Origen y destino de la Gran Patria Hispanoamericana
El impacto del descubrimiento y la conquista marcan nuestra
peculiar manera de ser americanos y fijan nuestra actual posición en el mundo.
El mestizaje es condición, mérito y posibilidad. Nación de patrias lanzada
hacia un futuro superador en el camino por reencontrarnos con nuestro origen y
destino que es fe y misión de redención americana
por Iciar Recalde
Publicado en la Revista de la Secretaría de Prensa de
AMSAFE, sindicato de los docentes públicos de la Provincia de Santa Fe]
"Quien reniega de la historia hipoteca su futuro."
Juan Perón
“No somos europeos. Tampoco indios. Constituimos un pequeño
género humano mixto. Somos suramericanos.” Simón Bolívar
“Interrogamos el pasado para obtener la respuesta del
futuro, no para volver a él en melancólica contemplación o para restaurar
formas perimidas, sino para que nos enseñase cuáles son los métodos con que se
defrauda el presente e impedirlo (…) hemos aprendido que el arte de nuestros
enemigos consiste en fraccionarnos en puntos de vista pequeños y reducidos, y
ya nadie podrá destruir la visión integral que se ha logrado.” Arturo Jauretche
Parece que todos los 12 de octubre hay que volver sobre lo
mismo. Evidentemente, la visión integral que creía arraigada Don Arturo
Jauretche en el fragmento de discurso del año 1942 que consignamos como
epígrafe, es hoy una quimera. El carácter nacional no es innato, es una empresa
que sale bien o mal, que se hace, se deshace, se rehace según la acción vital
de un pueblo. En tal sentido, vivimos una profunda crisis de identidad que
lamentablemente refuerza nuestra situación semicolonial y comienza por negar
una y otra vez lo que somos, ese
“pequeño género mixto” que en boca del Libertador no era nostalgia virreinal ni
“indolatría”, sino lisa y llanamente, la asunción del mestizaje forjado por uno
de los acontecimientos más trascedente de la historia de la humanidad: la
irrupción de Europa en América y la irrupción de América en Europa. Amelia
Podetti afirma que Colón no descubre el nuevo mundo, sino que descubre por
primera vez el mundo en sentido de totalidad sobre el que se asienta la
Modernidad, torciendo de una vez y para siempre el rumbo de la historia
occidental en su conjunto.
Resulta cuanto menos paradójico que en momentos en que nos
proponemos reconstruir la Patria Grande para volver a cabalgar la senda de los
libertadores, borrando fronteras que coadyuven a liquidar los colonialismos
internos, resurjan con virulencia las voces de los profetas del odio que
fomentan a través de instituciones y organizaciones financiadas por el
extranjero, el desprecio por nuestras raíces comunes, promoviendo conflictos y
divisiones internas y hasta inventando rivalidades hacia el interior de
nuestros pueblos. Sin lugar a dudas, su objetivo viene a prolongar la
fragmentación que experimentó la América española cuando su proceso
independentista fue detenido por el imperialismo inglés que hizo de las
ciudades puerto galeones del desguace de la unidad hispanoamericana a la deriva
de una serie de nacionalidades más o menos postizas.
La contracultura de la globalización que promueve el
extravío de la línea nacional y la sumisión a los cánones europeos o yanquis
tiene consecuencias que se erigen como serios obstáculos para el necesario
proceso identitario que el pueblo argentino y los pueblos hermanos necesitan
darse para trazar las estrategias adecuadas de un proyecto de liberación
nacional y continental aún aplazado y cuyo aplazamiento, duele. Duele en
nuestro raquitismo económico y en las cifras de mortalidad infantil por hambre
de sur a norte y de norte a sur del continente. Tan colonizados somos que si
los unitarios despreciaban el país por criollo, la oligarquía por gringo, ahora
resulta que venimos nosotros a despreciarlo por mestizo, por “no originario“, como si existiera algún
pueblo realmente originario del lugar que habita. En tal sentido, la fobia
antihispánica de raíces protestantes, liberales y anglófilas y de yapa,
proindígena, viene asentando una política de la historia que lastima en lo más
íntimo la tradición histórica sobre la que se cimenta la construcción de
nuestra nacionalidad. Cancela de un plumazo 500 años de historia, proceso
fecundo sin el cual no existiríamos y a través del que se forjó una nueva raza,
la nuestra. Nos niega a nosotros mismos y escribe nuestro origen en 1810 y, aún
más, sepulta la historia americana en 1492 a costa de un supuesto genocidio
perpetrado por la conquista. Es que la Leyenda negra española en América goza
de profunda vitalidad. Asentada en un conjunto de relatos denigratorios según
los cuales el paso de España por América ha sido enteramente siniestro: una
mezcla nauseabunda de crueldad, fanatismo y violencia. Una obra genocida contra
bondadosos indígenas (una nueva vuelta de tuerca al mito del “buen salvaje” que
parecía ya perimido) a los que se sometió a la esclavitud más atroz. No
obstante, no existe ni una sola prueba material real de que tal cosa ocurriera
en esos términos, más aún, hay pruebas documentales de lo contrario que, claro
está, no habilita la otra cara de la moneda, la de la leyenda rosa, igual de
falsa, basada en la legislación de Indias de escaso y parcial cumplimiento en
suelo americano. Vamos por partes:
1. No hubo genocidio en América. Hubo sí una mortandad
abrumadora de indígenas por los virus que entraron en el continente con los
europeos frente a los cuales no se tenían defensas. Un genocidio requiere que
haya voluntad de exterminio y eso no sucedió en la América española, sí en las
operaciones de conquista de anglosajones y holandeses, por ejemplo. Claro que
existieron casos de brutalidad y abusos pero no fueron éstos origen de la
catástrofe demográfica. La imposición de la autoridad y la explotación del
trabajo se cumplieron apelando a pautas que, con ojos actuales, fueron
inhumanas, no obstante, la tarea de evangelización incorporó a enormes
contingentes de hombres y mujeres mancomunados en la creación de una nueva
sociedad. Es necesario recordar que la inexistencia de fuertes prejuicios
raciales en el español promovió la vertiginosa fusión sexual que dio lugar a la
gestación de diversas generaciones que fundieron los rasgos étnicos
predominantes en América -ibérico o europeo, amerindio y afronegro- en la
unidad de un credo, el católico, y un idioma, el español o su lengua hermana, el portugués.
2. No existió la esclavitud de indios en América como
política expresa de la Conquista. Hubo sí un régimen de trabajo muy duro con
jornadas eternas y una retribución miserable, similar al existente en Europa
que, reiteramos, con ojos actuales, resulta intolerable. En un tiempo donde la
esclavitud seguía siendo una institución social vigente, los españoles por
orden real no podían esclavizar a los indios y justamente por eso comenzó la
importación de esclavos negros vendidos por los mercaderes árabes y por las
mismas tribus africanas. Es necesario advertir, además, que el supuesto paraíso
de armonía, libertad y unidad de los pueblos naturales que la Conquista vino a
obturar tampoco existió más que en la
cabeza de sus detractores. Existían profundas divisiones en los pueblos
americanos que, de hecho, fueron utilizadas conscientemente por los españoles
para desarticularlos. Por caso, el imperio azteca desarrollaba el sistema
esclavista, sometiendo violentamente a diversos pueblos cercanos y practicaba
sacrificios humanos como manera ritual de hacer la guerra.
Deformar la historia es mal formar el futuro. Hay que
decirlo: la leyenda negra es falaz. No somos españoles, tampoco amerindios.
Constituimos "la mayoría étnica" de más de 500 millones de americanos
desperdigados a lo largo y ancho del Continente de la Esperanza. La "raza
cósmica" de Vasconcelos, el "ser multígeno" de Scalabrini Ortiz,
"nuestroamericano" de Ugarte, el "ni calco ni copia" de
Mariátegui, la asunción de Juan Perón de que "para nosotros, la raza no es
concepto biológico, para nosotros es algo puramente espiritual. Constituye una
suma de imponderables que hace que seamos lo que somos y nos impulsa a ser, por
nuestro origen y nuestro destino.”
El proceso de mestización de nuestros pueblos ha sido tan
fecundo a lo largo de los siglos que los indígenas puros no sobrepasan en la
actualidad el 5 % de la población total y sólo el 25 % de ellos habla
exclusivamente su lengua de origen. Por consiguiente, la construcción de
multiplicidad de “originalidades” atomizadas y desarticuladas no hacen más que
reforzar el extravío de la noción de pertenencia a la casa común, quedando a
merced de las operaciones de las potencias imperiales del tipo "somos
distintos, tenemos que crecer por separado" que ha servido siempre para
consagrar la división de Hispanoamérica, arte de fraccionamiento al que aludía
Jauretche como modo de defraudar el presente. En nuestras patrias chicas los
enfrentamientos más amargos han sido y continúan siendo entre paisanos, en
muchos casos de igual color y origen pero escindidos a través de “diversidades”
inexistentes, salvo para las usinas de fundaciones gringas que puertas adentro
de nuestro país hacen jugosos negocios con la supuesta defensa de los “indios.”
La diversidad verdadera la conseguiremos sólo cuando logremos que las banderas
históricas de cada uno de nuestros países convivan en una sola nación. Lo otro
es división, separatismo que pulveriza a través de una presunta
"plurinacionalidad" la cuestión nacional pendiente para dividirnos y
dominarnos.
Porque es el presente la plataforma de acción pero origen y
destino, arraigo y esperanza, son los únicos horizontes que movilizan a los
pueblos hacia el porvenir. No hay presente sin un pasado y un futuro que lo
sostengan, el pasado no ha dejado de ser, vive en nosotros, da vida a nuestra
pelea cotidiana. En síntesis: un nuevo mundo surgió de la fuerza de los hechos
en 1492, un nuevo mundo que nos dio existencia y que nos pertenece. O, en todo
caso, debería pertenecernos más y mejor. En tal sentido, el debate en torno al
12 de Octubre continúa siendo medular en la tarea de reelaborar una visión
totalizadora del pasado y del presente para que nuestra América readquiera su
conciencia perdida y responda a las voces de su destino para cometer la gesta
inconclusa de San Martín y Bolívar. Levantar bien altas las banderas de la
nacionalidad es en defensa de lo nuestro, desde la raíz de nuestra peculiar
personalidad hasta la propia existencia soberana. Urge esforzarnos en darle a
nuestra identidad argentina y americana el contenido de justicia, libertad y
soberanía que las organizaciones libres del pueblo necesitan para que ese
concepto no sea mero palabrerío vacuo