por Eduardo J. Vior para InfoBaires24
Hacía casi 70
años que Estados Unidos no elegía a un presidente con una experiencia en
política exterior y seguridad nacional que rivalizara con la de Joe Biden. Su único competidor en esta categoría, el
presidente Dwight D. Eisenhower, colocó en puestos clave a trogloditas que por
razones ideológicas se oponían a tratar diplomáticamente con la Unión
Soviética. Como resultado, cuando la muerte de Joseph Stalin en 1953 abrió la puerta a posibles negociaciones con los
nuevos dirigentes del Kremlin, Eisenhower perdió una importante oportunidad
de distender la política mundial. Cuando cayó el muro de Berlín en 1989 y Mijail Gorbachov convocó a forjar “la Casa Común de
Europa”, George Bush Sr. (1989-93) y Bill Clinton (1993-2001) desperdiciaron la
oportunidad, expandieron la OTAN hacia el Este y con las guerras de Irak
(1991) y Yugoslavia (1992-99) instauraron un dominio universal que creían
eterno. Las guerras de Afganistán (2001-2021) e Irak (2003-2009), finalmente,
sirvieron al secretario de Defensa Donald Rumsfeld, para reformar las fuerzas
armadas, dándoles una autonomía inusitada que el actual presidente prometió
reducir, hasta ahora sin efectos palpables.
Ni siquiera
Eisenhower tenía la experiencia que Biden
acumuló a lo largo de casi 50 años en el gobierno, que incluyeron 20 años en el
Comité de Relaciones Exteriores del Senado (12 de ellos como presidente o
miembro de mayor rango) y ocho años como vicepresidente del país. Durante
la campaña de 2020 el postulante demócrata citó con frecuencia sus viajes a más
de 60 países y sus encuentros personales con más de 100 jefes de Estado. El
entonces candidato se jactaba en privado de su capacidad para dominar a la
burocracia de seguridad nacional, subrayando que “ni siquiera los militares me
van a joder», pero parece que todo quedó en meras palabras.
La estrategia de Seguridad Nacional es el
conjunto de lineamientos para la Defensa que cada presidente elabora al
principio de su mandato y aplica durante los cuatro años siguientes. No
solamente es importante para todos los actores internos y externos, para saber
cuáles serán las prioridades del período, sino que, al fijar las
responsabilidades respectivas de civiles y militares, pone a éstos un límite.
Sin embargo, esta vez no ha sucedido. El presidente lleva nueve meses en el
gobierno y todavía no definió sus prioridades en política exterior, mucho menos
una doctrina o “estrategia de Biden”. Prometió que acabaría con las «guerras
eternas», pero las fuerzas
estadounidenses siguen activas en Irak y Siria, donde hay más de 3.000
efectivos. En otros lugares, como Libia, Somalia y Yemen, EE.UU. sigue
realizando operaciones encubiertas y ataques con drones.
Sus tropas están activas en Kenia, Malí y
Nigeria y realizan entrenamientos y operaciones antiterroristas en docenas de
países más. No hay indicios de que Biden vaya a reducir estas actividades,
a pesar del importante número de víctimas civiles por los ataques con drones.
Mientras tanto, sigue sin difundirse la lista de los grupos que en el mundo
pueden ser blanco de los ataques con drones, así como tampoco se sabe nada
sobre los lineamientos que regirán estas operaciones y las incursiones de
comandos fuera de las zonas de guerra convencionales. Ya hace más de un mes que
el equipo de seguridad nacional de la Casa Blanca prometió publicar las
directivas pertinentes, pero aún no hay atisbos de que lo haga.
La patética retirada de Afganistán y el acuerdo sobre
el submarino nuclear australiano plantean asimismo serias dudas sobre la
profesionalidad de este equipo de seguridad nacional, así como sobre la
claridad de su política exterior. Los aliados europeos se enojaron mucho por
ambos episodios y están mucho menos dispuestos a apoyar las misiones militares
estadounidenses. Estos socios prevén que la concentración del esfuerzo
estadounidense en Asia se hará a expensas de su presencia en Europa y esperan
también que EE.UU. les exija un mayor gasto en defensa.
Mientras tanto,
no hay indicios de que se esté abordando y mucho menos aliviando el ambiente de
Guerra Fría instalado durante el gobierno de Trump en las relaciones entre
Estados Unidos, por un lado, y Rusia y China, por el otro. La constante agitación de Biden sobre una confrontación entre la
«democracia y el autoritarismo» sugiere que Washington ha reanudado la Guerra
Fría, aunque sustituyendo el término «comunistas» por el de «autoritarios».
El mes pasado el Departamento de Defensa destituyó discretamente al
subsecretario de Defensa Nuclear y Cohetería, alejando así del gobierno a un
experto serio en armas y desarme, cuando estaba finalizando su evaluación de la
Política Nuclear. Todo relegamiento del desarme en las prioridades del gobierno
norteamericano bloquea aún más el diálogo con su par ruso.
Con respecto a China impera un enfoque grupal que ha
puesto a partidarios de la línea dura en los puestos clave. El Consejero de
Seguridad Nacional Jake Sullivan y su adjunto más próximo, Kurt Campbell,
son propensos a un trato confrontativo con China y el director de la oficina
del Consejo de Seguridad Nacional encargada de formular la política hacia dicho
país, Rush Doshi, cree firmemente que la República Popular compite con Estados
Unidos por la preeminencia mundial. Por su parte, el secretario de Defensa
Lloyd Austin carece de experiencia en Asia en general y en China en particular
y le han puesto al lado a otro partidario de la línea dura, Ely Ratner, acólito
de Sullivan, como subsecretario de Defensa para Asuntos de Seguridad
Indo-Pacífica.
Biden ha perdido
una oportunidad de hacer valer la no proliferación nuclear, al no retornar al Plan de Acción Integral Conjunto
(JCPOA, por su nombre en inglés), el acuerdo nuclear con Irán. Gracias a esta
torpeza la reciente elección presidencial ha empujado a ese país hacia una
línea dura y lo ha reorientado hacia el bloque euroasiático, lo que complica
cualquier reactivación del acuerdo. El gobierno de Biden también ha hecho caso
omiso de los insistentes pedidos de los surcoreanos para que reactive las conversaciones
bilaterales con Corea del Norte.
El caos en
Afganistán y el acuerdo del submarino están llevando a los funcionarios
europeos a cuestionar las intenciones y la credibilidad de Estados Unidos. El «pivote» de Estados Unidos hacia el
Pacífico marca la militarización de la política estadounidense hacia China,
cuando el verdadero desafío es de naturaleza económica. Washington nunca
debería haber abandonado el Tratado de Asociación Transpacífica (CPTPP, por su
nombre en inglés), que era el vehículo perfecto para competir con China en el
este y el sudeste asiático. El mes pasado los chinos incluso solicitaron su
adhesión al CPTPP, poniendo de manifiesto el sentido del humor de Xi Jinping y
la insuficiencia de la política estadounidense.
El presidente
Biden está preocupado por los graves desafíos internos actuales, por lo que es
esencial que su Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento de Estado
llenen el actual vacío en la política de seguridad nacional. Dos senadores
republicanos (Ted Cruz y Josh Hawley) han contribuido a la debilidad de la
diplomacia norteamericana, al bloquear la confirmación de secretarios adjuntos
y subsecretarios clave y desde la toma de posesión de Joe Biden el Senado sólo
ha confirmado a un embajador estadounidense.
El Pentágono
está explotando claramente este vacío en la toma de decisiones exagerando la
amenaza de China y del terrorismo en sus reuniones informativas en el Congreso,
que han sido reproducidas literalmente por la prensa. El jefe del Estado Mayor Conjunto Mark Milley
ha aprovechado dichas apariciones mediáticas, para advertir sobre el renovado protagonismo
de Al Qaeda tras la retirada de Estados Unidos de Afganistán, aunque en el
plazo venidero la mayor amenaza para el gobierno talibán la representa el
Estado Islámico de Jorasán (ISIS-K, por el nombre que le dan en inglés). En
realidad, teniendo en cuenta la experiencia de los veinte años de guerra en el
país asiático el Pentágono no parece no es el juez más calificado, para opinar
sobre amenaza terrorista alguna en el Hindu Kush.
Donald Trump ciertamente empeoró una mala
situación de seguridad nacional, pero hay pocos indicios de que Joe Biden esté
dispuesto a abordar aquellos problemas internacionales que son susceptibles de
intervención diplomática. Nada hay peor en política que dejar que los militares
se autogobiernen. Mientras no haya una estrategia aprobada por el Congreso,
que fije las competencias de civiles y militares, éstos últimos manejarán a su
antojo el presupuesto de defensa más grande del mundo y ejecutarán a su gusto
acciones bélicas, maniobras, ejercicios y amenazas en cualquier parte del
mundo. Serán un peligro para su propio país y para el mundo todo. Otto von Bismarck dijo una vez que «Dios
tiene una providencia especial para los tontos, los borrachos y los Estados
Unidos de América». Hay que confiar en que así sea.