Como
respuesta a algunas observaciones que me han hecho, sobre todo desde el
derecho, a cerca de mi reciente libro Virtudes
contra deberes, van estas líneas que pretenden ser aclaratorias.
El concepto clásico de virtud encuentra su
fundamento en una metafísica que hoy ha sido abandonada, pero hay autores, como
Gadamer, Aubenque o Berti, que lo han tratado de recuperar en su prístino
sentido. Por consiguiente, la recuperación de este concepto fuera de su
contexto supone dificultades conceptuales, no simplemente terminológicas.
En
el intento de cada uno de los autores (sobre todo de lengua inglesa) de dar una
definición de la virtud, sin un adecuado marco conceptual filosófico (ignorando
1700 años de investigación filosófica, de Aristóteles a Ockham), es
comprensible que surjan discordancias y hasta contradicciones entre ellos. Si
se intenta dar cuenta de la virtud extrayéndola de su verdadero contexto
antropológico es fácil que se la reduzca a un mero elemento de cooperación con
el obrar.
La
base epistemológica de la argumentación jurídica actual tiene como fundamento
la ética discursiva de Habermas y el
concepto kantiano de racionalidad práctica, que tiene la pretensión de
imparcialidad y de universalidad. Quien normaliza estas ideas para el derecho
es Chaïm Perelman (1912-1984) con su
teoría standard de la argumentación. No obstante la fama e imposición
internacional de dicha teoría, la misma encierra una falla gravísima: deja de
lado el contexto, tanto sea el carácter del orador o juez, la recepción del
auditorio real o el juzgado, la situación particular del caso.
Se
puede afirmar que la ética aretaica, en este sentido, encuentra su expresión
adecuada en la definición de Quintiliano para quien la legitimidad de la
retórica procede de la dignidad del que habla más que de la argumentación. En
el caso del juez, la índole del que juzga.
Es
que la judicatura imparcial y fría del
racionalismo ilustrado es una creación de la razón no un producto de la
realidad donde intervienen emociones y estados de ánimo tanto del juez como del
orador y el auditorio. Las éticas de la virtud no desvinculan la razón de las
emociones como hace la ética ilustrada.
Hay
que intentar en toda circunstancia la realización humana del vir bonus= hombre bueno. Que no es lo
mismo que el “buen hombre”, pues éste puede realizar una acción buena, ej.,
ayudar a un ciego a cruzar la calle, y cuando lo deja patear a un perro que
pasa por la vereda.
En
el hombre bueno, en el prudente, en
el spoudaios, en el phronimós eso es imposible porque él es
“el criterio de corrección” como enseñaba mi maestro Pierre Aubenque.
En
definitiva, y este es el secreto profundo de la ética aretaica, el hombre es
bueno, no porque realice actos buenos, sino porque él es bueno. La tautología, es bueno porque es bueno,
es lo que hizo afirmar al gran Max Scheler que “el valor de la acción moral va de espaldas a la acción”. Y el que
no entiende esto no entiende nada de ética y sería mejor que se ponga una
pizzería.
