TEODORO BOOT
El 21 de febrero de 1976 fallecía en
Montevideo el coronel Domingo Alfredo Mercante, a quien Evita llamara “El
Corazón de Perón”. El otro, el músculo cardíaco propiamente dicho del General,
había dejado de latir menos de dos años antes, el 1 de julio de 1974. Fue
entonces, en el Hall de Honor del Palacio del Congreso que tuvo lugar la
despedida de esos dos viejos amigos devenidos en amargos desconocidos. Se habían comenzado a tratar 40 años antes,
durante un curso en la escuela de suboficiales en la que ambos eran profesores
y desde su reencuentro en la Inspección de Tropas de Montaña que dirigía el
general Farrell, fueron inseparables, hasta el distanciamiento que no pocos
analistas posteriores considerarán uno de los dos hechos más trágicos de la
historia del peronismo. Ambos participaron en la creación del GOU –Mercante con
el número 1; Perón con el 19–, la logia militar
que impulsará a Edelmiro J. Farrell a la presidencia y catapultará a
Perón a los primeros planos de la política nacional. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo,
supo decir Arquímedes explicando la potencia y posibilidades de la palanca.
Para Perón, esa palanca fue primero el GOU e, inmediatamente después, el
anodino Departamento del Trabajo que convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión,
donde fue secundado por Mercante desde la Dirección General de Trabajo y Acción
Social. Esta, y la trayectoria sindical de su padre en el gremio ferroviario,
serán a su vez las palancas de Mercante, quien laboriosamente tejerá la red de
relaciones del grupo de coroneles revolucionarios con un sector muy
significativo del movimiento obrero, encabezado por el dirigente mercantil
socialista Ángel Borlenghi y el abogado de la Unión Ferroviaria Juan Atilio
Bramuglia. Y, a despecho de uno de los más caros hitos de la mitología
peronista, será justamente Mercante el
verdadero promotor y articulador de la reacción obrera ante el encarcelamiento
de ese arremetedor coronel, ya por entonces tenido por ser “el primer
trabajador”.
Es
también Mercante el autor de la “salida política” que permite destrabar la
situación, salvando así al gobierno de Farrell y, en consecuencia, la
experiencia nacionalista y regeneradora iniciada por el ejército en 1943:
liberación de Perón, seguida de su renuncia a todos los cargos, llamada a
elecciones para febrero del año siguiente y candidatura de Perón a la
presidencia. A cambio, Farrell se comprometía a sancionar las medidas centrales
propuestas por el Consejo Nacional de Posguerra, que Perón había creado el año
anterior, sin las cuales y llegado el caso, no estaba dispuesto a asumir la
presidencia: estatización del Banco Central, nacionalización de los depósitos
bancarios y creación del Instituto Argentino de Promoción e Intercambio, IAPI,
que daba al Estado el monopolio del comercio exterior. Todas ellas, en efecto,
sancionadas entre el 24 febrero (cuando contra todas los previsiones, Perón se
impuso en las primeras elecciones limpias desde los tiempos Yrigoyen, hará en
estos días nada menos que 70 años) y el 4 de junio de 1946, fecha fijada para
la asunción del nuevo presidente. Entretanto, tan sólo una semana después del
17 de octubre, los sindicalistas afines a Perón habían creado el Partido
Laborista, que sería presidido por el telefónico Luis Gay, secundado por
Cipriano Reyes y dirigentes de casi todos los gremios. Los primeros crujidos se
sintieron cuando Luis Gay, que había sido lanzado como candidato a senador por
la capital, fue reemplazado por el marino conservador Alberto Teisaire, mientras Mercante, a quien Perón pretendía en la
Secretaría General de la Presidencia, propuesto por los laboristas para la
vicepresidencia, debía dejar lugar al radical Hortensio Quijano. Los partidos que apoyaban al candidato a
presidente eran tres: el Laborista (que finalmente le aportaría el 80% de los
votos), la Junta Renovadora (una escisión del radicalismo) y el Partido
Independiente, una fracción de los conservadores. Desde la Junta Nacional de
Coordinación Política, Atilio Bramuglia
cerró esa primera brecha provocada por las nominaciones de Teisaire y Quijano:
los laboristas tendrían en 50% de los cargos electivos mientras el otro 50 % se
repartiría, por mitades, entre ex radicales y conservadores. Mientras Perón
promovía para la gobernación bonaerense al radical renovador Alejandro Leloir,
tras sucesivos regateos, los laboristas obtenían de Mercante la aceptación
de la candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Un gobernador que dejará
huella
Sólo
en forma relativamente reciente la gestión de Mercante al frente de la mayor de
las provincias argentinas comenzó a ser estudiada y, en suma, revindicada,
tanto en el aspecto político (con inusual capacidad fue deshaciéndose de los
condicionamientos que le imponían los laboristas fortaleciendo el nuevo Partido
Único de la Revolución Nacional, pronto denominado Peronista) como en la
reorganización del Estado provincial, y una gestión de gran eficiencia,
particularmente centrada en la reforma agraria –distribuyendo 130 mil hectáreas
expropiadas a grandes terratenientes–, el desarrollo industrial, el crédito
generoso, la creación de obra pública, la construcción
de un gran cantidad de escuelas y hospitales, las viviendas obreras y el
desarrollo del turismo social (el tradicional “chalecito peronista” fue,
hasta su defenestración, conocido como “chalet Mercante” y, contrariando otros
de los más preciados mitos del peronismo, se debe al gobierno de Mercante la
creación de la República de los Niños,
la expropiación del actual Parque Pereyra Iraola y la construcción del complejo
turístico de Chapadmalal, inaugurado en 1948 y poco después cedido a la
Fundación Eva Perón, creada ese mismo año). Mercante supo reorganizar el
Estado y revolucionar la obra de gobierno basándose en un gabinete en el que
convivían conspicuos integrantes del grupo Forja, como el ministro de Hacienda
Miguel López Francés y el de Educación Julio César Avanza, radicales
renovadores y personas de su íntima confianza, secundados por funcionarios aún
más jóvenes (los ministros de Mercante oscilaban entre los 30 y los 35 años) ya
no venidos de ninguna formación política anterior sino surgidos del propio
Partido Peronista. Contó además con dos incorporaciones de enorme significación
y trascendencia: las del fundador de
FORJA Arturo Jauretche al frente del Banco Provincia y, como fiscal de Estado,
la del joven y brillante abogado Arturo Sampay, proveniente de los núcleos socialcristianos.
Los
frutos de la obra de Perón al frente del ejecutivo nacional y de Mercante en la
provincia de Buenos Aires se verán tan sólo dos años después cuando,
encabezando la lista de diputados constituyentes, el gobernador obtenga un
aplastante 65% contra el 28 % de los votos cosechados por la UCR. Naturalmente,
Domingo Mercante fue elegido para presidir la convención que sancionaría una
las constituciones más progresistas de la época. Ese sería el momento
culminante de su carrera política, que se opacaría muy poco después.
II. La Constitución de
1949
Domingo
Mercante, testigo de casamiento, estrecho amigo y colaborador de Juan Perón,
artífice de la reacción obrera del 17 de octubre y cada vez más popular
gobernador de la provincia de Buenos Aires, presidió la convención
constituyente que, tras celebrar su reunión preparatoria el 24 de enero de
1949, sesionó durante todo el mes de febrero y aprobó un nuevo texto el 11 de
marzo, jurándolo cinco días después.
Si
bien la voz cantante la llevó su fiscal de Estado Arturo Sampay, considerado el
padre del constitucionalismo social argentino, el rol de Mercante no fue
decorativo. Por el contrario, no sólo se entrevistó numerosas veces con Perón,
en una ocasión al menos para convencerlo de las virtudes del artículo 40, sino
que en el domicilio del periodista nacionalista José Luis Torres había conformado
su propio “brain storm” integrado, entre otros, por Jorge Del Río, Raúl
Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Sampay y el propio Torres. Fue ese grupo el
que dio origen al célebre artículo que sancionaba el monopolio estatal del
comercio exterior, la propiedad inalienable de la nación sobre el subsuelo y
las fuentes energéticas, la obligación del Estado de prestar los servicios de
forma directa, estableciendo un cálculo indemnizatorio por expropiación de
empresas de servicios públicos que, inspirado en la doctrina social de la
Iglesia, computaba como amortización los excedentes obtenidos por sobre una
ganancia razonable. Perón nunca quedó convencido de los beneficios que reportaría ese
incómodo artículo: por un lado, si en el futuro podría crear complicaciones
–de ser necesario, como el presidente ya preveía, recurrir a la inversión
extranjera para lograr el autoabastecimiento energético–, un artículo en una
Constitución –y hasta una Constitución misma– difícilmente eran garantía de
nada, al menos en un país donde la regla parece ser la de arrasar con la obra
del gobierno anterior, empezando todos los días todo de nuevo, como suelen
hacen los orates. Si tales eran los
temores de Perón, el tiempo demostraría que no le faltaba razón: el artículo 40
complicó las negociaciones con la California Oil Company para la exploración de
yacimientos petroleros y fue usado como argumento por aquellos que justamente
no lo habían votado, como el inveterado oportunista Arturo Frondizi y la entera
oposición radical. Por otra parte, la Constitución más moderna y más votada de
la historia argentina fue anulada mediante un bando militar por el golpe de
estado que había comenzado por anunciar que no habría vencedores y vencidos,
siguió con la persecución ideológica, los despidos de empleados públicos, el
encarcelamiento de dirigentes políticos, artistas y líderes sindicales, ató al
país a las políticas del FMI y reinició un proceso de endeudamiento, comenzando
así la lenta y sistemática destrucción de la industria nacional, la
extranjerización de la economía y un ciclo de violencia política que
ensangrentaría al país durante los siguientes 25 años. El artículo 40 y la
propia Constitución nacional no consiguieron impedir nada.