Por
Juan Manuel Abal Medina
6
de julio de 2018
Estoy
en México, en esa plaza inconfundible que es el Zócalo; el recién electo
presidente Andrés Manuel López Obrador habla ante una multitud festiva con un
tono sobrio y medido que hace aún más notorio que acabamos de vivir un hecho
histórico. “Por el bien de todos,
primero los pobres”, concluye, reiterando la consigna que convirtió en el
eje de su vida pública.
El
discurso termina, la muchedumbre sigue ahí, cantando, festejando. “¡Es un
honor… estar con Obrador!”, “¡Ya llegó, ya está aquí, el que se chingó al PRI!”
repiten incansablemente. Nada de nuestras consignas elaboradas, ninguno de
nuestros pogos ni bombos, y con el imponente y austero Palacio Nacional, casi
la contracara de nuestra Casa Rosada neobarroca, enmarcando la noche y los
festejos.
No
puedo dejar de recordar la primera vez que estuve ahí, en ese Zócalo, hace
muchos, muchos años. Acabábamos de llegar a México cuando la guerra de Malvinas
obligó a la dictadura a darle el derecho de asilo a mi padre, poniendo fin a
seis años de encierro en la Embajada en Buenos Aires. El Presidente mexicano José López Portillo acababa de
anunciar la nacionalización de la banca; viniendo de las dictaduras
sudamericanas, ese hecho nos pareció a los miles de refugiados políticos casi
la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno y fuimos todos a esa plaza a
apoyarlo.
Desde ese 1982 hasta hoy
muchas catástrofes han asolado a México y su ciudad capital.
Naturales, como el terrible temblor de 1985 y varios que le sucedieron;
políticas, como los Pactos por México que terminaron con conquistas históricas,
y sociales, como la absurda guerra contra el narcotráfico que bañó de sangre al país desde 2006
especialmente. Pero de todas ellas, sin
duda la más nociva, fue el neoliberalismo.
La
estatización del sistema financiero de López
Portillo fue el último acto de un modelo que se había construido a partir de la
Revolución Mexicana, esa “primera revolución social del siglo pasado” (como
les gusta recordar a los mexicanos) que tuvo profundos componentes de
democracia, justicia, igualdad, antiimperialismo y nacionalismo y que alcanzó
con el gobierno de Lázaro Cárdenas
(1934-1940) su máximo potencial.
El
sistema que se construyó “institucionalizando” la revolución tenía como base el
partido de Estado, el Partido
Revolucionario Institucional en el que convivían los distintos sectores
sociales organizados, los trabajadores en la Confederación de Trabajadores de
México (CTM), los campesinos en la Confederación Nacional Campesina (CNC) y los
sectores medios en la Confederación Nacional de Organizaciones Populares
(CNOP), todos bajo la dirección del Presidente de la República que después de
cumplir su mandato (su “sexenio”) designaba a su sucesor (“el dedazo”) y no
intervenía más en la política activa.
Este
particular esquema, “más longevo que el PCUS (Partido Comunista de la Unión
Soviética)” como les gusta recordarnos,
garantizó décadas de estabilidad, crecimiento y mejoras sociales con una firme
intervención estatal sobre la economía y el desarrollo de una importante
red de bienestar social. A su vez, hizo del respeto por la autodeterminación de
los pueblos el eje de su política internacional, con lo que logró superar la guerra fría a pesar de
sus casi 3.200 kilómetros de frontera con los Estados Unidos.
Los
conflictos sociales se procesaban al interior del partido de Estado. Así, lo
que era percibido en un sexenio como exceso, era corregido en el siguiente en
una especie de péndulo en el que un presidente más hacia la izquierda era
sucedido por uno más de centro, y viceversa. No hace falta destacar que el
sistema tenía enormes defectos, pero lo cierto es que desde la Revolución hasta
mediados de los ochenta los mexicanos vieron cómo sus condiciones materiales y
simbólicas de vida iban mejorando. Educación y salud pública, jubilaciones y pensiones, ayudas sociales y derechos
laborales mejoraban año tras año, en un contexto regional donde eso era más la
excepción que la regla. Y si bien el sistema produjo terribles violaciones
a los derechos humanos -sin duda la
masacre de Tlatelolco fue la peor-, e importantes restricciones a los
derechos sociales y políticos, logró ser el único de los países grandes de
América Latina que quedó fuera de las dictaduras multitareas y del terrorismo
de Estado.
Pero
después de ese 1982 que recordamos, el sistema empezó a cambiar. Primero
sutilmente, después con claridad. Desde
Miguel de La Madrid hasta hoy no hubo más péndulo y solo gobiernos del mismo
signo neoliberal se sucedieron en el país. Seguramente fueron varias las
causas: la crisis de la deuda de los ‘80, la caída del mundo soviético años
después, la tendencia de los líderes del PRI a enviar a sus hijos a formarse en
las universidades de Estados Unidos. Modas ideológicas, pereza intelectual o
comodidad personal, pero lo cierto es que el pensamiento único se instaló en el
país con una fuerza llamativa.
Viví
varios años en México y luego viajé con regularidad hasta el 2000. Regresé
recién quince años después para dictar unas conferencias. Un colega me invitó a
dar un paseo, nos dirigimos al oeste, y todo fue irreconocible para mí. Torres
monumentales, centros comerciales gigantes, negocios de marcas de alta gama que
nunca estuvieron, ni estarán, en Buenos Aires, plazas cuidadas, calles
brillantes, modernas autopistas, hoteles 6 estrellas, restaurantes. Me costaba
reconocer siquiera los entornos. México había cambiado. Era el neoliberalismo.
Modas ideológicas,
pereza intelectual o comodidad personal, pero lo cierto es que el pensamiento
único se instaló en el país con una fuerza llamativa. Aquel año 2015 me abrumó el optimismo de la
mayoría de mis colegas. Senadores del PRI oficialista u opositores del PAN o el
PRD compartían palabras, diagnósticos, ideas.
México
ya no se sentía un “país emergente” era casi primermundista, un miembro de la
OCDE y principal socio comercial de la potencia global que por aquel entonces,
con Barack Obama, mostraba una de sus caras más amigables.
Recuerdo
cómo casi todos ellos me preguntaban por nuestras experiencias de gobierno
nacional populares de Sudamérica, con la curiosidad y benevolencia que cierta
gente utiliza para hablar de sociedades primitivas. Ellos ya no tenían temor.
El populista López Obrador había vuelto “a perder” la presidencia en 2012 y hasta había sido abandonado por su partido, el
PRD, que firmó los Pactos por México que consagraban el sueño neoliberal; nada
podía fallar.
Sin
embargo, desde que comenzó este giro empezaron también las reacciones. Ya en
1988, un grupo de importantes dirigentes del PRI reclamó un proceso
participativo de selección del sucesor del entonces Presidente De La Madrid que
venía aplicando las políticas neoliberales, convencidos de que su sucesor
profundizaría, como de hecho ocurrió, el sesgo económico de esa gestión.
Al
no lograr cambiar la base política del sistema del partido de Estado
-recordemos que el Presidente designaba a su sucesor-, este grupo encabezado
por Cuauhtémoc Cárdenas rompió con el
PRI y junto con pequeños partidos de izquierda se presentó en la elección.
No era nada novedoso, muchas veces el PRI había sufrido disidencias que fueron
vencidas, con buenas o malas artes, en el acto electoral. Pero esta vez fue
distinto. La entereza de Cárdenas, que había sido gobernador de su estado natal
Michoacán y era hijo del mítico Lázaro, sumada al hartazgo social con seis años
de políticas de austeridad neoliberal y al histórico reclamo por la democracia
y contra los abusos del PRI, generó una
votación tan masiva que el sistema, literalmente, no pudo procesarla. Queda en la
historia la respuesta que el entonces Secretario de Gobernación a cargo del
proceso electoral dio a los periodistas que lo cuestionaban por la inusitada
demora en presentar los resultados: “Se cayó el sistema” dijo y así fue.
Este fraude monumental,
la lucha de Cárdenas y los suyos y la comprensión de algunos lúcidos dirigentes
del PRI llevaron a la definitiva apertura del sistema. Se creó un Instituto Electoral con
participación ciudadana y control partidario, se reformuló por completo toda la
normativa electoral y finalmente se democratizó la Ciudad de México (epicentro
de estas luchas) con la elección popular de su Jefe de Gobierno, cargo que
estrenó el propio Cárdenas en 1997.
Pero
paralelamente a la apertura política, avanzaba la económica. Con la firma de Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados
Unidos y Canadá el neoliberalismo empezó a robustecerse discursivamente, lo
que le permitió al entonces presidente Carlos Salinas de Gortari imponer a su
sucesor. Sería la última vez.
Las
elecciones del año 2000 encontraron a
Cárdenas y los suyos ya organizados en el partido de la revolución democrática,
el PRD, y gobernando la Ciudad de México, cargo que dejaría para competir
por tercera vez por la presidencia.
Sin
embargo, la fortaleza del discurso neoliberal llevó a que el primer presidente
electo no priísta en décadas no sea Cárdenas sino el candidato del partido
tradicional de la derecha mexicana, Vicente
Fox, de Acción Nacional (PAN)
El
PAN había surgido de los grupos católicos anti revolucionarios que se alzaron
en armas contra el sistema en los años veinte del siglo pasado (los cristeros)
y en las elecciones de 2000 pudo expresar “las dos aperturas”, la económica y
la política, para acompañar a su histórica lucha por la apertura democrática
con un ideario vinculado a los empresarios y a los Estados Unidos que
sintonizaba mejor que el PRI con el clima de la época. Mientras tanto, el PRD
se consolidaba en la Ciudad con López Obrador que venía acompañando a Cárdenas
desde el principio como nuevo Jefe de Gobierno.
EL
CAMINO A LA PRESIDENCIA
En
la Ciudad, López Obrador realizó una
gestión controvertida pero con un enorme apoyo popular que le permitió terminar
su mandato con un 80% de aprobación ciudadana, después de superar un
intento de desafuero montado por el PRI y el PAN.
En
2006 se presenta como candidato del PRD
a la Presidencia y sufre una feroz campaña negativa que buscaba, hasta el
pasado domingo mismo, presentarlo como un “castrochavista”, la versión más dura
y radical de los movimientos nacionales populares latinoamericanos. Después de
un escrutinio que da un resultado muy parejo, pero que señala como ganador al
oficialista Felipe Calderón, López
Obrador y el PRD inician una gigantesca movilización, y la ocupación del
Zócalo, para forzar un nuevo recuento.
Pero
la gestión de Calderón profundiza aún más las políticas neoliberales y le suma
una trágica decisión, la llamada guerra a las drogas con la inclusión de las
fuerzas armadas en el combate a los cárteles del narcotráfico. La inseguridad y
la violencia crecen a niveles terribles mientras muchos mandos militares
pasan a trabajar para los carteles o incluso a armar los propios.
En
las elecciones de 2012, el descontento
ya evidente con el neoliberalismo y la creciente violencia no puede ser
capitalizado por López Obrador, que compite nuevamente, sino que es
aprovechado por el PRI con Enrique Peña Nieto. Con las credenciales de haber
mantenido el orden público durante décadas y un discurso que, al menos por su
historia, se ubicaba a la izquierda del PAN, el PRI parece para muchos la
solución.
Sin
embargo ocurrió lo contrario porque el nuevo
gobierno del PRI se disoció completamente de sus ideas originarias. Apenas
asumió, comenzó a negociar los ya mencionados Pactos por México que
implicaron reformas legales e incluso constitucionales de apertura y
desnacionalización económica más profundas incluso que las que intentaron los
gobiernos panistas. Y en términos de seguridad pública, después de algún inicio
interesante al desarmar los excesos de las políticas de Calderón, rápidamente
la violencia siguió incrementándose junto con la impunidad de sus autores.
El
regreso del PRI pareció recordar la
frase del 18 Brumario, la historia se repite y esta vez fue farsa: un político
neoliberal construido por el marketing, casado con una estrella de
telenovelas del multimedio Televisa, que sin ningún espesor histórico toca los
fondos de la política mexicana. Una mansión de ilegal origen, la llamada Casa
Blanca, no descubierta por una profunda investigación periodística sino
presentada impúdica y despreocupadamente por la primera dama en una revista de
corazón, la recepción a Donald Trump en
plena campaña para escuchar cómo éste le decía que lo iba a obligar a pagar el
muro que pensaba construir en la frontera. Y detrás de la farsa, el horror,
los miles de muertos que, con los mártires
de Ayotzinapa adelante, causan indignación con un sistema que se ha vuelto
putrefacto.
Difícil
pensar un más apropiado final para las tres décadas del neoliberalismo en
México que la caricaturesca impotencia de Peña Nieto y la contundente sobriedad
del discurso de
López Obrador. Su
triunfo nació en el de 1988 es cierto, pero también va más atrás, hasta Lázaro
Cárdenas y la Revolución. Porque sabemos que las revoluciones cuando son de
verdad no mueren, pueden detenerse e incluso retroceder, pero viven en lo
profundo de sus pueblos y cuando muchos las creen terminadas, renacen como el
árbol talado del poeta.
*Politólogo.
Senador Nacional por Buenos Aires PJ-FPV. Ex jefe de Gabinete de la Presidencia
de la Nación (2011-2013). Ex asesor de la Secretaría General de UNASUR. Miembro
de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU).