Eduardo J. Vior
5
de agosto para
Los estudiosos
de la política exterior norteamericana suelen decir que la diplomacia norteamericana es como un portaviones: cuesta mucho ponerlo
en curso, pero cuando se lo logra, es dificilísimo torcer su rumbo. Trump
tardó un año en retirar a su país del tratado nuclear con Irán, pero aún no logró que los europeos lo sigan. Los anunciados
alejamientos del acuerdo sobre el clima
y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) no estarán formalizados
antes de la elección de noviembre. Cumplir su decisión de retirar miles de efectivos de Alemania y desplegar una parte en Europa
Oriental demorará años. Además, el volantazo que el presidente quiso dar en
la política exterior se vio trabado por la inexperiencia de gran parte de su
equipo, por el sabotaje de los militares, diplomáticos y altos funcionarios de
la inteligencia (el “Estado profundo”) y por su carácter tan poco diplomático.
No obstante, a Donald Trump hay que
reconocerle que es el primer presidente desde 1898 que no inicia ninguna guerra
exterior. Para los latinoamericanos, en particular, es fundamental que, más
allá de su arrogancia, desde 2017 el mandatario ha bloqueado todos los intentos
de intervención violenta y, sucesivamente,
ha remplazado a sus funcionarios más agresivos, como John Bolton o Elliot
Abrams.
Por el
contrario, Joe Biden, con 40 años de
experiencia en el Senado y ocho como Vicepresidente de la Unión (2009-17), está
estrechamente imbricado con el servicio diplomático, los militares y las
agencias de inteligencia. Conoce al dedillo los intereses y las necesidades de
las grandes corporaciones de su país en el exterior y llama a muchos dirigentes
extranjeros por su nombre de pila.
Consecuentemente,
su equipo de campaña incluye una selección de los más granados asesores
demócratas en política exterior: Jake
Sullivan fue jefe de Planeamiento del Departamento de Estado en la
presidencia de Barack Obama, Nicholas Burns desempeñó altos cargos diplomáticos
durante las presidencias de George W. Bush y Bill Clinton. Tony Blinken, por su parte, fue Subsecretario de Estado y
Subdirector del Consejo Nacional de Seguridad en la época de Obama. Susan Rice, finalmente, fue Consejera
de Seguridad Nacional y embajadora ante la ONU en el gobierno de Obama.
Como los
demócratas han decidido que el segundo puesto de la fórmula sea para una mujer
y, preferentemente, negra, Rice está también entre las cuatro precandidatas a
la Vicepresidencia. Si ella, finalmente, no fuera seleccionada, pero él resulta
electo, sin dudas será una de sus principales consejeras.
Blinken, en
tanto, suena para Secretario de Estado y su socia Michèle Flournoy, para la Secretaría de Defensa en la que ella ya
sirvió como Subsecretaria entre 2009 y 2012. Ambos han fundado una empresa de
consultoría, WestExec Advisors, que asesora a una variedad de firmas
tecnológicas, como Uber, el laboratorio de ideas de Google, Jigsaw, la empresa
israelí de inteligencia artificial Windward, así como diversos fondos de
inversión y de riesgo. Muchas de estas firmas tienen actividades poco claras,
de modo que –en caso de que ambos lleguen al gobierno- existe un fundado temor
de que haya tráfico de influencias.
Biden podría
criticar la pésima respuesta de Trump a la pandemia de COVID-19, su negativa a
escuchar el consejo de sus asesores científicos, su incapacidad para impulsar
el rápido desarrollo de tests que podrían haber ahorrado vidas y las carencias
de material de protección para el personal sanitario, pero ha preferido
asimilarse al discurso de su adversario y mostrarse más antichino que él. De
hecho, Biden está repitiendo las tácticas que fueron exitosas en el pasado,
cuando, por ejemplo, Bill Clinton ganó
la elección de 1992 mostrándose como más pro-empresario y punitivista que su
adversario Bush (padre) o cuando Barack Obama en 2009 entregó ingentes
sumas a los bancos y en años sucesivos batió el récord de asesinatos de adversarios con drones. La conclusión fue
que ambos pudieron gobernar dos mandatos cada uno, pero el Partido Demócrata
perdió la mayoría en el Senado y varias veces también en la Cámara de
Representantes. Entre el original y la copia los electores prefieren el
primero.
Aunque fueron
los republicanos quienes en 1972
establecieron las relaciones diplomáticas con la República Popular, suena
creíble que, por razones ideológicas, critiquen las políticas chinas de
derechos humanos y de libertad de expresión. Considerando los pingües negocios
que las corporaciones norteamericanas han hecho en y con China desde la década
de 1990, suena absurdo que los demócratas ahora quieran enfrentar al gigante
asiático con una retórica que toman prestada de Trump.
Lo mismo puede
decirse de los demás campos cruciales de la política exterior:
– En el Medio Oriente el equipo de Biden ha
prometido reanudar la asistencia a la Autoridad Nacional Palestina y a las
agencias que atienden a los refugiados palestinos en distintos países. Sin
embargo, no ha respondido si retrotraerá la decisión de Trump de trasladar la embajada a Jerusalén ni que hará, si
Israel concreta la anexión de Cisjordania antes del cambio de gobierno.
– Ha prometido,
sí, que EE.UU. volverá a ser miembro de
la UNESCO, del Consejo de Derechos Humanos y de la Organización Mundial de la
Salud. Habrá que ver con qué condiciones.
– Su actitud hacia Europa será mucho más
conciliatoria que la del presidente actual y tratará de reforzar la alianza
atlántica, pero no han aclarado como se comportarán ante la salida de Gran
Bretaña de la Unión Europea ni cómo tratarán el creciente conflicto entre su
estrecho aliado Polonia y los viejos socios Alemania y Francia.
– En África, en tanto, procurará intensificar la
presencia norteamericana y combatir la influencia china, pero no se sabe
con qué medios.
– En Asia Oriental, a su vez, propone volver al
curso tradicional y fortalecer la presencia militar norteamericana en Japón y
Corea del Sur, mientras revisa la diplomacia personal que Trump ha llevado
con el presidente norcoreano Kim Jong-Um.
– Hacia América Latina, finalmente, el
candidato demócrata propone suspender la expulsión de inmigrantes
indocumentados mientras trascurren sus procesos judiciales, redireccionar
partidas presupuestarias destinadas a la construcción del muro fronterizo hacia
otros destinos, retomar el diálogo con
Cuba llevado adelante por Obama y fortalecer la cooperación panamericana. Precisamente
en este punto se esconde la clave de su política hacia el continente: los
principales socios de la “cooperación
panamericana” son Brasil y Colombia, cuyas fuerzas armadas desde hace
tiempo apuntan hacia Venezuela. ¿Es una guerra regional el precio de la “nueva”
política demócrata hacia América Latina?
Repitiendo las
viejas tácticas, con el personal de hace 25 o 10 años, es difícil que Joe Biden
pueda hacer una política exterior nueva, pero
el mundo ha cambiado: Estados Unidos sigue siendo la mayor superpotencia, pero
ha perdido el liderazgo. Sus competidores, entre tanto, han armado un sólido
bloque defensivo y en América Latina el Comando Sur mantiene su capacidad
destructiva, pero no tiene mucho que ofrecer. La falta de sentido de
realidad de los estrategas norteamericanos puede ocasionar un desastre.
