martes, 5 de septiembre de 2017

Domingo Alfredo Mercante. El corazón de Perón

TEODORO BOOT


El 21 de febrero de 1976 fallecía en Montevideo el coronel Domingo Alfredo Mercante, a quien Evita llamara “El Corazón de Perón”. El otro, el músculo cardíaco propiamente dicho del General, había dejado de latir menos de dos años antes, el 1 de julio de 1974. Fue entonces, en el Hall de Honor del Palacio del Congreso que tuvo lugar la despedida de esos dos viejos amigos devenidos en amargos desconocidos.  Se habían comenzado a tratar 40 años antes, durante un curso en la escuela de suboficiales en la que ambos eran profesores y desde su reencuentro en la Inspección de Tropas de Montaña que dirigía el general Farrell, fueron inseparables, hasta el distanciamiento que no pocos analistas posteriores considerarán uno de los dos hechos más trágicos de la historia del peronismo. Ambos participaron en la creación del GOU –Mercante con el número 1; Perón con el 19–, la logia militar  que impulsará a Edelmiro J. Farrell a la presidencia y catapultará a Perón a los primeros planos de la política nacional.  Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, supo decir Arquímedes explicando la potencia y posibilidades de la palanca. Para Perón, esa palanca fue primero el GOU e, inmediatamente después, el anodino Departamento del Trabajo que convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión, donde fue secundado por Mercante desde la Dirección General de Trabajo y Acción Social. Esta, y la trayectoria sindical de su padre en el gremio ferroviario, serán a su vez las palancas de Mercante, quien laboriosamente tejerá la red de relaciones del grupo de coroneles revolucionarios con un sector muy significativo del movimiento obrero, encabezado por el dirigente mercantil socialista Ángel Borlenghi y el abogado de la Unión Ferroviaria Juan Atilio Bramuglia. Y, a despecho de uno de los más caros hitos de la mitología peronista, será justamente Mercante el verdadero promotor y articulador de la reacción obrera ante el encarcelamiento de ese arremetedor coronel, ya por entonces tenido por ser “el primer trabajador”.
Es también Mercante el autor de la “salida política” que permite destrabar la situación, salvando así al gobierno de Farrell y, en consecuencia, la experiencia nacionalista y regeneradora iniciada por el ejército en 1943: liberación de Perón, seguida de su renuncia a todos los cargos, llamada a elecciones para febrero del año siguiente y candidatura de Perón a la presidencia. A cambio, Farrell se comprometía a sancionar las medidas centrales propuestas por el Consejo Nacional de Posguerra, que Perón había creado el año anterior, sin las cuales y llegado el caso, no estaba dispuesto a asumir la presidencia: estatización del Banco Central, nacionalización de los depósitos bancarios y creación del Instituto Argentino de Promoción e Intercambio, IAPI, que daba al Estado el monopolio del comercio exterior. Todas ellas, en efecto, sancionadas entre el 24 febrero (cuando contra todas los previsiones, Perón se impuso en las primeras elecciones limpias desde los tiempos Yrigoyen, hará en estos días nada menos que 70 años) y el 4 de junio de 1946, fecha fijada para la asunción del nuevo presidente. Entretanto, tan sólo una semana después del 17 de octubre, los sindicalistas afines a Perón habían creado el Partido Laborista, que sería presidido por el telefónico Luis Gay, secundado por Cipriano Reyes y dirigentes de casi todos los gremios. Los primeros crujidos se sintieron cuando Luis Gay, que había sido lanzado como candidato a senador por la capital, fue reemplazado por el marino conservador Alberto Teisaire, mientras Mercante, a quien Perón pretendía en la Secretaría General de la Presidencia, propuesto por los laboristas para la vicepresidencia, debía dejar lugar al radical Hortensio Quijano.   Los partidos que apoyaban al candidato a presidente eran tres: el Laborista (que finalmente le aportaría el 80% de los votos), la Junta Renovadora (una escisión del radicalismo) y el Partido Independiente, una fracción de los conservadores. Desde la Junta Nacional de Coordinación Política, Atilio Bramuglia cerró esa primera brecha provocada por las nominaciones de Teisaire y Quijano: los laboristas tendrían en 50% de los cargos electivos mientras el otro 50 % se repartiría, por mitades, entre ex radicales y conservadores.  Mientras Perón promovía para la gobernación bonaerense al radical renovador Alejandro Leloir, tras sucesivos regateos, los laboristas obtenían de Mercante la aceptación de la candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires.

Un gobernador que dejará huella
Sólo en forma relativamente reciente la gestión de Mercante al frente de la mayor de las provincias argentinas comenzó a ser estudiada y, en suma, revindicada, tanto en el aspecto político (con inusual capacidad fue deshaciéndose de los condicionamientos que le imponían los laboristas fortaleciendo el nuevo Partido Único de la Revolución Nacional, pronto denominado Peronista) como en la reorganización del Estado provincial, y una gestión de gran eficiencia, particularmente centrada en la reforma agraria –distribuyendo 130 mil hectáreas expropiadas a grandes terratenientes–, el desarrollo industrial, el crédito generoso, la creación de obra pública, la construcción de un gran cantidad de escuelas y hospitales, las viviendas obreras y el desarrollo del turismo social (el tradicional “chalecito peronista” fue, hasta su defenestración, conocido como “chalet Mercante” y, contrariando otros de los más preciados mitos del peronismo, se debe al gobierno de Mercante la creación de la República de los Niños, la expropiación del actual Parque Pereyra Iraola y la construcción del complejo turístico de Chapadmalal, inaugurado en 1948 y poco después cedido a la Fundación Eva Perón, creada ese mismo año). Mercante supo reorganizar el Estado y revolucionar la obra de gobierno basándose en un gabinete en el que convivían conspicuos integrantes del grupo Forja, como el ministro de Hacienda Miguel López Francés y el de Educación Julio César Avanza, radicales renovadores y personas de su íntima confianza, secundados por funcionarios aún más jóvenes (los ministros de Mercante oscilaban entre los 30 y los 35 años) ya no venidos de ninguna formación política anterior sino surgidos del propio Partido Peronista. Contó además con dos incorporaciones de enorme significación y trascendencia: las del fundador de FORJA Arturo Jauretche al frente del Banco Provincia y, como fiscal de Estado, la del joven y brillante abogado Arturo Sampay,  proveniente de los núcleos socialcristianos.
Los frutos de la obra de Perón al frente del ejecutivo nacional y de Mercante en la provincia de Buenos Aires se verán tan sólo dos años después cuando, encabezando la lista de diputados constituyentes, el gobernador obtenga un aplastante 65% contra el 28 % de los votos cosechados por la UCR. Naturalmente, Domingo Mercante fue elegido para presidir la convención que sancionaría una las constituciones más progresistas de la época. Ese sería el momento culminante de su carrera política, que se opacaría muy poco después.

II. La Constitución de 1949
Domingo Mercante, testigo de casamiento, estrecho amigo y colaborador de Juan Perón, artífice de la reacción obrera del 17 de octubre y cada vez más popular gobernador de la provincia de Buenos Aires, presidió la convención constituyente que, tras celebrar su reunión preparatoria el 24 de enero de 1949, sesionó durante todo el mes de febrero y aprobó un nuevo texto el 11 de marzo, jurándolo cinco días después.

Si bien la voz cantante la llevó su fiscal de Estado Arturo Sampay, considerado el padre del constitucionalismo social argentino, el rol de Mercante no fue decorativo. Por el contrario, no sólo se entrevistó numerosas veces con Perón, en una ocasión al menos para convencerlo de las virtudes del artículo 40, sino que en el domicilio del periodista nacionalista José Luis Torres había conformado su propio “brain storm” integrado, entre otros, por Jorge Del Río, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Sampay y el propio Torres. Fue ese grupo el que dio origen al célebre artículo que sancionaba el monopolio estatal del comercio exterior, la propiedad inalienable de la nación sobre el subsuelo y las fuentes energéticas, la obligación del Estado de prestar los servicios de forma directa, estableciendo un cálculo indemnizatorio por expropiación de empresas de servicios públicos que, inspirado en la doctrina social de la Iglesia, computaba como amortización los excedentes obtenidos por sobre una ganancia razonable.  Perón nunca quedó convencido de los beneficios que reportaría ese incómodo artículo: por un lado, si en el futuro podría crear complicaciones –de ser necesario, como el presidente ya preveía, recurrir a la inversión extranjera para lograr el autoabastecimiento energético–, un artículo en una Constitución –y hasta una Constitución misma– difícilmente eran garantía de nada, al menos en un país donde la regla parece ser la de arrasar con la obra del gobierno anterior, empezando todos los días todo de nuevo, como suelen hacen los orates.  Si tales eran los temores de Perón, el tiempo demostraría que no le faltaba razón: el artículo 40 complicó las negociaciones con la California Oil Company para la exploración de yacimientos petroleros y fue usado como argumento por aquellos que justamente no lo habían votado, como el inveterado oportunista Arturo Frondizi y la entera oposición radical. Por otra parte, la Constitución más moderna y más votada de la historia argentina fue anulada mediante un bando militar por el golpe de estado que había comenzado por anunciar que no habría vencedores y vencidos, siguió con la persecución ideológica, los despidos de empleados públicos, el encarcelamiento de dirigentes políticos, artistas y líderes sindicales, ató al país a las políticas del FMI y reinició un proceso de endeudamiento, comenzando así la lenta y sistemática destrucción de la industria nacional, la extranjerización de la economía y un ciclo de violencia política que ensangrentaría al país durante los siguientes 25 años. El artículo 40 y la propia Constitución nacional no consiguieron impedir nada.


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