Por Julio Fernández
Baraibar
Alma,
a quien todo un dios prissión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
medulas, que han gloriosamente ardido;
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
Francisco
de Quevedo
Como ocurriera a partir de
1983, cuando el peronismo perdió por primera vez una elección presidencial, la
derrota electoral del año pasado ha generado en las filas de los perdedores la
invocación a una palabra que tiene un poder casi cabalístico en la política: la
renovación.
La palabra despierta
significaciones múltiples y polisémicas en los distintos niveles de la
dirigencia peronista que van desde la incorporación en primer plano de rostros
más jóvenes y menos traqueteados en los medios de comunicación, apelando a lo
que Perón llamara “el trasvasamiento generacional”, hasta el replanteo de
concepciones estratégicas que, por su supuesta rigidez frente al liberalismo
económico y los sectores concentrados del poder económico, habrían sido
causales del revés en los comicios.
Esto se hizo evidente en el
acto de homenaje al triunfo electoral del doctor Antonio Cafiero como candidato
a gobernador de la provincia de Buenos Aires, en 1987. La idea de aquella Renovación,
que tuvo en Cafiero su expresión más nítida, surgió como antecedente al cual
apelar en la actual coyuntura.
En otra parte he publicado mi
opinión sobre la personalidad de Antonio Cafiero [1], de donde
extraigo la siguiente cita:
“El ‘reformismo’ justicialista
que Cafiero expresó y por el que recibió fuertes críticas de sectores
autodenominados ortodoxos, nunca tuvo, ni en las palabras, ni en los hechos, el
carácter de cínica aceptación del status quo vigente y de resignación a la
hegemonía imperialista que adquirió la política de gobierno de quien lo
derrotase en las internas de 1988. Y cualquier intento ucrónico de suponer su
eventual gobierno no es más que un ejercicio de la imaginación.
Su papel, en defensa del
gobierno constitucional, durante los sucesos del levantamiento carapintada,
siendo presidente del Partido Justicialista, enfrentado políticamente con el
gobierno de Ricardo Alfonsín, muestran la diferencia que siempre existió entre
el peronismo y los partidos liberales, de izquierda o derecha. No vaciló en
concurrir a la Casa Rosada y manifestar con su presencia la solidaridad
peronista con un gobierno constitucional amenazado. No fue, en esa oportunidad,
un dirigente “de la democracia”, como si fuera una excepción a una regla. Fue
un peronista experimentado en sufrir la cárcel y la persecución en cada momento
en que la voluntad popular fue pisoteada por el despotismo oligárquico”.
Dicho esto, creo necesario
traer a la memoria la suma de elementos que jugaban en aquellas jornadas, hoy
tan lejanas. Para ubicarnos de alguna manera en el significado del tiempo
transcurrido es necesario puntualizar que los años que hoy nos separan de
aquellas jornadas (30 años) son más o menos los mismos que separaban a quienes
votamos la fórmula Cámpora-Solano Lima o Perón-Perón en 1973 de la jornada del 17 de octubre de
1945. El país, América Latina y el mundo de la década del 80 eran distintos al de 2016. Y el gobierno con el
cual tenía que enfrentarse el peronismo en aquellos años, pese a la presencia
del radicalismo en el actual gobierno, era también de naturaleza muy distinta.
Y ello obliga a pasar revista a las diversas fuerzas en juego en los años ‘80.
La Renovación Cafierista
El Partido Justicialista
resultante de la derrota de 1983 había perdido la amplia representatividad
social y política que caracterizara al peronismo. Una dirigencia cerrada sobre
sí misma, heredada en gran parte de los oscuros años de la dictadura cívico
militar, no había comprendido, a mi
entender, el profundo hastío de los amplios sectores populares -clase obrera,
empleados, desocupados, pequeños y medianos empresarios- que el despotismo le
había producido. Aún cuando en su seno pugnaban fuerzas y tradiciones leales al
mandato histórico, tanto en el movimiento obrero como en las estructuras
políticas, Herminio Iglesias había logrado convertir su nombre y su estilo en
síntesis de los peores excesos burocráticos y autoritarios, lo que era sentido
por los sectores populares como una manifestación de tendencias no
democráticas.
La “democracia” y el discurso
formalmente democratizador habían ganado a amplísimas mayorías populares, en un
operativo mediático que centraba toda la crítica al Proceso en sus brutales
crímenes contra los Derechos Humanos, incluyendo arteramente en ello la gesta de
Malvinas, e ignoraba la política económica liberal de saqueo, endeudamiento,
desnacionalización y empobrecimiento conducida por Alfredo Martínez de Hoz y
los hermanos Roberto y Juan Aleman. A
ello debe sumarse el permanente intento del presidente Raúl Alfonsín de
destruir el movimiento obrero y sus organizaciones sindicales, que tuvieron en
la llamada Ley Mucci su expresión más corrosiva. El espíritu de la época -es
decir, los grandes medios, el imperialismo y las universidades- ofrecía como
panacea a las llagas de la dictadura oligárquica el bálsamo de una suerte de
socialdemocracia -con base en la clase media urbana y agraria, a diferencia de
su original europeo- que pusiese fin al militarismo, al sindicalismo peronista
y, llegado el caso, al régimen presidencialista, supuestas taras de nuestro
desarrollo político. El régimen español post franquista, con su pacto de la
Moncloa y sus héroes Adolfo Suárez y Felipe González, se presentaba como el
mecanismo capaz de terminar no sólo con los resabios de la dictadura, sino con
esa excrecencia fascistoide periférica, llamada peronismo, que impedía la
vigencia de una sana democracia y de la Constitución Nacional de 1853. El
ministro de Relaciones Exteriores de Alfonsín, el hasta ese momento ignoto
licenciado Dante Caputo, sostenía ante los socios de la UIA:
“El
peronismo
(provocó una) enorme confusión… sobre el sistema económico argentino. El
estilo político que impuso el peronismo, su estilo demagógico, su estilo
autoritario, creó un límite muy claro al desarrollo económico de este país”.
EE.UU. había decidido
reemplazar los gobiernos militares, con los que había impuesto su talón de
hierro sobre la región, por una democracia condicionada -”democracia colonial”
fue la caracterización que le dio la Izquierda Nacional-, sin censura
cinematográfica, con divorcio -reivindicaciones obviamente legítimas-, pero sin
soberanía nacional ni independencia económica. En 1985, el pueblo del Brasil
elige por primera vez a un presidente, desde 1961, Tancredo Neves, a quien su repentino
fallecimiento le impidiría asumir. Unos años antes, en 1980, el Perú ya había
salido del régimen militar, mientras que, recién en 1989, el Paraguay lograría
derrocar al dictador Alfredo Stroessner.
En ese marco local e
internacional, en esa atmósfera política, se planteó la Renovación Peronista.
La misma consistió en generar
una estructura política peronista al margen de la dirección enquistada en el
Partido Justicialista. Cafiero convocó a reorganizar el peronismo con figuras
de todo el país a las que el PJ había congelado en sus aspiraciones. Se trataba
en general de hombres y mujeres dirigentes surgidos durante los últimos años de
la dictadura cívico militar, muchos de ellos de una o dos generaciones
posteriores y que asumían el juego democrático como el único posible en las
nuevas condiciones del país y del estado de conciencia de las grandes mayorías.
La convocatoria no dejaba de tener sus riesgos, puesto que existía una cantidad
de dirigentes, en general más jóvenes que el propio Cafiero, que planteaban una
revisión general de los elementos doctrinarios del peronismo, asumiendo una
posición en la que los pujos democratistas diluían el contenido transformador
de sus tres banderas históricas. Para muchos de estos nuevos dirigentes, ahora
llamados “renovadores”, el papel que el peronismo histórico había asignado al
movimiento obrero sindical era severamente cuestionado, así como el papel
asignado a las FF.AA. durante el decenio peronista y la función decisiva del
Estado en la actividad económica. Estas opiniones no eran, necesario es
decirlo, las de Antonio Cafiero, un hombre que estuvo en la Plaza el 17 de
Octubre de 1945, y cuya formación y convicciones en materia económica eran las
de un peronista “histórico”, ni las de miles de dirigentes y militantes
territoriales, sobre todo de la Provincia de Buenos Aires, que encontraron en
esta convocatoria la posibilidad de recuperar el voto peronista. Pero la
invectiva de “socialdemócrata” sobrevoló permanentemente a la Renovación
debido, sobre todo, a dirigentes que acompañaban a Cafiero. Carlos Grosso, Jose
Manuel de la Sota, Eduardo Vaca, Julio Bárbaro, Eduardo Amadeo, entre otros, expresaban una crítica a la
“ortodoxia” peronista y una declarativa modernidad -muy influída por los textos
de Alvin Toffler, un gurú yanqui de la época- que los acercaba peligrosamente a
la visión alfonsinista. El caso de Carlos Menem fue casi singular, ya que, si
bien formó parte de la Renovación y logró derrotar a la UCR en su provincia, en
las elecciones a diputados de 1985, siempre expresó un matiz diferenciado del
de los dirigentes bonaerenses o porteños, influído, quizás, por el caudillo
catamarqueño don Vicente Saadi.
Aquella Renovación, de la que
estuve muy cerca ya que colaboré en la campaña a diputado del FREJUDEPA de Antonio
Cafiero en la provincia de Buenos Aires, produjo un debate político muy rico,
con muchos matices, e involucró a figuras del peronismo de larga experiencia
política, junto a representantes de nuevas generaciones a las que el Proceso
había impedido salir a la luz pública.
Antonio Cafiero tenía, en 1985, 63 años, y muchos de quienes lo
acompañaban andaban por los 50.
Y mientras el proyecto
renovador del justicialismo adquiría fuerza y volumen para enfrentar al
alfonsinismo, del cual se delimitó claramente, la CGT, conducida por Saúl
Ubaldini, se hacía cargo de la dura lucha por el trabajo, el salario, el nivel
de vida de la clase obrera y las reinvindicaciones de los sectores excluídos.
Las movilizaciones callejeras convocadas por Ubaldini fueron el núcleo de la
resistencia social a los distintos experimentos alfonsinistas en materia
económica.
¿Es aquella renovación lo que
necesita hoy el peronismo?
Hoy la situación del peronismo,
del país y del mundo es muy diferente a entonces.
El frente nacional -y el
peronismo, por ende- ha perdido una elección después de 12 años de exitosos
gobiernos que lograron sacar al país del marasmo y la desintegración que vivía
en el 2001, que desplegaron -con todas las limitaciones que se quiera, pero de
manera harto evidente- las banderas históricas de Soberanía Política,
Independencia Económica, Justicia Social e Integración Continental, que reconstruyeron
el tejido social argentino y elevaron el nivel de vida del conjunto de la
sociedad, sobre todo de los sectores más humildes y de las provincias más
castigadas por el neoliberalismo.
Los errores que, sin duda, se
cometieron desde el poder no fueron muy distintos a los que cometió el
peronismo en los años previos a su derrocamiento en 1955, con la diferencia de
que no hubo el enfrentamiento con la Iglesia que, en aquellos años, debilitó al
movimiento nacional. Por el contrario, Cristina Fernández de Kirchner supo ver
con mirada estratégica la extraordinaria significación de la elección del Papa
Francisco y suavizó todas las rispideces que la política local hubiera
generado, acertada o erróneamente, con el entonces Cardenal Bergoglio.
Durante todos esos años,
convivieron en el peronismo y en el Frente para la Victoria distintos puntos de
vista, en algunos casos muy disímiles, que, sin embargo, concurrían al
sostenimiento de un gobierno definidamente peronista, en sus valores y
programa.
Se sabe que el peronismo nació
desde el poder político del Estado y se reconstruye y ordena desde ese mismo
poder político. Y se sabe también que encierra en su historia y doctrina
políticas los instrumentos conceptuales y operativos que lo condenan a ser una
alternativa “asistémica” a los partidos tradicionales. Es el único movimiento
político con arraigo en las grandes masas que tiene una concepción del país
enfrentada al sistema agroexportador, financiero y de sometimiento
internacional que expresan el PRO, la UCR y sus socios menores, es decir la
Unión Democrática que ha logrado ganar una elección presidencial.
La presente invocación a la
Renovación de la década del 80 tiene, en mi humilde opinión, más de márketing
que de contenido político concreto. Refleja, por lo menos en las apelaciones
públicas que a ella se han hecho, una lucha por posicionarse ante las próximas
elecciones parlamentarias y una pugna en la que la edad de los dirigentes
adquiere más importancia que sus puntos de vista sobre el país, su economía y
su política.
Como sostiene Renato Meari, en
un artículo aparecido días atrás en Página 12: “Antonio
jamás imaginó escenarios de descarte, etapas en las que tal o cual dirigente, o
referente político, no podía concurrir o integrar un colectivo de renovación
política. Era un hombre que, por el contrario, precisaba de los disensos
incluso dentro de su propio gobierno provincial, porque los imaginaba como
espacios para escuchar nuevos aportes, impresiones y reflexiones que
conformaran un escenario de diferencias donde instalar un pensamiento para la
transformación” [2].
Los diversos agrupamientos que
la prensa regiminosa amplía distorsiona no terminan de expresar, porque sus
contenidos políticos no son claros y explícitos, la necesidad del pueblo
argentino de reencontrarse con el instrumento político que le “pare la mano” a
la desvergonzada y fracasada política económica que los torpes CEOs le dictan
al más torpe presidente Macri. Faltan precisiones políticas, del tipo a las que
enunció la Declaración de Formosa, para dar un ejemplo, faltan definiciones
claras, que no tienen porque ser rupturistas o provocativas, frente a la
política oficial en curso y sobran resquemores, silencios y enconos hacia los
dos últimos presidentes peronistas.
La cita al clásico soneto de
Quevedo, al iniciar estas líneas que ya se han extendido demasiado, pretenden
reflejar el espíritu con el que, creo, debemos lanzarnos a los nuevos combates
cuya formación ya estamos viendo.
Esas venas que tanto fuego han
dado y esas médulas que con gloria han ardido forman parte esencial e
inescindible de estas cenizas que hoy estamos atizando para reavivar el fogón.
El peronismo, asumiendo lo mejor de su historia, la fuerza de su doctrina y
este reciente pasado le encontrará nuevamente sentido a ese polvo enamorado
capaz de reconquistar el fervor y los intereses de las grandes mayorías
argentinas.
Buenos Aires, 8 de septiembre
de 2016.