Alberto Buela (*)
No existe ningún otro
acontecimiento en la Tierra ni en el mundo que convoque tanta cantidad de
personas y que conmueva toda la vida del planeta como el mundial de fútbol
cada cuatro años.
Este es el hecho bruto y cierto: la vastedad de la repercusión. ¿Qué
podemos decir desde la filosofía sobre semejante conmoción?
El fútbol ha reemplazado desde la
segunda mitad del siglo XX y en lo que va del XXI a la guerra en gran escala.
La FIFA con 209 miembros tiene más países afiliados que las Naciones Unidas,
con 193. Los seleccionados representan a las naciones y no a los equipos de los
países de donde salen los jugadores. Los colores de las camisetas, en general,
están vinculados a los colores de las banderas o a la coloratura histórica de
los países. Así Argentina lleva la camiseta celeste y blanca, Brasil la verde
amarilla, pero en Europa va más atrás de las banderas. El fútbol es
representado por los colores nacionales,
así a Inglaterra el color blanco o España el rojo, Alemania el plateado (como
el color de la Mercedes Benz), Francia el blue, e Italia el azzurro (azul
claro) que son los colores históricos que les pertenecen.
Ese gran politólogo que es nuestro amigo, Horacio Cagni, nos observó: El fútbol simula una batalla con dos
equipos enfrentados, sus capitanes, corazas y soldados. Fijate que las
camisetas (corazas) a rayas son más permeables a la derrota que las lisas,
porque entre líneas, dejan lugar para pasar (herir).
O ese gran ocurrente oriental que es Eduardo Galeano cuando observa: el fútbol se parece a Dios, tiene la
devoción del pueblo creyente y la desconfianza de los intelectuales.
Nuestro maestro José Luís Torres,
el fiscal de la Década Infame, sostenía que: el fútbol es el partido del
imperialismo y por algo ha sido un invento inglés.
Dante Panzeri, ese gran observador del fútbol, afirmó: en esta dinámica de
lo impensado, un hombre puede ser infiel
a su mujer pero nunca a su camiseta o casaca.
El Papa Francisco acaba de
señalar que en la práctica del fútbol se deben observar tres comportamiento
esenciales: entrenamiento, juego limpio
y respeto a los adversarios.
Es decir, estamos ante un fenómeno que fue pensado desde muchos ángulos
pero que ninguno termina de comprender del todo.
El muy buen filósofo brasileno,
Nilo Reis, de Feria de Santana observa con agudeza: Eu jamais acreditei
neste time. Aliás, considero-me apenas tricampeão. Os dois últimos títulos não
foram conquistados com Arte, apenas com estratégia de "retranca". Lo
que quiere decir que hay que distinguir entre el fútbol como jogo bonito del
fútbol industrial y especulativo que se juega ahora.
Pero indudablemente, y más allá de todas estas válidas opiniones, este
inmenso fenómeno masivo, tanto por su práctica mundial como por los
espectadores desde los lugares más recónditos del planeta, algo nos está
diciendo: Qué el hombre necesita desatar
alegrías, no solo personales sino masivas.
Si Ortega y Gasset viviera
diría que es el deporte predilecto del hombre-masa, y no estaría errado. Lo que
ha sucedido en este último tiempo, sobre todo con la entrada de Internet, es
que ya no es sólo el burgués, al que él ser refería, sino que es el pueblo
llano en su conjunto el que participa hoy del juego.
Pero esta alegría de que hablamos está vinculada a la distensión de la voluntad y de la obligación a que nos ha llevado la
sociedad de consumo: trabajar pagar cuentas y tarjetas de crédito. Es como
un parate, como una puesta entre paréntesis, como una epojé del diario trajín.
Qué los gobiernos inescrupulosos aprovechan para tomar medidas antipopulares.
Claro está, ya no existe más el domingo como el día del Señor donde no se
trabajaba para honrar su gloria. Ese domingo al que llegábamos limpios pues
nuestros padres nos obligaban a bañar y asearnos, los sábados por la tarde.
Obvio que la fiesta del fútbol mundial cada cuatro años tiene sus
sacerdotes (los jugadores), sus acólitos (los entrenadores y técnicos), sus
misas (los partidos), sus réprobos (los que muerden o lastiman), sus santos
(los grandes jugadores) y sus feligreses (los hinchas, torcedores, hooligans o
tifossi).
Pero a diferencia de la Iglesia que
propone una felicidad ultramundana, la iglesia futbolera propone una felicidad
mundana, sin un más allá. Es decir con una conciencia de la banalidad o el
pasar de las cosas, porque dentro de cuatro años, otro puede ser el rey, el
salvador, el héroe.
Hay en este aspecto algo de la mentalidad estoica romana de alegrase con
los hechos hilaritas animi, pero al mismo tiempo aceptar los hechos, cuando nos
son contrarios. Todo perdedor que pierde luchando, es un ganador: Francia llega
como triunfador y pierde, México lo mismo, Costa Rica igual.
En realidad el fútbol se ha
transformado en una reacción ante la civilización ilustrada de estos últimos
doscientos años que no ha hecho más feliz a la humanidad sino, antes bien, más
desdichada. Es que el desarrollo tecnológico y financiero ha transformado
al mundo en usufructo y beneficio para unos pocos, y al hombre del pueblo le
cuesta mucho arrancar lo que necesita para vivir con su duro trabajo a una
naturaleza cada vez más pobre y rebelde.
El fútbol le da un respiro a sus
pesares cada cuatro años.
Es que el hombre (varón y mujer) ha pasado por distintas etapas en estos
últimos siglos. Así, de la vieja noción de calidad, a la que se llega por la
fortuna o la educación (comienzo de la modernidad), a la de mérito o esfuerzo
(revolución industrial) a, finalmente, la capacidad de consumo o shopping. Y
hoy en las canchas de fútbol, son más los que están fuera que adentro de los
shoppings.
Cuando los seleccionados llegan vencidos a sus respectivos países, si han
perdido luchando se los recibe como héroes (hasta los presidentes se sacan
fotos con ellos) y si han perdido mal, por haber jugado mal, son casi
considerados traidores a la patria (recuerdo aun cuando el seleccionado
argentino llegó a Ezeiza en 1958, que se lo recibió a monedazo limpio).
Pero, ¿Qué encierra esta cita mundial del fútbol cada cuatro años, como
una especie de eterno retorno de lo mismo, para hablar como Nietzsche?. En
primer lugar que la alegría, ese
sentimiento de placer que se siente ante una satisfacción o hecho favorable,
necesita renovarse cada tanto. No existe la alegría permanente. Luego, lo
efímero y banal de las cosas de este mundo. Es una alegría que no exige
responsabilidad por parte del pueblo o del que se goza. Posteriormente, la
necesidad de la acclamatio universal compartida, como un: aquí estamos nosotros
los hombres comunes (uomo qualunque). Y, finalmente, poder proclamar en forma
masiva como Schiler en su himno: todos los hombres han nacido de la alegría y a
la alegría vuelven.
En una sociedad desacralizada,
queda esto como el último grito mundano, de una muerte sin más allá.