Alberto Buela
El
hombre no es un individuo que flota alegremente sobre sociedad al que le
importan “tres belines”[1] lo que suceda en ella. De
igual manera, no es la sociedad la que
determina necesariamente a ese sujeto en lo que es. Pues no existe
determinación de nuestros actos sino condicionamiento.
De
modo tal que el hombre no es ni un individuo-solipsista ni un individuo-masificado.
Es un ser racional cargado de emotividad que tiene que vivir en comunidad, un
“animal político”, con sus taras, sus defectos y sus virtudes. Sabiendo que las
reglas de su obrar no son matemáticas
sino, en el mejor de los casos, verosímiles.
Por
esto último los griegos exaltaban como máxima virtud la phrónesis, término que fue mal traducido por prudencia, y que
indica la capacidad de actuar adecuadamente sobre casos donde no existe ninguna
regla.
La bancarrota del marxismo y del
liberalismo produjo en la actualidad un conglomerado de ideas comunes conocido
como progresismo. Así,
la sumatoria de supermercados, entidades financieras, medios masivos de
comunicación, redes sociales, corrupción, ineptitud de los políticos y
desarrollo exponencial de la tecnociencia, produjo la decepción de los pueblos
que ven, de más en más, agudizados sus problemas y que, además, quedan sin
resolver.
Los
progresistas son aquellos seres que están siempre en la cresta de la ola, en la
vanguardia de todo. El éxtasis temporal de su existencia siempre es el futuro,
jamás el pasado.
Me
voy a detener en este último aspecto: la
tecnociencia.
La ciencia ha gozado durante este último
siglo de un prestigio incuestionado e incuestionable. El maridaje de ciencia y
mass media produjo la nueva religión de la “cienciología”,
pero, luego del descalabro de Hiroshima y Nagasaki, la gente comenzó a dudar
cada vez más de la benevolencia de los descubrimientos científicos.
Existe
una decepción generalizada sobre la validez de las vacunas, sobre los
tratamientos oncológicos, sobre las células madres o la recuperación peneana.
La ciencia se desprestigia día a día. Y los científicos o mejor pseudo
científicos parecen un elefante en un bazar cuando aconsejan medidas.
Hoy
la tecnociencia produjo efectos múltiples sobre la vida cotidiana con la
manipulación genética y la procreación asistida. Y así se crean comités de ética y cátedras de bioética
(compuestas, sobre todo por médicos que no trabajan de médicos y filósofos que
no son tales. En Argentina tuvimos la dupla Mainetti- Maliandi= Mamma mía).
Cátedras que se ocupan si la esperma del marido muerto o de un desconocido
significa lo mismo; si el hijo es del útero en alquiler o de la que lo paga, si
desconectamos el respirador o lo dejamos, si todas las embarazadas tienen que
abortar o solo la violadas, etc.
Pero
aquello que nunca se pregunta si es correcto que Argentina gaste millones en
dineros públicos o privados en una sola procreación asistida o en el aborto de
una mujer que dio el mal paso como la
costurerita de Nicolás Olivari, sabiendo del estado lamentable de los servicios
médicos sanitarios en que vivimos y vive
la población mundial. Que gaste en función del deseo del Sr. A y la Sra. B, o
del Padre A y el Padre B de los travestis, por tener como un juguete un hijo
propio.
Más que una bioética necesitamos una biopolítica que responda a la pregunta
si es ético que se gasten miles de
dineros públicos (o privados). Ni que hablar del aborto que es un crimen políticamente correcto realizado sobre un
ser indefenso, en donde el Estado gasta millones de pesos.
¿No es acaso contradictorio alentar el aborto de las embarazadas y
propiciar ayuda a esas mismas mujeres embarazadas? Va contra el principio
octavo de la lógica clásica que afirmaba: dos contrarios en un sujeto destruyen
al sujeto.
La biopolítica viene de Foucault, pasa por Roberto Esposito y Giorgio
Agamben y llega hasta hoy siempre interpretada como un instrumento de la lucha
anticapitalista, pero más allá de su ideologización la biopolítica es útil al
poder para que éste sea administrado reflexivamente “priorizando la vida” y
sobre todo “la vida de las mayorías,” esto es, de los pueblos.
La biopolítica, en sentido estricto, alienta y defiende la vida como su
multiplicación. Una consecuencia de la biopolítica
está en la salvación[CM1]
de las especies en vías de extinción así como el equilibrio ecológico para
mantenerlas.
Un objetivo es la redefinición de las ciudades, sobre todo de las
megalópolis invivibles para el hombre contemporáneo. Y así como no puede
existir vida política sin la ciudad (polis), de la misma manera no puede
existir vida política en una megapólis que nos aliena.
Alguna vez dijo Perón recordando a
los griegos: todo en su medida y armoniosamente. Bueno, la biopolítica
pretende hacer eso con la política.
Hoy,
por el contrario y sin saberlo en forma explícita, tenemos una biopolítica que
condena a muerte a miles de ciudadanos por falta de atención médica, por
escasez de aparatos de diálesis o respiradores, o peor aún, por escasez de
vacunas contra covid porque las
utilizaron sus jóvenes militantes y los satisfechos con sistema.
Hoy
esta pseudo biopolítica justificada por negligencia de una bioética progresista
- nunca los académicos son reaccionarios en el sentido de reactivos, de que
pueden reaccionar- está dejando en la calle a millones de ciudadanos sin
trabajo, está matando a los pueblos por cientos de miles, está dejando sin
libertad a sociedades enteras, y todo ello, bajo la excusa verbal de defender
la vida, pero que de hecho la elimina.
En el orden del discurso político la contradicción es evidente: mato la vida para defender la vida. Y en el orden moral no se puede caer más bajo: hacer el mal para evitar un bien (malum faciendum, bonum viatandum).