Por Omar Dalponte
Para no perder la costumbre, el peronismo intensifica sus
discusiones internas que, dicho sea de paso, son absolutamente necesarias para
cumplir con su rol opositor y marchar hacia la reconquista del poder. Esta
etapa agonal, que comenzó casi inmediatamente después del resultado electoral adverso del 22 de
noviembre pasado, estará llena de ruidos y es bueno que así sea. El peronismo
no podría ser lo que es ni haber hecho lo que hizo si no hubiera conservado su
esencia. En tanto expresión política eminentemente popular, reflejo genuino del
pueblo con todas sus grandezas y miserias, no se caracterizó por sus buenos
modales hacia las clases dominantes. Su rasgo principal no ha sido la
docilidad, y su comportamiento rebelde frente a la prepotencia de los poderosos
fue una constante en sus 70 años de existencia. Las formas de funcionamiento
del peronismo, frecuentemente ásperas, han sido acaso una de sus mayores
virtudes. Su “manera de ser”, a veces exageradamente sincera, lo ha
diferenciado de la partidocracia tradicional y es, sin duda alguna, la
principal causa de erizamiento de la piel de la “gente bien” que no soporta ni
admite el ascenso en la escala social de los más humildes. A partir de
septiembre de 1955, el peronismo desalojado del poder por la fuerza construyó
su epopeya. Durante casi dos décadas, hasta el regreso de Perón, hubo de luchar
contra los ataques de afuera y los traidores de adentro cuyo máximo exponente
fue Augusto Timoteo Vandor. “Hay que estar contra Perón para salvar a Perón”
declaraba este dirigente metalúrgico. No tuvo suerte: el 30 de junio de 1969,
un comando copó la sede de la Unión Obrera Metalúrgica y con unos cuantos
balazos puso término a su vida. Se había concretado el Operativo Judas.
Vandor –según Perón- había recibido dinero de la embajada
americana y el General le había advertido: “A usted lo matan Vandor. Se ha
metido en un lio y a usted lo van a matar. Está entre la espada y la pared. Si
le falla al Movimiento el Movimiento lo mata, y si le falla a la CIA la CIA lo
mata. Usted no es tan habilidoso como se cree, no sea idiota, en esto no hay
habilidad, hay honorabilidad, que no es lo mismo”. Vandor lloró frente al jefe
del Movimiento pero ya era tarde.
La pelea entre la izquierda y la derecha peronista no fue un
hecho menor. Los años de plomo en que la violencia se había instalado en todo
nuestro territorio, previos a la dictadura genocida que a su turno, durante 7
años, regó con sangre a la Argentina e instaló el terror, también habían dejado
su marca. En 1983, recuperados los dispositivos democráticos, la sociedad,
sensibilizada por las atrocidades de la dictadura cívico-militar y por el
recuerdo de la época violenta anterior,
no había olvidado -por ejemplo- los 4 decretos de aniquilamiento
dictados por el Poder Ejecutivo en 1975 durante el gobierno constitucional
peronista. Mediante esos decretos se determinaba “neutralizar y/o aniquilar el
accionar de los elementos subversivos”. El primero de ellos fue firmado por la
presidenta María Estela Martinez el 5 de febrero de aquel año y los tres
restantes rubricados el 6 de octubre por el presidente interino Ítalo Argentino
Luder con el fin de ampliar a todo el país la política “antisubversiva”. El
golpe de estado de marzo del 76 fue el final de una crónica anunciada y los militares
se valieron de esos decretos, reemplazaron “neutralizar y/o aniquilar el
accionar subversivo” por “aniquilar a los delincuentes subversivos” y así
produjeron su orgía de sangre secuestrando, torturando y ejecutando a miles de
personas.
Iniciada la década del 80, a la hora de votar, la mayoría
del pueblo argentino apoyó a Raúl Alfonsín. Quien crea que el peronismo perdió
en aquella oportunidad porque Herminio Iglesias quemó un ataúd de cartón, no
tiene idea clara de como fueron las cosas. Por supuesto que inmediatamente
después de aquella derrota, dentro del peronismo se desató una profunda crisis
interna, afloraron infinidad de diferencias y se cruzaron innumerables
acusaciones de unos hacia otros. Entre
diciembre de 1984 y julio de 1985 se realizaron tres congresos para la “unidad”
del justicialismo: Teatro Odeón ( ciudad de Bs Aires) Rio Hondo (Santiago del
Estero) y Santa Rosa (La Pampa).
Las aguas se dividieron: de
un lado el peronismo “ortodoxo” y del otro lo que se llamó la Renovación
Peronista. En julio de 1985 María Estela Martinez de Perón fue designada
presidenta del Justicialismo quedando Vicente Saadi, Alberto Rodriguez Saa y
Jorge Alberto Triaca (padre) como vicepresidentes y Herminio Iglesias como
secretario general. La “renovación”, por
su parte, tenían como principales referentes –entre otros- a Antonio Cafiero, José Manuel de la Sota, Carlos
Grosso y Carlos Saúl Menem. En ambos lados Abel y Caín se sentaban en la misma
mesa. En el momento de gloria de la “renovación” Cafiero fue electo diputado nacional en 1985
y gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1987; pero su acción por
edulcorar al peronismo tuvo un resultado funesto. En 1988, Carlos Menem, que
había tomado otro rumbo, lo derrotó en la elección interna para la precandidatura
a la presidencia de la Nación. Allí se dio el primer paso para la demolición de
la Argentina. Sería bueno que algunos “prolijitos” actuales tomen nota de
ciertos hechos históricos. Y los peronistas verdaderos también, pues los
descamisados no toleran las camisas con apresto.
omardalponte@gmail.com