Conferencia Magistral pronunciada por Marcelo Gullo en la Universidad de Sevilla el
10 de octubre del 2018.
Estamos
apenas, a algunas horas de festejar el día
de la Hispanidad.
¿Cómo
no referirnos, entonces, en nuestras primeras palabras, justamente en la ciudad
de Sevilla -que fue informalmente la capital de Hispanoamérica aunque ella,
hoy, lo ignore-, a tan importante fecha?
Sin
embargo, por otra parte, la lógica nos indica que es preciso comenzar esta
conferencia explicando el título elegido para la misma, que guarda, aunque las
apariencias engañen, una relación íntima y estrecha con el hecho histórico que
nos aprestamos a conmemorar.
De la mera observación objetiva del escenario internacional, se
desprende que la igualdad jurídica de los Estados es una simple ficción, por la
sencilla razón de que algunos estados
son más poderosos que otros, lo cual lleva a que el derecho internacional sea
un obstáculo imposible de sortear por el más débil y sencillo de atravesar para
el más fuerte.
Los Estados existen como sujetos
activos del sistema internacional en
tanto y en cuanto poseen poder. Poder militar, poder económico y, sobre todo,
poder cultural.
Sólo los Estados que poseen poder, son capaces de dirigir su propio
destino. Aquellos estados sin poder militar, económico y cultural suficientes
para resistir la imposición de la voluntad de otro Estado, son objeto
de la historia porque son incapaces de dirigir su propio destino.
Por la propia naturaleza del sistema internacional, los Estados con
poder, tienden a constituirse en estados líderes o a transformarse, en Estados
subordinantes y, por lógica consecuencia, los Estados desprovistos de los
atributos del poder suficiente, en materia militar, económica y cultural, para mantener su autonomía, tienden a devenir
en Estados vasallos o Estados subordinados, es decir, a convertirse en colonias informales o semicolonias, más allá de que logren conservar los aspectos
formales de la soberanía.
En esos Estados, cuando son Estados democráticos, las grandes
decisiones nacionales, no son tomadas por sus instituciones formales como los
Parlamentos, sino que se toman de espaldas a la mayoría de su población y, casi
siempre, allende sus fronteras.
Los Estados
democráticos subordinados, poseen una democracia de baja intensidad. Lógicamente, existen grados en la relación de
subordinación, que es una relación dinámica y no estática.
La hipótesis sobre la que reposan
las Relaciones Internacionales, como sostiene Raymond Aron, está dada por el hecho de que las unidades políticas
se esfuerzan en imponer, unas a otras, su voluntad.[1]
La Política Internacional comporta, siempre, una pugna de voluntades:
voluntad para imponer o voluntad para no dejarse imponer, la voluntad del otro.
Para imponer su voluntad, los
Estados más poderosos tienden, en primera instancia, a tratar de imponer su
dominación cultural.
Las más de las veces, esta
dominación cultural la logran, los Estados poderosos, falsificando la historia
del propio Estado que se proponen dominar.
El ejercicio de la dominación, de
no encontrar una adecuada resistencia por parte del Estado receptor, provoca la
subordinación ideológico-cultural que da, como resultado, que el Estado
subordinado sufra de una especie de síndrome de inmunodeficiencia ideológica,
debido al cual, el Estado receptor pierde incluso, la voluntad de defensa
cultural y toma la historia construida por el otro, como propia. Cae entonces,
dicha Nación, la Nación receptora, en un
estado de subordinación pasiva inevitable y muchas veces irreversible.
Podemos afirmar, siguiendo el
pensamiento de Hans Morgenthau, que el objetivo ideal o teleológico de la
dominación cultural, en términos de Morgenthau, “imperialismo cultural”
consiste en la conquista de las mentalidades de todos los ciudadanos que hacen
la política del Estado en particular y la cultura de los ciudadanos en general,
al cual se quiere subordinar. Definiendo el concepto de “Imperialismo cultural”, Hans Morgenthau afirma:
“Si se pudiera imaginar la cultura y, más
particularmente, la ideología política de un Estado A con todos sus objetivos
imperialistas concretos en trance de conquistar las mentalidades de todos los ciudadanos
que hacen la política de un Estado B, observaríamos que el primero de los
Estados habría logrado una victoria más que completa y habría establecido su
dominio sobre una base más sólida que la de cualquier conquistador militar o
amo económico. El Estado A no necesitaría amenazar con la fuerza militar o usar
presiones económicas para lograr sus fines. Para ello, la subordinación del
Estado B a su voluntad se habría producido por la persuasión de una cultura
superior y por el mayor atractivo de su filosofía política.” [2]
[1] Al respecto ver ARON, Raymond, Paix et
guerre entre les nations (avec une presentation inédite de l’auteur), París,
Ed. Calmann-Lévy, 1984.
[2] . MORGENTHAU, Hans, Política entre las naciones. La lucha por el poder y
la paz, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1986, p. 86.