jueves, 18 de mayo de 2017

Venezuela

Por Horacio González*


I
 Voy a hablar en primera persona, sólo en algunos momentos de esta nota, sobre los acontecimientos que se suceden en Venezuela. Se sabe, son acontecimientos con indudables rebordes de tragedia política, humana y social. Digo en primera persona, porque no soy politólogo, ni constitucionalista, ni alguien que pasa por alto la indeseable violencia que hay que detener, ni un “funcionario de la humanidad” que lanza advertencias bienhechoras ignorando todo lo que allí está en juego. Comienzo diciendo que recuerdo la figura de Chávez con gran simpatía; se movía entre el exceso teatral y la convicción épica acendrada que lo llevó a pronunciar en determinado momento la palabra crucial, socialismo. No conozco sus comienzos de joven oficial del ejército; al parecer, ya hacía gala en ese momento de una sensibilidad social que para un miembro de esa institución poseía cierta excepcionalidad.  Fue siempre un oficial político. Su bolivarismo se declaró en sus inicios, ya joven, lector de epístolas y textos bolivaristas que no era raro que retuviese luego con su sorprendente memoria.
 Podría preguntarse quién no es bolivariano en Venezuela. En ocasión del primer golpe de Estado de la derecha, en los años 90 –que se me excuse de dar fechas porque mi propósito no es historiográfico-, los empresarios y militares retirados que impulsaron el golpe sacaron el retrato de Bolívar del despacho presidencial. ¿A qué se debía este gesto? Es que el de Chávez era un Bolívar muy subrayado, apelaba, con desenfado sorprendente,  a lo que podríamos considerar un cuerpo místico redivivo.  Designó a la propia República Venezolana como “bolivariana” y reconstruyó la figura del general emancipador del siglo XIX con tintes épicos que correspondían no sólo a un jefe militar sino a un profeta político ante el cual sólo convenía interpretarlo extáticamente. Pero el éxtasis llevaba a un lógico deseo de actualización. Es cierto que la figura de Bolívar es muy rica en proliferaciones biográficas, acciones militares de envergadura, pensamientos políticos expuestos con vehemencia, mirada abarcadora de las situaciones mundial y continental. Incluyendo políticas hacia Estados Unidos-, e intereses científicos y culturales fuera de lo común. Lector y crítico, también, de las poesías que le dedicaban en vida.
 La novela de García Márquez se acerca bastante a esta personalidad, entre la gloria y el abismo, el fiero entusiasmo y el abandono melancólico. Sigue siendo Bolívar el centro de una famosa polémica cuyo tema es el despectivo  artículo de Marx, donde lo acusa de cesarismo y de actuar en el vacío, porque no existía una sociedad civil que lo acompañe, y alrededor  de esta nota escrita por el autor de El Capital para un eventual diccionario, expresaron las izquierdas latinoamericanas sus diferencias. Algunos trataron de explicar el error de Marx por la influencia hegeliana en torno “a los pueblos sin historia”; otros exigieron del marxismo que incorpore urgentemente una historicidad americana, otros, como García Linera –más académico, más razonante en términos del more geométrico- han tendido a justificar a Marx sin ignorar la importancia de Bolívar.
  No sería inadecuado postular que Chávez es producto de esas discusiones pero de una manera en que las considera “ya resueltas”. Hay un Bolívar que sería la réplica activa y fantasmagórica de Marx, como ente mitológico, capaz de asimilar en su propio cuerpo todas las resonancias políticas y fórmulas poéticas del universo. Creo que se puede decir que Chávez imantaba de bolivarismo todas las dimensiones y textos de la historia presente y pasada. A las tradicionales derechas venezolanas e incluso a sus partidos clásicos, social-cristianos o social-democráticos, les incomodaba esa reactivación del memorial dormido de la Nación. Y téngase en cuenta los mayores alcances de la gesta de Bolívar, pues llegaba al lejano Río de la Plata donde sus corresponsales eran el Deán Funes o Dorrego.
        Bolívar fue desde el comienzo un nombre admirado en Europa, completaba la figura del héroe romántico y del audaz guerrero. Su porte siempre fue más universalista que el de San Martín, que en la historia de Mitre aparecía precisamente como un austero militar con ideas liberales e ilustradas –lo que era cierto-, pero que contrastaba con lo que en ese libro se juzgaba que eran las tendencias autocráticas del venezolano.
       
Alrededor de Bolívar siempre fue activo un revisionismo histórico, que hace al de Chávez uno más de la larga serie. Es notable el que tuvo lugar durante la presidencia de Gómez, en los años 30, que no declinó inspirarse en el fascismo italiano y dejó a Bolívar a cargo de una interpretación de esa índole –el Duce Bolívar-, que precisamente la intervención de Chávez en esta compleja saga, es la que permite restituir a Bolívar al seno de la exégesis latinoamericanista y popular, con un suave dejo “italiano”, pero esta vez por la cercanía a Gramsci.
Eso es por la misma formación de Chávez, persona ávida intelectualmente y a la vez completamente porosa a tal multitud de corrientes de la expresión cultural, que en sus manifestaciones discursivas, repletas de desenfado y algazara, podía citar al gran encarcelado italiano junto a una canción de Alí Primera, compositor de un cuidadoso panfletarismo poético, basado en una contundente lírica de la izquierda venezolana. Las lecturas de Gramsci por parte de Chávez no eran desdeñables. Escuché a Chávez en Buenos Aires, en una reunión de las que suelen ser llamadas “con intelectuales”, que obligado por esa tolerable imprudencia de los que ponen esos nombres, no pudo dejar de tentarse con varias citas de Gramsci.
        Creo recordar que se referían a los tramos de los Cuadernos donde se habla de “intelectual orgánico”, donde expresiones como hegemonía o empate catastrófico no se ausentaban del ramificado discurso de Chávez, junto a citas del epistolario de Bolívar o fragmentos de Oscar Varsavsky, al que había leído con atención, y del cual también entregaba algunos fragmentos bien memorizados –la escritura de Varsavsky, sin estar cerrada en tecnicismos o efusiones de aridez, era la de un científico cabal-, y sin privarse de recordar lo importante que este científico de nuestro país había sido para su país. ¿Cuándo se habían producido estas lecturas? En algún momento, el presidente Carlos Andrés Pérez, obligado por circunstancias que ahora se me escapan, debió abrir los cursos de formación para la oficialidad joven, con nuevos programas de estudio, que en muchos casos estuvieron a cargo de profesores de izquierda y en otros, de nacionalistas democráticos.

        En aquella reunión, donde había varias personas, Chávez hizo su despliegue tropicalista, repleto de inscripciones llamativas de su personalidad vehemente, invocando una cultura polifacética que iba desde las izquierdas nacionales hasta la tecnología del petróleo, y del bolero caribeño hasta el bolivarismo gramsciano. Un asistente a esa reunión, no menos asombrado que los demás, pero evidentemente mal dispuesto, le preguntó algo así como “si estaba contento con ser Chávez”, en sentido de si lo satisfacía ese proliferante expansionismo de las palabras alrededor de un “ego combatiente”.  No recuerdo la respuesta, pero no fue la de alguien intimidado, sino la de a quien le brillaban los ojos de entusiasmo al verse en el espejo que le devolvía a un etéreo Bolívar, que añejado, él revivía en esos tiempos implacables de los corporativizados  medios de comunicación de masas.


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