viernes, 26 de mayo de 2017

José María Velasco Ibarra en el recuerdo de Buenos Aires

Resumen de una entrevista a Eugenio Raúl Zaffaroni



- Usted aparece en una novela histórica sobre Velasco Ibarra: El perpetuo exiliado, de Raúl Vallejo. ¿La ha leído?
Sí, la leí por Velasco y, cuando llegaba al final, me descubrí como personaje, aunque de refilón y como licencia literaria. Es una sensación rara, por cierto.
  
- Salvador Ferla
Velasco admiraba por su valor al publicar su libro sobre los fusilamientos de 1956. Un personaje interesantísimo. Tenía una librería y escribía mientras la atendía. Gran persona, un intelectual autodidacta, revisionista de nuestra historia. 

- La humildad de Velasco
¿En Bulnes y Santa Fe?
 Velasco era muy pobre. Cuando se fue de la Argentina me dejó un poder que transferí, porque en ese momento era juez, y no hubo sucesión, porque sencillamente no había bienes. Vivía de su pensión de expresidente, incluso rechazó el aumento que dispuso el régimen militar que lo había derrocado. 

- ¿Y qué opinaba de la dictadura argentina?
Velasco no tenía simpatía por Isabel Perón, por cierto. Eran los tiempos de López Rega, la prensa se ensañó inventando historias de corrupción. A Velasco le irritaba todo lo que sonase a corrupción, pero no por eso tuvo simpatía por la dictadura y menos aún a medida que se iba haciendo manifiesta la violencia asesina de ese régimen. A veces, en privado, y muy por lo bajo, decía que los ‘subversivos’ estaban salvando la dignidad de los argentinos, aunque, como sabemos, no era un hombre de violencia. 

- Vasconcelos 
Una vez me contó que siendo estudiante, asistió a una conferencia en Quito del mexicano José Vasconcelos. Y luego, con unos compañeros, fueron a entrevistar en su hotel a Vasconcelos, que los recibió en mangas de camisa y con el chaleco desabotonado. Eso a Velasco le cayó muy mal, el personaje se le derrumbó. Extraño, pero revelador: ese no era el Vasconcelos de la conferencia, el que hablaba del «hombre cósmico». Y Velasco temía dejar de ser el de la tribuna. Era tímido, sí, aunque los ecuatorianos no lo crean.

¿Velasco enseñó en Buenos Aires?
No, enseñó en la Universidad Nacional de La Plata, pero eso fue en los tempranos cincuenta. Creo que fue la única entrevista que tuvo con Perón, que lo recibió y lo recomendó a las autoridades de la universidad. Le encargaron las clases de historia del derecho político o constitucional argentino. Contaba que se puso a estudiar y leyó la historia de Mitre y no entendía nada. Y hasta pensó en renunciar, cuando alguien le aconsejó que leyese a Saldías, y allí comenzó a comprender nuestra historia nacional. Siempre le gustó nuestra historia, y las conversaciones con Ferla en la mesa eran una delicia.

¿Cree que Velasco era un intelectual?
No era un académico ni había dedicado su vida a eso, pero necesitaba leer, meditar, sobre todo filosofía, historia y política, y poner sus ideas en orden, lo que hacía por escrito. Sus obras muestran eso y también los autores que frecuentaba. En los últimos años estaba impresionado con el pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin. Era un hombre informado y actualizado. Poco después de conocerlo publiqué en la revista de la Universidad Nacional del Litoral un comentario sobre su libro Caos político en el mundo contemporáneo, que le gustó al punto que lo cita en la solapa de Servidumbre y liberación, publicado en Buenos Aires en 1965. Las reflexiones de su fiel secretario y sobrino, Jaime Acosta, en la presentación de los escritos póstumos, Filosofía negativa y mística creadora, no presentan a un improvisado, sino a un pensador. Si la vida hubiese llevado a Velasco a una existencia académica y no política, hubiese brillado, no lo dudo.

- Muchos critican a Velasco por sus errores y por ser un populista. ¿Qué opina?
No puedo responder como ecuatoriano, sino como latinoamericano. Quien fue presidente cinco veces debió cometer errores. Si no, sería un ser sobrehumano. La magnitud de esos errores compete a los ecuatorianos y al juicio histórico. Y sí, fue un populista, no tengo dudas, pero eso no es ningún demérito, sino todo lo contrario. Hace unos meses, el papa dijo en El País de España que no entendía cuando los europeos denigraban al populismo, hasta que se dio cuenta de que hablaban de diferentes cosas. En Europa, populista es la traducción usual de völkisch, que significa algo así como populacherismo, la técnica con la que un político se monta sobre los peores prejuicios de una sociedad y los profundiza al máximo para ganar elecciones. En eso, Hitler fue un maestro, aunque no el único. Pero en Latinoamérica no es lo mismo, y eso lo ratifican historiadores europeos como Hobsbawm. Los populismos latinoamericanos fueron movimientos populares de defensa de soberanía frente al colonialismo y a nuestras oligarquías vernáculas proconsulares de intereses foráneos. Fueron policlasistas, porque no podían ser de otro modo: como siempre fueron movimientos independentistas, fueron personalistas porque la síntesis de ciertos intereses por necesidad la tenía que tener un líder. Fueron ideológicamente contradictorios, es cierto, algunos incluso autoritarios, es verdad, pero, no lo olvide, ampliaron las bases de nuestra ciudadanía real. Sin los populismos, sin los Velasco Ibarra o Perón o Vargas o Yrigoyen o Lázaro Cárdenas o Haya de la Torre, estaríamos en los tiempos de las repúblicas oligárquicas y, no sé si sabríamos leer y escribir o, incluso, si estaríamos vivos. Todos los defectos de nuestros populismos, incluso el eventual autoritarismo de algunos, palidecen frente a los crímenes de dictaduras asesinas y genocidas, cometidos precisamente para detener y desbaratar a los populismos. ¿Qué violencia populista se compara lejanísimamente al bombardeo a la Plaza de Mayo, al fusilamiento de 1956, a derogar una Constitución por bando militar, a hacer desaparecer a treinta mil personas? En nuestra región, populismo es el antónimo de antipopular, es soberanía frente a dominación. No hay por qué negar los defectos que todos tuvieron, pero no por eso olvidar que estamos aquí gracias a ellos y que sus enemigos ‘serios’ fueron los peores asesinos de nuestra historia.

- ¿Cómo fueron los últimos años de Velasco en Argentina?
Estaba viviendo en Alemania cuando leí en el diario la caída del quinto velasquismo. Seis meses después volví a Buenos Aires y retomé los rituales de almuerzos y cenas. Su vida transcurría tranquila, aunque la Argentina no estaba nada tranquila en esos años. Velasco y Corina vuelven en 1972: estaba Lanusse, luego se convocan las elecciones de 1973 que gana Cámpora, vuelve Perón, el tiroteo y los muertos en Ezeiza, a las semanas la renuncia de Cámpora, interinato de Lastiri, Perón presidente, la ruptura con Montoneros, la muerte de Perón, el gobierno de Isabel y el golpe genocida de 1976. Fueron años pesados y sangrientos, ojalá que nuestro pueblo no vuelva a pasar por eso jamás.

¿Velasco admiraba a Perón?
Era algo ambivalente. Admiraba al peronismo, a la reivindicación de los trabajadores, al pueblo peronista, a Eva Perón, Evita, pero no a Perón. Creo que eran dos modelos de caudillo muy diferentes, no solo de pueblos, sino quizás incluso de época. Alguien escribió una biografía de Velasco definiéndolo como un caudillo «romántico», tenía algo de nuestro Hipólito Yrigoyen, prefería orientarse por «principios infinitos», si aceptamos el sentido que Abbagnano da a la expresión «romántico». Perón era diferente, era un líder de posguerra, mucho más pragmático. No carecía de principios, pero se orientaba más por la coyuntura, un verdadero estratega. Eran simplemente diferentes y no podían simpatizar mucho entre ellos. Pero Velasco tenía una profunda admiración por el pueblo peronista, casi diría que envidiaba a Perón, que era lo que alguna vez me sugirió Salvador Ferla tomando un café en una esquina después de un almuerzo en casa de Velasco: «¡Cómo puede haber envidia incluso entre los grandes!», se asombraba Ferla, con su sonrisa un poco tristona pero bonachona.
Obviamente, cuando comenzaron a circular las invenciones de fabulosos negociados en el gobierno de Isabel, que es la táctica de siempre de los gorilas golpistas, que convierten lo desprolijo en corrupto, mostrándose como los ‘impolutos’ para hacerse del poder e instalar una corrupción sistémica que deja hipotecada la nación, allí Velasco se puso peor frente a todo lo que rodeaba a Isabel. Sin embargo, hubo un episodio curioso. Un sábado al mediodía había venido a visitarlo el Dr. Araujo Hidalgo, antiguo colaborador de Velasco, y en cierto momento le dijo que en era él quien tenía la culpa de Isabel, lo que lo sorprendió muchísimo. Araujo explicó que una vez una señora se metió en el despacho de Velasco y le dijo que necesitaba un pasaje a Panamá, porque quería estar con el General Perón para darle su apoyo y fuerza. Velasco se sorprendió y al fin le indicó a Araujo que buscase algún pasaje de cortesía y se lo diese, y así fue como la señora partió para Panamá. Según Araujo, esa señora era Isabel, lo que es posible, aunque no coincide con otras versiones de nuestros historiadores.

¿Hay algo más de importancia que recuerde de Velasco?
Vale la pena recordar la última noche de Velasco en Buenos Aires, su último atardecer en el departamento de Bulnes. Estaba sentado en el recibidor, en su sillón de siempre, con un gesto de agotamiento totalmente extraño en él. En sillas estábamos unos seis amigos del grupo. Caía lentamente esa tarde de verano porteño, la casa estaba tan deprimida como todos, en plena tarea de embalaje de cosas, y de pronto nos mira y dice: «Aquí dejo a mis verdaderos amigos», y acto seguido nos fue mirando a cada uno de nosotros y diciendo con detalles todas las pequeñas atenciones que habíamos tenido para él, recordando esas pequeñas cosas que uno puede tener para un amigo, insignificantes para nosotros, que las hacemos y olvidamos por obvias. Una perfecta y completa contabilidad de atenciones casi banales. Allí caí en cuenta de la tremenda soledad del líder, que registraba con precisión estadística en su memoria todos los gestos de afecto de quienes no teníamos ningún interés en obtener nada, de quienes solo procedíamos por afecto. Soledad profunda de un conductor, impresionante en quien llenó cuatro décadas de la historia de su país y en cinco ocasiones ejerció la presidencia. Cuando veía al Velasco Ibarra gigante en el balcón estatuario, o cuando lo encontraba en esa esquina de Quito, en un busto con los otros tres grandes de su historia nacional, sentía culpa ante el temor de que se perdiesen estos recuerdos —banales pero que enriquecen el mito— del Velasco Ibarra exiliado en la Argentina.


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