Por Eduardo J. Vior para InfoBaires24
La ceguera ideológica, la arrogancia del alto mando, la ausencia de claridad estratégica y la carencia de conducción convirtieron la inevitable derrota de Estados Unidos en el Hindu Kush en una catástrofe. Desde que Donald Trump firmó en febrero de 2020 el acuerdo con los talibanes, para retirar a las tropas norteamericanas del país de Asia Central hasta mayo de 2021 (plazo que Joe Biden luego prorrogó hasta el 31 de agosto venidero) era previsible para cualquier observador sin anteojeras que los insurgentes se harían con el poder y que el Imperio estaba derrotado. Sin embargo, la combinación de soberbia, falta de realismo, acomodamiento y decrepitud (no sólo del presidente) que reinan en Washington transformó la previsible pérdida en un terremoto de alcance mundial.
Dicen que la inteligencia de EE.UU. predijo
la rápida derrota del Ejército afgano, mientras que Biden minimizaba la amenaza.
Solo después del evidente caos el mandatario estadounidense habría admitido que
los talibanes habían conseguido hacerse con el control del país mucho más
rápido de lo que esperaba su gobierno.
Funcionarios de
inteligencia de EE.UU. afirman haber advertido tempranamente sobre el colapso
de las fuerzas armadas de Afganistán y una rápida toma del poder por parte de
los talibanes, reveló un informe publicado este martes por The New York Times.
Las evaluaciones de inteligencia estadounidenses ya venían cuestionando si las
fuerzas afganas estaban dispuestas a resistir el avance talibán y si el gobierno
del país se encontraba en capacidad de mantener el control de la capital. En
julio, los informes fueron incluso más pesimistas, sugiriendo que los
combatientes afganos no estaban
preparados para evitar una derrota, según los documentos clasificados. Las
tropas estaban mal pagadas y muchas veces no les llegaban ni los sueldos ni las
vituallas, que eran comercializadas por sus jefes en el mercado negro o
vendidas a los propios talibanes.
Mientras
Washington se preparaba para la retirada de sus tropas, el mes pasado Biden
seguía desvalorizando las capacidades de los combatientes islámicos, afirmando
que una invasión era muy poco probable y prometiendo que no habría una
evacuación caótica de los estadounidenses como al término de la guerra de Vietnam
en 1975.
En vez de
disculparse por el desastre, el pasado lunes Biden dijo en su discurso que “la
construcción de una nación nunca fue un objetivo de la ocupación norteamericana
en Afganistán”.
Sin embargo, el fin de semana pasado, el Ejército Nacional Afgano terminó
rindiéndose sin luchar, a medida que los talibanes tomaban el control de la
capital. El presidente Ashraf Ghani renunció a su cargo y abandonó el país en
dirección a Uzbequistán, llevándose consigo cuatro coches cargados con 160 millones de dólares de las arcas del
Estado, para recalar finalmente en Doha, en los Emiratos. El personal
diplomático estadounidense también tuvo que ser evacuado rápidamente hacia el
aeropuerto de Kabul, mientras dejaba atrás y sin preaviso a miles de colaboradores
y traductores.
Fue sólo después
de que el caos se hizo evidente que el mandatario norteamericano admitió que
los rebeldes afganos habían conseguido hacerse con el control del país mucho
más rápido de lo que esperaba su equipo.
Uno de los
informes de inteligencia publicado por The New York Times suponía que el grupo
rebelde primero cruzaría la frontera, después se trasladaría a las capitales de
las provincias, antes de asegurar el territorio en el norte, para luego
ingresar a Kabul, predicciones que –según el diario neoyorquino- en gran medida
habrían sido precisas. Sin embargo, informaciones de Afganistán revelan,
primero, que los talibanes todos los días cruzan la frontera con el norte y el
oeste de Paquistán, simplemente, porque la mayoría de ellos pertenecen a la etnia pashtún, que representa el 42% de la
población afgana y está asentada a ambos lados de la frontera convenida en
1922 entre el Imperio Británico y el Reino de Afganistán, después de que las
tropas imperiales fueran derrotadas en su tercer intento de invadir el país de
Asia Central.
En segundo
lugar, aprendiendo de la experiencia de 2001, los talibanes ya no libran batallas frontales, sino que se infiltran
silenciosamente en las ciudades, para que esas “células dormidas” actúen en
el momento del combate. Así lo hicieron en Kandahar, Jalalabad y, finalmente,
en Kabul. No necesitaron “tomar” las ciudades. Enfrentados a la ofensiva
externa y al levantamiento interno, las defensas gubernamentales se
desmoronaron. Con su parafernalia de big data la comunidad de inteligencia
norteamericana no previó que la capilaridad de la sociedad afgana y el
cansancio por la indecible corrupción y latrocinio del gobierno títere abrirían
las puertas de las mayores ciudades a los seguidores del histórico Mulá Omar
casi sin derramamiento de sangre.
«La mayoría de
las evaluaciones de EE.UU. se habían centrado en cuán bien iría a las fuerzas
de seguridad afganas en una lucha con los talibanes. En realidad, nunca
pelearon realmente», comentó Seth Jones, un experto del Centro de Estudios
Estratégicos e Internacionales en Washington.
Los talibanes tienen ahora el enorme
problema de poner orden en sus propias filas, evitar desbordes que los aíslen
internamente frente a otras etnias y grupos religiosos, mostrarse tolerantes
con las mujeres y, sobre todo, con la minoría chiíta del oeste (Herat),
protegida por Irán, administrar la cotidianeidad, formar un gobierno de
coalición, controlar el tráfico del opio comercializado por norteamericanos y británicos
a través de Turkmenistán hacia Azerbaiyán, Turquía y Europa, y obtener el
reconocimiento de la Organización de Cooperación de Shanghai (SCO, por su
nombre en inglés), llave maestra para tener relaciones pacíficas dentro de Asia
y obtener asistencia financiera y económica.
Sin embargo, la
batalla principal de la posguerra se libra en Washington. Durante dos décadas
los elegantes generales de cuatro estrellas y almirantes norteamericanos llegaron a enterrar un billón de dólares en el pobre
país del Hindu Kush. Caudillos políticos como el general David Petraeus
mandonearon a los gobiernos civiles. Ahora, el informe publicado en el diario
de los Sulzberger intenta echar la culpa al equipo presidencial de Joe Biden.
Otros informes en los medios capitalinos están “descubriendo” la corrupción y
el defaitismo del ejército afgano. La prestigiosa Foreign Affairs llegó a
publicar el martes 17 que “la principal responsabilidad de este trágico final
de 20 años de esfuerzos de construcción
del Estado en Afganistán recae directamente en los dirigentes afganos”.
Nadie habla de la colusión del Estado Mayor Conjunto de EE.UU. con las empresas que sobrefacturan miles de
millones de dólares de material innecesario para alimentar guerras permanentes
que sólo conducen a una derrota tras otra, miserablemente encubiertas por
los medios asociados al mismo poder.
Es probable que
el dinámico y asertivo Jarek Sullivan tenga los días contados al frente del
Consejo de Seguridad Nacional. Puede seguirlo el “todo según lo establecido”
secretario de Estado Antony Blinken. Ya es más difícil, en cambio, que la
empresa Raytheon deje caer a su testaferro en el Pentágono, el secretario de
Defensa Lloyd Austin.
La denegación
del fracaso conlleva la tentación de repetir las mismas acciones que lo
produjeron. Siempre el responsable está afuera. Probablemente, muchos
entorchados piensen que, si ellos se hicieran cargo del gobierno, las cosas se
harían “como se debe”. No obstante, que los generales y almirantes no se
equivoquen: si ocupan el gabinete de Biden, se habrán quedado sin amortiguador.
Todas las tensiones de un mundo en transición y de una nación norteamericana
desengañada y desesperanzada caerán sobre las fuerzas armadas sin que nadie las
proteja. Cuando hacia 1960 el Imperio Británico se derrumbó y decenas de sus
colonias se independizaron, la Reina Isabel se puso la mochila al hombro y
reaseguró a la aristocracia, el gran capital financiero y los militares la
continuidad del poder británico por otros medios. Estados Unidos carece de ese
paraguas tradicionalista. La lealtad de sus ciudadanos y la aceptación de sus
aliados las ha obtenido y mantenido por una hábil combinación (a veces,
prestidigitación) de consumismo y excepcionalismo. Si no hay una cosa ni la
otra y no hay rey que los cobije, quedan desnudos y a la intemperie. El gran derrotado
de la guerra de Afganistán debe pagar ahora sus cuentas.