
como clave oculta de las genealogías apócrifas en el terreno de la historia de
las ideas políticas. Muy agudamente, el fino filósofo liberal apuntaba lo
siguiente en un breve artículo dedicado a establecer la sintonía
político-intelectual entre el líder de la Francia Libre y el poeta monárquico: «Quizás algunos ‘viejos republicanos’ se
pregunten hoy si el gaullismo no representa, para el maestro de Action
française, una especie de venganza póstuma». Según Aron, abona la hipótesis del
parentesco político entre ambas figuras la estrecha relación entre la crítica
del parlamentarismo que Maurras asumió incansablemente durante décadas en su
periódico y la crítica gaulliana al «régimen exclusivo de los partidos».
Algunas otras ideas permiten justificar ese aire de familia: la primacía de la política y, en
particular, de la política exterior, la concepción clásica de los Estados y de
su lucha permanente, la indiferencia compartida hacia las ideologías pasajeras
frente a la permanencia histórica de las naciones, la pasión por la sola
Francia (la seule France) con el riesgo asumido de que Francia se
quede sola. Y aunque salta a la vista que el régimen fundado por el general en
1958 no se inscribe en la tradición contrarrevolucionaria, no es menos cierto
que responde, como sugiere Aron, a ciertas exigencias que proclamaba la
doctrina del nacionalismo integral
maurrasiano: el Estado fuerte; la exaltación de la independencia nacional como
bien supremo; el mito del país real frente al país legal o el del pueblo unido
contra las divisiones partidistas; la apelación, en fin, al poder de un solo
hombre para tomar las decisiones que comprometen el destino de todos. El ensayo geopolítico Kiel y Tanger,
obra maestra del realismo político en materia de relaciones internacionales
publicado en 1910 por Maurras, puede ser hoy leído como la brújula de la
política exterior que guió al fundador de la Quinta República. Y si la reforma
corporativa y regionalista del año 1969, que provocó la retirada política
anticipada de De Gaulle, no hubiera fracasado en el referéndum organizado para
tal fin, habría que haber añadido un argumento más al generoso y clandestino
legado maurrasiano del gaullismo. «En otras palabras -concluye Aron-,
Charles de Gaulle habría logrado, dentro del marco republicano, muchas de las
transformaciones que Charles Maurras habría creído imposibles sin
Restauración».
He aquí una lección de
incalculable valor político, quizá una de esas regularidades de lo político
cuyas más precisas fluctuaciones históricas merezcan la atención de los pocos
estudiosos en la materia. No es que la historia ocurra dos veces, primero como
farsa y después como tragedia, máxima marxiana de predilección del colectivo
semiculto nacional organizado hoy en mandarinato político-mediático, sino que las ideas políticas ayer derrotadas buscan
su venganza a través de contextos insospechados o de filiaciones inesperadas. Como
escribió Gilbert Comte en Le Monde en 1962, «las únicas victorias capaces de
maravillar a la imaginación son aquellas que un clan obtiene bajo sus propios
colores. Sin embargo, en 1962, los colores maurrasianos están muy pálidos o
fuertemente olvidados… Pero las ideas conocen a veces extraños retornos. Su
venganza se acomoda a sacrílegas mediaciones. En 1945, De Gaulle mandó
a la cárcel a Mauras. Pero se mantuvo fiel a su doctrina, que había recibido,
como tantos oficiales, entre las dos guerras. La cruzada lanzada por el
Elíseo contra los partidos y el parlamentarismo cumplió la voluntad del viejo
león realista al que se creía vencido».
Lenin fue el papa de una nueva
iglesia que monopolizaba la ortodoxa interpretación de la biblia marxista. Según Joachim Fest, el gran
biógrafo del Führer, Hitler fue al mismo
tiempo el Rousseau, el Robespierre y el Napoleón del nacionalsocialismo.
Pero estas dos son historias rígidamente lineales que no deben tomarse como
referencia para el resto. Para Agustín de Foxá, en cambio, la Falange fue esa hija adulterina concebida entre Carlos Marx e Isabel
la Católica. Y es que, en el terreno de las doctrinas y los símbolos, la
promiscuidad es la norma. No deja de ser curioso, a propósito de Maurras y De
Gaulle, que el mayor germanófobo de Europa claudicara interiormente, quizá en
elipsis imperdonable de su realismo político, ante la «divina sorpresa»
encarnada en el mariscal Pétain y en un régimen nacido de la humillación y la
derrota, mientras un recién ascendido general, llamado a someterse con mayor
motivo a la disciplina castrense, emprende el camino sin retorno de un gesto
supremo de insubordinación fundante. Nos lo confirma una vez más Fueyo: «En
verdad, la lógica de las doctrinas hubiera exigido que Maurras convocara la
resistencia y que el General de Gaulle acatara la suerte de las armas en aras
de la grandeza y servidumbre de la milicia«. La historia de las ideas que
gobiernan la ciudad, ocultas tras el velo de los genios invisibles, acostumbra
a escribirse con renglones torcidos.
Rígida y metafísica, la visión maurrasiana
del relato nacional, fijado
con letras de oro en la historia de los «cuarenta reyes que hicieron a
Francia», no permitía otro cauce de expresión que el de la coherencia
sistemática, casi matemática, entre la letra de la corona y la música de la
patria. Por el contrario, escribe Aron,
«el destino del General de Gaulle fue por dos veces el de simbolizar la
discordia de los franceses al mismo tiempo que su sueño de unidad». Y aunque la
Francia gaullista se sentía heredera del orden romano, monárquico y clásico,
entendió que esa herencia solo podía sobrevivir a condición de «desposar al
siglo». ¿Será necesario recordar de nuevo esta lección a nuestros
contemporáneos y en especial a nuestros compatriotas?
En los muy humildes comienzos
del proyecto maurrasiano, cuando todavía no era el gran periódico que cautivó a
Proust, T.S. Eliot o Jacques Lacan, sino solo una pequeña revista artesanal
cuyas pruebas corregían Maurras y los suyos en las mesas del café de Flore,
acompañaba al grupo fundador un tal Octave
Tauxier, quien ya había llamado la atención del resto por su inteligencia
despierta y sus brillantes dotes de organizador. Fue, según el testimonio del
propio Maurras, uno de los primeros de su generación en presentir que el
predominio intelectual iba a pasar del progresismo ilustrado a la nueva derecha
nacionalista en ciernes. Pero el joven Tauxier murió inesperadamente a los
treinta años y, cuando la noticia llegó a Maurras, pronunció unas impactantes
palabras que conocemos gracias al recuerdo de Jacques Bainville: «¡No se
muere!», clamó. Según cuenta el gran historiador, lo dijo con voz sorda,
apretando los puños, con un manto de dolor y cólera en la mirada. «¡No, no
se muere cuando existe una obra por hacer, cuando ante nosotros hay bienes que
salvar, males que abolir, una lucha a que consagrarse y trabajo para más de
medio siglo!».
Maurras no quiso asistir a las
exequias de Tauxier. Trataba de recusar la injusticia del destino para no
sentirse humillado, rebajado, para no dejar entrar a la muerte, con sus
sollozos y su duelo, en el naciente e ilusionante proyecto de restauración
nacional. Solo unos años más tarde, en 1905, cuando su doctrina política crecía
fuerte y segura, parecía haber comprendido. «Comprendo que un ser aislado –
decía-, con sólo un cerebro y un corazón, que se agotan con mísera rapidez, se
desanime y tarde o temprano desespere del mañana. Pero una nación, ¡es una
sustancia esencialmente inmortal! Dispone de una reserva inagotable de
pensamientos, corazones y cuerpos. Una esperanza colectiva no puede ser domada.
Cada mata cortada se hace más fuerte y más bella. Toda desesperación en
política es una absoluta estupidez».
No cabe la desesperación cuando
se sabe que las ideas alojadas en casa del zapatero remendón aguardan su
momento y terminan por calzar el
zapato del gigante con el que, desposando nuevos siglos, caminarán de nuevo por
la historia.