Roberto M. Yepe [1] / Para Con NuestraAmérica
Desde La Habana, Cuba
Desde inicios de la década de los años
sesenta del siglo pasado, el núcleo central de la política de los Estados
Unidos hacia Cuba ha sido un bloqueo económico, comercial y financiero que, por
su alcance y duración, no parece tener precedentes en la política
estadounidense hacia ninguna otra nación del mundo. En esencia, se ha tratado de una guerra económica
permanente. El objetivo confeso de esta política es hacer la vida de los
cubanos lo más miserable posible y, por esa vía, destruir el sistema
económico, social y político erigido en Cuba a partir de 1959 para asegurar la
plena independencia, la soberanía y el mayor grado posible de justicia social.
Sin embargo, en su determinación de
poner fin al proceso revolucionario cubano, el gobierno estadounidense no se ha
limitado al bloqueo. Se ha valido además de una
panoplia de instrumentos y acciones agresivas y hostiles muy amplia, que
ha incluido la organización de una invasión
mercenaria, el terrorismo de Estado (lo que el propio gobierno
estadounidense concibe como State Sponsors of Terrorism, para designar a otros
países), los atentados contra dirigentes
políticos cubanos y la amenaza –con altas y bajas según la coyuntura
internacional, pero siempre latente- de una acción militar directa y masiva
como posible respuesta a las más disímiles causas que eventualmente pudieran
utilizarse como pretextos.
El 17
de diciembre de 2014, el presidente Barack Obama anunció un cambio de política
como resultado de negociaciones desarrolladas con el gobierno cubano, consistente
en el restablecimiento de relaciones diplomáticas y el inicio de un proceso de
normalización de relaciones. Este giro incluyó la revocación de la siempre injustificada designación de Cuba como un
Estado patrocinador del terrorismo (una decisión de la mayor relevancia
para la seguridad nacional cubana) y propició un significativo incremento de
los viajes de ciudadanos estadounidenses a Cuba, así como de los intercambios y
de las interacciones cooperativas entre los gobiernos y las sociedades de ambos
países en los más diversos sectores. Durante el corto período de un poco más de
dos años que restaban al gobierno demócrata, en cinco ocasiones los
departamentos del Tesoro y de Comercio adoptaron medidas flexibilizadoras del bloqueo en cuestiones relativas a los
viajes, las remesas, el comercio, las telecomunicaciones y los servicios
financieros (Sullivan, 2018).
En un balance histórico, el cambio
positivo que significó la política desarrollada por el gobierno de Obama desde diciembre de 2014 no
debería ser subestimado, al margen de cualquier discusión sobre sus
motivaciones y objetivos políticos finales. La mejor demostración de eso son
las acciones y la postura actual del gobierno de Trump hacia Cuba. El hecho de
que, como lo hizo Obama, un presidente estadounidense haya abogado por la
eliminación incondicional del bloqueo (que requiere la aprobación
congresional), así como que haya proclamado solemnemente en una directiva
presidencial que la política hacia Cuba no buscaría imponer un cambio de
régimen y que corresponde al pueblo cubano tomar sus propias decisiones sobre
su futuro, no tiene precedentes históricos, al menos en el período posterior a
1959. Aunque se tratara de hechos declarativos, sin duda constituyeron
posicionamientos de gran trascendencia simbólica que, en términos prácticos,
creaban una restricción político-moral sobre el comportamiento de los órganos y
agentes ejecutores de la política hacia Cuba. Estos importantes avances se han perdido con el gobierno de Trump, que
ha modificado de una manera muy negativa su relación con el gobierno cubano.
En pocas palabras, con el gobierno de Trump se ha restaurado la política de
mantenimiento del bloqueo y de cambio de régimen en Cuba, la cual no puede
tener otra respuesta que la exigencia del más irrestricto respeto a la
soberanía cubana que, vale recordar, es un imperativo constitucional.
En el mes de junio de 2017, el presidente Donald Trump anunció una nueva política
para congelar y revertir parcialmente el proceso de normalización de relaciones.
Pero, más allá del contenido y el alcance de las medidas concretas adoptadas,
quizás lo más importante fue la manera en la que se orquestó este anuncio, en
un teatro miamense convertido en una especie de circo romano para reoxigenar a
los sectores más cavernarios, batistianos y revanchistas de la emigración
cubana y de la derecha estadounidense anticubana, los cuales habían visto
cerrarse su acceso a la Casa Blanca y que parecían haber perdido gran parte de
su capital político durante el gobierno de Obama. Se trató de un espectáculo
insultante para la gran mayoría de los cubanos, que consagró la postura y el
estilo adoptados por Trump contra Cuba desde su etapa final como candidato, en
septiembre de 2016, mediante una metamorfosis camaleónica, reafirmada poco
después de su elección mediante un repudiable tweet en ocasión del
fallecimiento de Fidel Castro.
Desde el punto de vista práctico, la
nueva política anunciada por Trump incluye, entre sus aspectos más
significativos, un conjunto de
regulaciones destinadas a perjudicar la economía cubana, como la prohibición de
transacciones con compañías vinculadas a instituciones militares cubanas, según
un listado emitido por el Departamento de Estado, y el incremento de las
restricciones a los viajes de ciudadanos estadounidenses a Cuba.
Pero lo más importante se produjo
después, en el terreno político-diplomático. En lo que fue presentado como una
respuesta a supuestos “ataques acústicos” que habrían afectado la salud de
algunos miembros de su personal en la Embajada de los Estados Unidos en La
Habana, el Departamento de Estado ordenó la retirada de una buena parte de
dicho personal y expulsó a 15
funcionarios de la Embajada cubana en Washington, a pesar de que
oficialmente al gobierno estadounidense no le ha quedado más alternativa que
reconocer que no posee ninguna evidencia sobre algún tipo de responsabilidad
del gobierno cubano por los supuestos hechos. Estas injustificadas medidas de
represalia son coherentes con el objetivo principal de congelar y revertir en
toda la medida posible el proceso de normalización de las relaciones
bilaterales, barriendo así con cualquier impronta o legado del gobierno de
Obama, lo que es un rasgo compulsivo del gobierno de Trump, de manera general,
tanto en el plano de la política doméstica como de la política exterior. Por
otra parte, estas acciones hacen más cercana una eventual decisión de romper
las relaciones diplomáticas y propiciar así un proceso de escalamiento en el
nivel de agresividad contra Cuba.
De otro lado, esta situación ha
autilimitado severamente la labor político-diplomática y la capacidad de
influencia de la Embajada estadounidense
en Cuba, en una especie de tiro en el pie para sus servicios de
inteligencia. Tal vez eso haya motivado que el flamante secretario de Estado,
Mike Pompeo, con su experiencia inmediata precedente como jefe de la CIA,
señalara en su audiencia de confirmación congresional la intención de
restablecer el personal diplomático en La Habana, lo cual quedaría por
verificarse.
Por otra parte, al adoptar estas
medidas, el gobierno de los estadounidense carga con toda la responsabilidad
por el severo daño causado a los servicios consulares requeridos por las
personas que desean viajar a los Estados Unidos desde Cuba, aunque es preciso
reconocer que la creación de obstáculos de todo tipo para que ciudadanos
latinoamericanos y con tez más o menos oscura viajen hacia ese país es algo que
se ajusta perfectamente a las preferencias y las concepciones marcadamente
xenófobas y racistas del presidente Trump.
La actual configuración del gobierno
estadounidense, en cuanto a las figuras que ocupan puestos claves de alto nivel
y que podrían tener una particular incidencia en la formulación y la ejecución
de la política hacia Cuba, es bastante desoladora. En el caso del propio Donald
Trump, su camaleonismo político carente de cualquier ideología estructurada y
principista, así como su vocación para los negocios, no parecerían ser per se
obstáculos para un eventual reencauzamiento de la relación bilateral en un
sentido pragmático favorable a los intereses nacionales de ambos países. Los problemas mayores están detrás o por
debajo de Trump, personificados sobre todo en el vicepresidente Mike Pence; el
Asesor de Seguridad Nacional, John Bolton; el Secretario de Estado, Mike
Pompeo; y la Embajadora en la ONU, Nikki Haley; por no mencionar a otro
conjunto de funcionarios de menor nivel de la Casa Blanca y otros departamentos
y agencias con muy negativos antecedentes en la política de los Estados Unidos
hacia América Latina y el Caribe, en general, y hacia Cuba, en particular.
Aunque formalmente fuera del poder
ejecutivo, opera otro actor clave y quizás hasta ahora el más influyente en la
política hacia Cuba, el senador Marco
Rubio, secundado por otros congresistas anticubanos. Aprovechando la visión
transaccional del mundo que tiene el actual presidente estadounidense, el
senador floridano ha tenido un éxito indudable en “secuestrar” la política
hacia Cuba a cambio de un comportamiento favorable o condescendiente hacia
Trump desde su posición como miembro del Comité de Inteligencia del Senado, en
las investigaciones que acosan al presidente desde el mismo inicio de su
mandato. Rubio tuvo un protagonismo indiscutido, reconocido explícitamente por
la Casa Blanca, en la reformulación de la política anunciada en junio del
pasado año. En fecha más reciente, se dio el lujo de vetar un seminario
organizado por la unidad de investigación y análisis de inteligencia del
Departamento de Estado, porque habían sido convocados expertos que cuestionan
la actual política, situación que ha causado consternación en la comunidad
académica estadounidense. Sin embargo, parecería claro que Rubio no ha logrado
obtener una buena parte de lo que pudiera ser su lista de deseos contra Cuba,
cuya meta final sería retrotraer la relación bilateral a la situación anterior
al 17 de diciembre de 2014, agudizar el conflicto y catalizar un escenario
catastrófico para la relación entre los dos países. Por ejemplo, seguramente
Rubio ha insistido en colocar a Cuba nuevamente en el listado de naciones
patrocinadoras del terrorismo y romper las relaciones diplomáticas.
DE
LAS CONSIDERACIONES ANTERIORES SE DESPRENDEN DOS CONCLUSIONES PRINCIPALES
Por el lado negativo, el hecho de que
hoy no estemos en el peor escenario concebible implica que existe un espacio
para el ulterior incremento de la agresividad de la política estadounidense
hacia Cuba y, consecuentemente, para un empeoramiento de las relaciones
bilaterales. El nivel de probabilidad de ocurrencia de este escenario ha
aumentado con la designación de John
Bolton como Asesor de Seguridad Nacional, un halcón neoconservador que en
un pasado no lejano acusó calumniosamente a Cuba de estar fabricando armas de
destrucción masiva. La esperanza aquí, a partir de la tradición ya establecida
en el funcionamiento del gabinete de Trump, es que Bolton dure poco en el
cargo.
Por el lado más alentador, el hecho de
que no se haya producido hasta ahora el peor escenario, indica que existen
poderosos factores y fuerzas económicas, sociales y políticas operando para
obstaculizar e impedir un mayor deterioro de las relaciones bilaterales. Se
trata de factores y fuerzas que actúan tanto desde la sociedad como desde las
propias estructuras y órganos gubernamentales estadounidenses, conformando una
situación más favorable que la existente con anterioridad a la breve
“primavera” de Obama con Cuba. Por ejemplo, seguramente en la Cámara de Comercio de los Estados Unidos no
están muy contentos con la actual situación. Los intereses económicos de los
sectores agrícolas y de viajes han sido particularmente afectados. La
emigración cubana interesada en una relación normal con su país de origen, que
es una porción mayoritaria y cada vez más amplia, en determinado momento podría
llegar a tener una mayor y mejor expresión en el plano político. Ya desde el
gobierno, en los órganos especializados en temas de seguridad, inteligencia y
aplicación de la ley, que seguramente constituyeron un estamento clave para dar
luz verde a la entonces nueva política anunciada en diciembre de 2014, no deben
considerar que sea conveniente el actual curso de la política hacia Cuba, en un
momento de renovación generacional de la dirigencia política cubana y en una
coyuntura regional y mundial signada por el incremento de la actividad criminal
transnacional y el aumento de la rivalidad geopolítica entre las grandes potencias.
Por último, cabe apuntar que la relación
entre los Estados Unidos y Cuba es ciertamente asimétrica, pero no es
unidireccional. Cuba tiene su poder
“blando” e “inteligente” hacia la sociedad estadounidense en los más diversos
sectores, como la ciencia y la tecnología, la salud, el deporte y la cultura,
como se ha demostrado fehacientemente en las espléndidas jornadas culturales
realizadas en días recientes en el Kennedy Center de la ciudad de Washington.
En la actual coyuntura, frente a las
inaceptables exigencias injerencistas del gobierno estadounidense, posiblemente
el factor que de manera más efectiva podría inducir un cambio positivo en la
política hacia Cuba se encuentra del lado cubano. Se trata del grado de éxito
que puedan tener sus autoridades en la solución de los problemas económicos del
país, lo cual pasa necesariamente por la diversificación, la intensificación y
la aceleración de sus relaciones económicas internacionales –en especial la
captación de inversión extranjera-, recreando así un proyecto de nación con
desarrollo y justicia social que siga siendo atractivo para la gran mayoría de
la población cubana, sobre todo su componente más joven. Por supuesto, todo
esto se dificulta enormemente por los efectos del bloqueo estadounidense.
Los
Estados Unidos son muy poderosos, pero no son omnipotentes. Además, constituyen
una sociedad altamente compleja y diversa en la que interactúan fuerzas e
intereses contrapuestos que requieren ser identificados y aprovechados en
función de incidir a favor de la mejor relación bilateral posible, como vecinos
geográficos inmediatos.
Por eso, los que desde una posición u otra participamos o tratamos de influir
de alguna manera en la conformación de esa relación bilateral, deberíamos
evitar ser prisioneros de visiones deterministas y fatalistas, y desconfiar por
definición de los anuncios sobre la “irreversibilidad” de cualquier proceso
sociopolítico. De esta manera, suscribimos lo dicho recientemente por el nuevo
presidente cubano al recibir e intercambiar con la delegación cultural que fue
a la ciudad de Washington:
“Cuando por un lado hay un
empeño en hacer retroceder el proceso de restablecimiento de relaciones con el
cual queríamos avanzar hacia una normalización de relaciones, quedan puntos de
contacto y hay una voluntad de que si hay respeto y si hay igualdad podemos
seguir avanzando en esa construcción. Yo no creo que sea eterna la posición que
hay en estos momentos y cosas como las que ustedes asentaron en Washington (…)
pueden abrir caminos. Y yo creo que todos ustedes demostraron, además del
talento, el compromiso, y demostraron que a Cuba hay que respetarla.”
[1] Profesor del ISRI y coordinador
académico de la Red Cubana de Investigaciones sobre Relaciones Internacionales
(RedInt).