Decía
Favio: “Quien nace cineasta viene con una urgencia, testimoniar el llanto,
testimoniar la historia,
cantarle a la pasión, cantarle a la poesía, ser memoria.” Quien nace poeta anda con la misma urgencia de Leonardo, condensada
en la triada pasión, poesía, memoria. Discépolo. Sus casi 30 letras de tango.
El hombre de Discépolo. Allí, la pérdida de ideales y la ausencia de
ilusiones se dan violentamente con una imagen de sí mismo que no es la que se
soñó: “Oigo a mi madre aún, /la oigo engañándome,/porque la vida me negó
las esperanzas/que en la cuna me cantó,/yo hubiera dado mi vida,/por conservar
mi ilusión” (Desencanto); “Novia
querida, novia de ayer…/¡qué ganas tengo de llorar nuestra niñez!/¡Quién más,
quien menos, pa´ malcomer/somos la mueca de lo que soñamos ser!” (Quien más, quien menos); “¡Las cosas
que he soñado, me cache en dié, qué gil! (Tres
esperanzas); la imagen más visceral: “CUANTO DOLOR/QUE HACE REÍR” (Soy un arlequín).
Atrapado en la vorágine, el hombre de
Discépolo se vuelve indiferente ante la suerte ajena: “No esperes nunca una
ayuda,/ni una mano, ni un favor” (Yira,
yira); “La gente me ha engañado desde el día en que nací”, “La gente es
brutal y odia siempre al que sueña.” (Infamia) No hay vuelta: “¿Te crees que el
mundo lo vas a arreglar vos?”, “¿Pero no ves, gilito embanderado/que la razón
la tiene el de más guita?” (Qué
vachaché); “El mundo fue y será una porquería”, “Todo es igual, nada es
mejor” (Cambalache); “Luchar contra
la gente es infernal” (Infamia).
El hombre de Discépolo, tremenda solo,
escapándole al pasado y sin futuro, afirma, tembloroso: “Solo/pavorosamente
solo…/como están los que se mueren,/los que sufren, los que quieren” (Martirio); “Son ganas de olvidar,
terror al porvenir./Me he vuelto pa´mirar, y el pasado me ha hecho reír…” (Tres esperanzas)
Sin duda, sólo queda la apelación a lo metafísico: “Aullando
entre relámpagos,/perdido en la tormenta/de mi noche interminable, Dios/busco
tu nombre” (Tormenta); o la muerte:
“No doy un paso más, alma otaria que hay en mí,/me siento destrozado,
¡MURÁMONOS AQUÍ!/Si a un paso del adiós no hay un beso para mí,/¡cachá el
bufoso y chau… vamo a dormir” (Tres
esperanzas)
En
su último tango de 1948, “Cafetín de Buenos Aires”, si bien se observa un tibio cambio
de tono donde amaina la pintura cínica y amarga de la realidad y se pierde la
exaltada desesperación, desde la eterna mesa de café se recuerda al chiquilín
que se fue y cuyo aprendizaje de la vida no constituye ya la negación del mundo
sino la abnegación más extrema: “la poesía cruel de no pensar ya más en mí” y
sus consecuencias: “bebí mis años… y me entregué sin luchar.”
Al mundo hondamente desesperanzado del
hombre de Discépolo, ese al que resumió Manzi en los versos de despedida al
flaco que se fue demasiado pronto, corriendo nomás los 50 abriles: "¿No
ves que están bailando, no ves que están de fiesta? Vamos que todo duele, viejo
Discepolín", influido por la
enfermedad que se lo llevaría pocas semanas más tarde pero también porque con
el triunfo del peronismo (la fiesta del pueblo peronista, de los
trabajadores) veía condensadas sus ilusiones de juventud, de la generación radical a la que pertenecía y
que permaneció apegada sentimentalmente a la figura de su líder y a la
Argentina de los '20 toda la vida. A ese mundo sólo lo ordena el Peronismo