Eduardo J. Vior para INFOBAIRES24
9 de enero de 2021
El 24 de agosto de 1814, después de haber derrotado a los estadounidenses
en la batalla de Bladensburg, una fuerza británica al mando del Mayor
General Robert Ross prendió fuego a la ciudad de Washington. En el incendio
quemaron la Casa Blanca, el edificio del Capitolio y otras dependencias
oficiales. Por suerte, pocas horas después un tornado apagó el fuego. Esta fue
la última vez que se invadió el edificio del Congreso norteamericano… hasta el
pasado miércoles 6 de enero.
Tres
días después de la toma del Capitolio por los trumpistas el establishment norteamericano
sigue paralizado.
Los líderes de ambos partidos en el Congreso han encontrado un chivo expiatorio
en la policía del Congreso a cuya plana mayor quieren echar. Sin embargo, nadie
en la primera línea de la política, de los medios o de las redes sociales
pregunta públicamente cómo fue posible que un presidente a punto de abandonar
el cargo (el llamado “pato rengo” del folklore político local) fuera capaz de convocar a decenas de miles de seguidores,
cuestionar el resultado electoral del 3 de noviembre pasado y que éstos se
sintieran impulsados a invadir la sede del Legislativo, vandalizar salas y
despachos y revisar impunemente la documentación de los congresistas, para
luego de una hora y poco más retirarse pacíficamente, cuando el mismo mandatario
se lo pidió. En un país tan afecto a los gestos simbólicos se debería prestar
atención al poder de la palabra de Donald Trump, porque la van a tener que
soportar por algún tiempo más. Dueño de la agenda, al día siguiente el
presidente confirmó en simultáneo que garantizará una transición pacífica y que
seguirá denunciando el fraude cometido en la última elección.
La reanudada sesión de
conteo de los votos electorales en la noche del miércoles estuvo marcada por el
quiebre definitivo del presidente con su
vice Mike Pence y parte de los legisladores republicanos que acordaron con los
demócratas retomar la sesión de validación. Por el contrario, cerca de 100
congresistas republicanos insistieron –sin éxito- en debatir sobre la validez
de los resultados en Arizona y Pensilvania.
Tras el choque provocado
por el asalto al Capitolio, los líderes demócratas en el Congreso llamaron al
vicepresidente Mike Pence a invocar la
25ª enmienda de la Constitución y a hacerse cargo ya del Ejecutivo, pero se
trataría de un hecho demasiado disruptivo para un hombre del aparato como el
vicepresidente. Si no, evocan iniciar un nuevo juicio político contra el
republicano, pero esta alternativa lleva un tiempo hoy no disponible. Así que
todas y todos deberán soportar a Trump hasta el día 20.
A los manifestantes que
protagonizaron la jornada del miércoles se los puede ubicar en la llamada Derecha Alternativa (Alt-Right). Uno de
los personajes más caracterizados fue un joven de unos 30 años, con el rostro
pintado y cubierto apenas con una piel de búfalo y un casquete con cuernos. Se
trata de Jake Angeli, conocido como el
chamán de QAnon, un movimiento de extrema derecha que sostiene que Donald
Trump está librando una guerra secreta contra una secta liberal global formada
por pedófilos satanistas. Surgió en la red 4chain en 2017, cuando uno de los
usuarios –identificado como “Q”- afirmó ser un funcionario oficial y contó que
la investigación del procurador especial Robert Mueller sobre la presunta
relación entre la campaña de Trump y Rusia en realidad tenía como fin conseguir
datos sobre élites globales y que el jefe de Estado había elaborado un plan
secreto para arrestar a políticos y estrellas de Hollywood por corrupción y
abuso infantil.
Según especialistas, estas milicias cuentan con varios miles
de activistas que se comunican en las redes sociales con mensajes encriptados.
El número de adeptos a esa corriente se disparó durante la campaña electoral.
En agosto pasado aparecieron por primera vez en público en un acto de Trump en
Tampa, Florida, al que asistieron con remeras con la letra «Q» y pancartas con
leyendas como «Somos Q» y «El gran
despertar». Actualmente la red tendría millones de seguidores no activos, pero
constantes.
La
Alt-Right
(“alt” por “alternativa”, pero también por la tecla homónima de las
computadoras) es un movimiento difuso, mayormente virtual, surgido del Tea
Party de principios de la década pasada. Tiene
dos facciones: una más intelectual, liderada por Richard Spencer, centrada en
el tema de la raza, y otra liderada por Steve Bannon, el exconsejero político
del presidente Donald Trump, y otra gente, que está más centrada en la
preservación de la cultura. Esta segunda facción es la que ha hecho más por
acercar el discurso de la Alt-Right al pensamiento del gran público. El asalto
al Congreso es la culminación de un relato dirigido a condicionar el poder,
pero no a ejercerlo, porque va contra su discurso antiestablishment.
Sería un grave error tratar
el asalto al Capitolio como “la aventura de un grupo de loquitos”. Aunque en la manifestación sólo
participaron entre 15 y 20 mil personas, tienen el respaldo de millones en todo
el país. Según encuestas, dos de cada tres votantes republicanos no consideran
la irrupción como «una amenaza para la democracia», e incluso casi la mitad
respalda abiertamente esta acción. El sondeo de la firma YouGov, elaborado
a partir de unas 1.400 entrevistas, mostró que el 62 por ciento de las personas
encuestadas cuestiona sin ambages el asalto, un dato que se dispara al 93 por
ciento entre los votantes demócratas. Entre los republicanos, sin embargo, solo
un 27 por ciento cree que la movilización puso en riesgo la democracia y un 45
por ciento respalda «por completo o de alguna manera» el asalto. Quienes creen
que hubo fraude en las elecciones de noviembre son más proclives a apoyarlo,
con un 56 por ciento.
En cuanto a los responsables de lo ocurrido, un 55 por
ciento del total de los encuestados señala a Trump, tendencia que se invierte
en el caso de los republicanos, entre quienes un 52 por ciento responsabiliza
al presidente electo, Joe Biden, por encima del 28 por ciento que culpa al
actual mandatario. Las discrepancias se extienden también a cómo se denomina a
los invasores. Entre los republicanos el término más repetido (50 por ciento)
es el de «manifestantes», seguido de «patriotas», mientras que los demócratas
optan por otros como «extremistas», «terroristas», «criminales» o
«antidemócratas».
El
efecto más importante del asalto del miércoles fue «el apoyo social» que
demostró tener Donald Trump o, en su defecto, sus herederos, de cara a la
elección presidencial de 2024. Por ello la previa del acto de masas la protagonizaron
Egon, Ivanka y Donald Trump Jr., quienes anunciaron, primero, que dieron por iniciada
una larga lucha, segundo, que éste ya no era el Partido Republicano, sino “el
Partido Republicano de Donald Trump” y, tercero, que ponían en marcha un nuevo,
gran movimiento nacional que ya no pararía.
Más allá de la retórica y
de las muertes ocasionadas, algunos hechos duros están sobre la mesa: en el
corto plazo hasta el 20 de enero nadie va a poder remplazar a Trump y el
establishment seguirá dependiendo de su firma para muchas decisiones del día a
día. Además, ante la fáctica fractura del Partido Republicano y la visibilidad
que ha adquirido la oposición antisistema, los líderes de ambos partidos van a
estar tentados a estrechar filas públicamente, lo que dejará todo el espacio
político a Trump. Por su parte, Joe Biden subirá al gobierno lastrado por una
imagen de gran debilidad y, probablemente, su entorno caiga en el accionismo
para compensarla. Cuantas más iniciativas irreflexivas emprenda la alianza de
poder, empero, más nítidamente se diferenciará el exmandatario, sentado
cómodamente sobre el apoyo de 70 millones de votos.
En este contexto el Partido Republicano se enfrenta a la
perspectiva más oscura. Si se alía visiblemente con los demócratas, deja a
Trump todo el campo opositor. Si intenta mediar o conciliar, difuminará sus
contornos y perderá atractivo. Finalmente, si se pliega al expresidente, deberá
remover a toda su primera línea, perderá el apoyo de los votantes conservadores
tradicionales y se convertirá en una fuerza reaccionaria de masas pronta al
choque con el Estado.
Pero tampoco los demócratas la tienen fácil. El 80% de sus votantes
sufragaron contra Trump, no por Biden. El partido absorbió demandas
particulares de grupos sociales y culturales demasiado disímiles. Satisfacerlas
manteniendo unido a este electorado requiere un liderazgo que no está a la
vista. Es probable, entonces, que el gobierno de Biden, repleto de cuadros
traídos de las administraciones de Clinton, Bush y Obama, pronto se empantane
en iniciativas contradictorias y pierda el rumbo.
Ante la crisis política
asoma la dictadura de los medios. El anuncio de Mark Zuckerberg, propietario de Facebook, de que había bloqueado los
perfiles de Donald Trump y sus seguidores por sus afirmaciones falaces
marcó la cancha a todo el sistema político: sólo las empresas de
telecomunicaciones tienen la potestad de determinar la legitimidad de un actor
político. De la democracia a la
mediocracia.
Parafraseando al Chavo, Trump puede
decir “no contaban con mi astucia”. Dueño del mayor electorado unido, tiene un
programa, el apoyo financiero de sus adherentes y una imagen antisistema sin
competencia. Nadie puede ganar una
elección sin él, pero nadie quiere hacerlo con él. El 6 de enero se ha
agudizado el dilema norteamericano: o el establishment se democratiza y sucumbe
a la presión popular o reprime al movimiento trumpista e instaura una dictadura
que tampoco puede sostener a largo plazo. Los enfrentamientos que esperan en
2021 definirán la existencia de Estados Unidos.