Por Horacio
González*
I
Voy a hablar en
primera persona, sólo en algunos momentos de esta nota, sobre los acontecimientos
que se suceden en Venezuela. Se sabe, son acontecimientos con indudables
rebordes de tragedia política, humana y social. Digo en primera persona, porque
no soy politólogo, ni constitucionalista, ni alguien que pasa por alto la
indeseable violencia que hay que detener, ni un “funcionario de la humanidad”
que lanza advertencias bienhechoras ignorando todo lo que allí está en juego. Comienzo diciendo que recuerdo la figura de
Chávez con gran simpatía; se movía entre el exceso teatral y la convicción épica
acendrada que lo llevó a pronunciar en determinado momento la palabra crucial,
socialismo. No conozco sus comienzos de joven oficial del ejército; al parecer,
ya hacía gala en ese momento de una sensibilidad social que para un miembro de
esa institución poseía cierta excepcionalidad.
Fue siempre un oficial político. Su bolivarismo se declaró en sus
inicios, ya joven, lector de epístolas y textos bolivaristas que no era raro
que retuviese luego con su sorprendente memoria.
Podría preguntarse
quién no es bolivariano en Venezuela. En ocasión del primer golpe de Estado de
la derecha, en los años 90 –que se me excuse de dar fechas porque mi propósito
no es historiográfico-, los empresarios y militares retirados que impulsaron el
golpe sacaron el retrato de Bolívar del despacho presidencial. ¿A qué se debía
este gesto? Es que el de Chávez era un Bolívar muy subrayado, apelaba, con
desenfado sorprendente, a lo que
podríamos considerar un cuerpo místico redivivo. Designó
a la propia República Venezolana como “bolivariana” y reconstruyó la figura del
general emancipador del siglo XIX con tintes épicos que correspondían no
sólo a un jefe militar sino a un profeta político ante el cual sólo convenía
interpretarlo extáticamente. Pero el éxtasis llevaba a un lógico deseo de
actualización. Es cierto que la figura de Bolívar es muy rica en
proliferaciones biográficas, acciones militares de envergadura, pensamientos
políticos expuestos con vehemencia, mirada abarcadora de las situaciones
mundial y continental. Incluyendo políticas hacia Estados Unidos-, e intereses
científicos y culturales fuera de lo común. Lector y crítico, también, de las
poesías que le dedicaban en vida.
La novela de
García Márquez se acerca bastante a esta personalidad, entre la gloria y el
abismo, el fiero entusiasmo y el abandono melancólico. Sigue siendo Bolívar el
centro de una famosa polémica cuyo tema es el despectivo artículo de Marx, donde lo acusa de cesarismo
y de actuar en el vacío, porque no existía una sociedad civil que lo acompañe,
y alrededor de esta nota escrita por el
autor de El Capital para un eventual diccionario, expresaron las izquierdas
latinoamericanas sus diferencias. Algunos trataron de explicar el error de Marx
por la influencia hegeliana en torno “a los pueblos sin historia”; otros
exigieron del marxismo que incorpore urgentemente una historicidad americana,
otros, como García Linera –más académico, más razonante en términos del more
geométrico- han tendido a justificar a Marx sin ignorar la importancia de
Bolívar.
No sería
inadecuado postular que Chávez es producto de esas discusiones pero de una
manera en que las considera “ya resueltas”. Hay un Bolívar que sería la réplica
activa y fantasmagórica de Marx, como ente mitológico, capaz de asimilar en su
propio cuerpo todas las resonancias políticas y fórmulas poéticas del universo.
Creo que se puede decir que Chávez imantaba de bolivarismo todas las
dimensiones y textos de la historia presente y pasada. A las tradicionales
derechas venezolanas e incluso a sus partidos clásicos, social-cristianos o
social-democráticos, les incomodaba esa reactivación del memorial dormido de la
Nación. Y téngase en cuenta los mayores alcances de la gesta de Bolívar, pues
llegaba al lejano Río de la Plata donde sus corresponsales eran el Deán Funes o
Dorrego.
Bolívar fue desde el comienzo un
nombre admirado en Europa, completaba la figura del héroe romántico y del audaz
guerrero. Su porte siempre fue más universalista que el de San Martín, que en
la historia de Mitre aparecía precisamente como un austero militar con ideas
liberales e ilustradas –lo que era cierto-, pero que contrastaba con lo que en
ese libro se juzgaba que eran las tendencias autocráticas del venezolano.
Alrededor de
Bolívar siempre fue activo un revisionismo histórico, que hace al de Chávez uno
más de la larga serie. Es notable el que tuvo lugar durante la presidencia
de Gómez, en los años 30, que no declinó inspirarse en el fascismo italiano y
dejó a Bolívar a cargo de una interpretación de esa índole –el Duce Bolívar-,
que precisamente la intervención de Chávez en esta compleja saga, es la que
permite restituir a Bolívar al seno de la exégesis latinoamericanista y
popular, con un suave dejo “italiano”, pero esta vez por la cercanía a Gramsci.
Eso es por la misma formación de Chávez, persona ávida
intelectualmente y a la vez completamente porosa a tal multitud de corrientes
de la expresión cultural, que en sus manifestaciones discursivas, repletas de
desenfado y algazara, podía citar al gran encarcelado italiano junto a una
canción de Alí Primera, compositor de un cuidadoso panfletarismo poético,
basado en una contundente lírica de la izquierda venezolana. Las lecturas de Gramsci por parte de
Chávez no eran desdeñables. Escuché a Chávez en Buenos Aires, en una reunión de
las que suelen ser llamadas “con intelectuales”, que obligado por esa tolerable
imprudencia de los que ponen esos nombres, no pudo dejar de tentarse con varias
citas de Gramsci.
Creo
recordar que se referían a los tramos de los Cuadernos donde se habla de
“intelectual orgánico”, donde expresiones como hegemonía o empate catastrófico
no se ausentaban del ramificado discurso de Chávez, junto a citas del epistolario de Bolívar o fragmentos de Oscar
Varsavsky, al que había leído con atención, y del cual también entregaba
algunos fragmentos bien memorizados –la escritura de Varsavsky, sin estar
cerrada en tecnicismos o efusiones de aridez, era la de un científico cabal-, y
sin privarse de recordar lo importante que este científico de nuestro país
había sido para su país. ¿Cuándo se habían producido estas lecturas? En algún
momento, el presidente Carlos Andrés Pérez, obligado por circunstancias que
ahora se me escapan, debió abrir los cursos de formación para la oficialidad
joven, con nuevos programas de estudio, que en muchos casos estuvieron a cargo
de profesores de izquierda y en otros, de nacionalistas democráticos.
En aquella
reunión, donde había varias personas, Chávez hizo su despliegue tropicalista,
repleto de inscripciones llamativas de su personalidad vehemente, invocando una
cultura polifacética que iba desde las izquierdas nacionales hasta la
tecnología del petróleo, y del bolero caribeño hasta el bolivarismo gramsciano.
Un asistente a esa reunión, no menos asombrado que los demás, pero
evidentemente mal dispuesto, le preguntó algo así como “si estaba contento con
ser Chávez”, en sentido de si lo satisfacía ese proliferante expansionismo de
las palabras alrededor de un “ego combatiente”.
No recuerdo la respuesta, pero no fue la de alguien intimidado, sino la
de a quien le brillaban los ojos de entusiasmo al verse en el espejo que le
devolvía a un etéreo Bolívar, que añejado, él revivía en esos tiempos
implacables de los corporativizados medios
de comunicación de masas.