Juan
Carlos Schmid - 15 de julio de 2018
Después de décadas de
recuperación de las normas elementales para la convivencia ciudadana, de
alternancia política, de haber atravesado casi un abismo social en el 2001,
cabría preguntarnos qué imagen de la democracia es la que perciben los sectores
más postergados de nuestro país. Es muy difícil encontrar una explicación
valedera para que, con 35 años de
vigencia de la democracia, nos encontremos con un tercio de la población
argentina sumergida en la pobreza. Año tras año se acumulan los planes
económicos; año tras año aparecen los eslóganes de campaña. Detrás de cada
campaña hay una promesa incumplida, detrás de cada promesa incumplida hay mayor
sufrimiento. Deberíamos preguntarnos si el voto, la libertad de elegir y ser
elegido, la vigencia de las normas constitucionales y de los partidos
políticos, son suficientes para resolver el drama profundo del país. Cabría preguntarse si la democracia es un
camino al servicio de los pobres o si, para millones de compatriotas, se
reducirá a una palabra vacía de contenido. Que se entienda bien: no estoy
renegando del sistema democrático. Como gran cantidad de compañeros del
sindicalismo, pertenezco a una generación que ha sufrido en carne propia las
consecuencias de las horas más duras de la dictadura militar. Pero algo debemos
estar haciendo mal los argentinos –todos, los que elegimos, los que son
elegidos, los políticos, los empresarios, los sindicalistas–, para que, en
democracia, tengamos semejante acumulación de desigualdad. Esta es la gran
deuda política con los más pobres. Una matriz diabólica. Por lo general se
habla de la necesidad de “combatir la pobreza”. Quizás haya que dar vuelta esa
consigna. Porque tal vez en la Argentina
y en el mundo, el problema sean los ricos, y no los pobres. O, mejor dicho, el
verdadero problema es la brutal desigualdad social que padecemos. Si
miramos esto a escala global, veremos que es una verdad incontrastable. El 10%
de la población mundial, que vive en los países
centrales, consume el 80% de los recursos del planeta. Uno solo de esos
países, Estados Unidos, representa apenas el 5% de los habitantes de la Tierra
y controla el 25% de esos recursos, en su mayoría ubicados geográficamente en
los países periféricos, como los latinoamericanos. Las trasnacionales acumulan año tras año enormes ganancias, en una
concentración de riqueza cuya contracara son 1.200 millones de personas que no saben si van a comer cada día, que
no tienen agua potable, que se mueren porque no disponen de vacunas, que
padecen condiciones de hambre y miseria, en la más completa exclusión y
marginalidad. Esos son solo algunos datos que muestran la realidad de un
sistema socioeconómico que se replica en mayor o menor medida al interior de
cada país. Es una matriz diabólica, generadora de pobreza, en un extremo, y de
desmedida acumulación de riqueza, en el otro. Es el mismo paradigma que viene
denunciando y condenando la Doctrina
Social de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II y la Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín, de la que en septiembre se
cumplirá medio siglo. Es esa estructura económica y social cuyo garante es el
Fondo Monetario Internacional, la que promueve deudas y condiciones durísimas a
los pueblos y las naciones. Es el mismo FMI
al que hoy el Gobierno nos ata una vez más, lo que solo pronostica mayores
penurias. Sus “programas de ajuste” ya en la década de 1970 generaban la
preocupación del Consejo Pontificio de Justicia y Paz, reclamando una
consideración ética de la deuda internacional… Los argentinos podemos dar fe de
que su aplicación destruye la comunidad y va en contra de toda ética. A esa
matriz diabólica el papa Juan Pablo II
la llamó “capitalismo salvaje”, y es el origen de la “cultura del descarte” denunciada por el papa Francisco. Si no
recordamos esas enseñanzas, si no encaramos ya una reconstrucción del tejido
social, basada en recuperar los valores de la solidaridad, del amor al prójimo,
del convencimiento de ser parte de una misma sociedad y habitantes de una casa
común, seguiremos errando el camino, sometidos a la incertidumbre sobre cuál
será nuestro futuro. En este sentido, el pensador polaco Zygmunt Bauman decía: “La incertidumbre en que vivimos se debe,
entre otras transformaciones, a la separación del poder y la política, el
debilitamiento de los sistemas de seguridad que protegían al individuo, o la
renuncia al pensamiento y a la planificación a largo plazo: el olvido se
presenta como condición del éxito”. Nuestra historia reciente. En nuestro país,
la aplicación de esa matriz diabólica
tiene su origen en la última dictadura y el plan de Martínez de Hoz, aunque
tuvo un antecedente que también conviene recordar. Me refiero al “Rodrigazo” de 1975, al que los
trabajadores argentinos, con la CGT a la cabeza, enfrentamos hasta expulsar, no
solo al ministro Rodrigo sino a su jefe, López Rega. El golpe de 1976, con su
terrorismo de Estado, impulsó ese “modelo” basado en la desigualdad, que luego
terminaron de implantar gobiernos elegidos por la ciudadanía, traicionando
todas sus promesas de campaña. A partir de entonces, la desocupación no solo
pegó un salto exponencial, sino que se convirtió en estructural, destruyendo
sistemáticamente el empleo estable, socavando derechos y conquistas históricas,
imponiendo la precarización, “informalidad”, “desregulación” y demás nombres
que se usan para verduguear al pueblo trabajador al punto de no saber si
podremos ganarnos el pan con el sudor de nuestras frentes. Es lo que en la
década de los 80 empezó a llamarse
“neoliberalismo”, pero al que por desgracia contribuyen también quienes,
aunque dicen rechazarlo, reducen a márgenes muy estrechos los cambios
necesarios. Aplicando lo que parece un “posibilismo” de muy corto vuelo, han
permitido ciertos logros, valorables desde ya, pero sin modificar la estructura
de esa matriz diabólica. Trabajan sobre
las consecuencias y no sobre las causas, y así los males se siguen regenerando.
Un simple ejemplo creo que alcanza para comprobarlo: desde 1976 hasta la
fecha, las grandes corporaciones
financieras más concentradas han sido y son las que mayores ganancias han
obtenido en nuestro país, sin importar el tipo de gobierno ni el partido que lo
haya ejercido. Esa matriz que genera pobreza, exclusión, marginalidad, tiene su
centro en el ataque permanente al trabajo y a los trabajadores, creadores de la
riqueza. Que lo digan, si no, los cuatro
millones de compañeras y compañeros asalariados
“no registrados”, que no están amparados por un convenio en sus condiciones
laborales ni cuentan con aportes previsionales ni cobertura médica y social. También
afecta a quienes tienen un empleo registrado, con salarios depreciados
por la inflación, golpea salvajemente a nuestros jubilados y pensionados,
víctimas del doble saqueo que significa, por un lado, la perversa modificación del ajuste de sus haberes, y por el otro, el
continuo recorte de los servicios que debe proveerles el PAMI. A ellos hay
que sumar a la gran mayoría de quienes para las estadísticas oficiales son
pequeños monotributistas, y los millones de compañeras y compañeros de la
economía popular, desocupados y cuentapropistas que, por lo general, son los
más agredidos. Clientelismo, exclusión y desigualdad. Esa agresión despiadada
incurre, además, en una serie de falacias desde los medios y opinadores adictos
a la doble moral. Es lo que suele ocurrir cada vez que se habla de clientelismo
político, con términos agraviantes para muchos compatriotas a los que no les
dejan otro remedio que acudir a sus redes. Una primera falsedad que se repite sobre este tema es atribuir el origen de los
mecanismos clientelares al peronismo, como si los punteros políticos no
existiesen desde la época de los conservadores de hace más de un siglo. Sin
remontarnos tan lejos, recordemos que el Plan Alimentario Nacional, creado por
el gobierno del doctor Alfonsín cuando se restableció la democracia, era
implementado a través de los comités partidarios. ¿O es que allí no se
organizaba la entrega de las famosas “cajas PAN”? Otra falacia sobre el clientelismo es ver el problema como un mero mecanismo
de corrupción, sin comprender que en las condiciones de pobreza estructural
que padecemos, muchas veces el puntero es la única persona a la que pueden
recurrir los habitantes de las barriadas. El padre Rodrigo Zarazaga, en un
profundo estudio del tema, dice que “el puntero es el rostro del Estado ante
los pobres” o, al menos, el mediador ante el Estado, y en muchas ocasiones
resulta un agente de contención social. No estoy justificando el clientelismo.
Solo digo que si queremos cambiar la realidad, tenemos que saber cómo funciona.
En todo caso, y acá es donde más se ve la doble vara con que se pretende medir
las cosas, no olvidemos que la más tremenda y costosa corrupción es la que se
da en ese “clientelismo vip” de las
altas esferas de la economía y la política. Aquí no es el puntero que da una
mano al necesitado, a cambio del voto o de que concurra a un acto, sino el
político que busca al poderoso económico para que le financie su campaña, a
cambio de otorgarle beneficios que salen del bolsillo de todos los argentinos.
Este clientelismo al revés existe en todo el mundo. No hay presidente norteamericano que haya llegado al gobierno de otro
modo en el último siglo y medio. Allá lo llaman “lobby”, y hasta está
institucionalizado. En la Argentina gobernada por los CEOs de grandes empresas,
a veces los límites se vuelven borrosos, porque el poder económico y el
funcionario resultan la misma persona, o son parientes cercanos. De muestra,
tenemos toda la política actual para los combustibles, el negocio
agroexportador y el inmenso saqueo de los fondos públicos que van a pagar la
“timba” financiera y cambiaria, en lugar de destinarse a remediar las penurias.
Lo dicen las cifras oficiales: en 2017, solamente por intereses de las famosas Lebac, el Banco Central pagó, de nuestro
bolsillo, no menos de 180 mil millones de pesos. Son tres años de todo lo
pagado por la Anses en concepto de Asignación Universal por Hijo. Y no
escuché a ningún periodista hablar de estos “lebacplaneros” que de una mordida
se engullen los fondos públicos que faltan para las escuelas, los hospitales,
las salitas de salud, los comedores populares, los jubilados o poner en
funcionamiento el aparato productivo del país. Recuperar el sentido de
Justicia. Se trata de recuperar una mayor equidad social, que nuestro país conoció
y que fue un valor esencial de los documentos de la Conferencia Episcopal de
Medellín de hace cincuenta años. Ese mismo 1968, en el que empecé a trabajar en
mi oficio, estuvo marcado también por otros hechos; algunos de ellos, muy
trágicos, como los asesinatos en Estados Unidos del pastor de la Iglesia
Bautista Martin Luther King, luchador por la igualdad de derechos y por la paz,
y de Robert Kennedy, que de no mediar ese crimen hubiera sido presidente de su
país. Quisiera recordar, porque vienen a cuento, las palabras que Robert Kennedy improvisó, citando de
memoria al griego Esquilo, cuando se enteró de la muerte del reverendo King:
“Lo que necesitamos no es división, no es odio, no es violencia o anarquía. Lo
que necesitamos es amor, sabiduría y compasión hacia los demás, y un
sentimiento de Justicia para los que sufren en nuestro país”.