Carlos M. Vilas para la Revista Movimiento
Toda Política Social conjuga una dimensión promocional y una dimensión asistencial, de acuerdo con la concepción doctrinaria y al programa político en los que se inscribe. La del peronismo fue promocional y de proyección universalista, tributaria de un rediseño amplio y profundo de la sociedad y el Estado. La dimensión asistencial pública –a pesar de su notoriedad y potenciación en recursos y eficacia en contraste con la tradicional beneficencia privada– fue complementaria, dirigida hacia aspectos y sujetos que por razones particulares o excepcionales no eran alcanzados por aquella. Esta relación se invirtió en los regímenes neoliberales, en los que la impronta promocional y universalista desapareció o se contrajo drásticamente y la dimensión asistencial devino asistencialismo: la focalización en casos particulares reemplazó al universalismo. La ampliación reciente del monto y la cobertura de la Tarjeta Alimentar suscitó críticas de dirigentes de organizaciones sociales del campo popular por el sesgo supuestamente asistencialista y las consiguientes limitaciones de la Política Social del gobierno del Frente de Todos, en el marco de este segundo año de enfrentamiento a la pandemia. En esta nota presento algunas reflexiones respecto de esas críticas y repaso las acciones, los instrumentos y la concepción política desplegados por el gobierno en las presentas circunstancias. La discusión y la valoración de determinados instrumentos de política expresa en realidad la presencia de concepciones diferentes respecto de qué posición tomar frente a las características institucionales y socioeconómicas de nuestra sociedad, y cómo encarar la pandemia con miras a construir escenarios ulteriores menos catastróficos que los que auguran las proyecciones de la realidad actual.
Integralidad
y fragmentación en la Política Social La Política Social abarca un arco amplio
de áreas y cuestiones referido de variada manera al bienestar de los individuos
y las familias; en realidad, del conjunto de la sociedad –por eso se habla de
bienestar social. Qué entiende una
sociedad por bienestar varía de acuerdo con múltiples factores: la
conciencia de justicia predominante, su gravitación en el modo de organización
política, la matriz de relaciones de poder, el nivel y el estilo de desarrollo
de las fuerzas productivas, el bloque de fuerzas que la conducen políticamente.
Seguridad social, salud, vivienda, asistencia, educación, se consideran
actualmente áreas integrantes de una concepción amplia del bienestar. Muchas
otras cuestiones y campos de intervención que contribuyen a ese fin –empleo,
infraestructura, transporte, ambiente– tienen incidencia en la calidad de vida
de las personas y familias, pero en general –o en principio– no son
consideradas en sí mismas competencia de la Política Social, por más que
graviten en ella. Esto produce efectos
en la organización de los gobiernos y en los modos y alcances de la gestión.
Algunas
de las áreas referidas poseen, desde mucho antes que se hablara de “política
social”, niveles propios de desarrollo, complejidad, dotación de recursos,
etcétera, o por su contribución al esquema más amplio de desarrollo. A menudo
las “sacan” del ámbito de la Política Social, o por lo menos asignan el diseño
e implementación de sus acciones a esferas de gobierno específicas: ministerios,
secretarías, coordinaciones. Por encima de las discusiones teóricas sobre la
asignación de tal o cual área de intervención a tal o cual organismo o nivel
jerárquico, suelen registrarse competencias por acceso a recursos y despliegue
de carreras institucionales. Esto favorece la persistencia de un enfoque fragmentado más allá de lo que
aconsejan la complejidad y especialización de las diferentes áreas, y
contribuye a que las necesarias instancias de coordinación –creadas para
asegurar coherencia en las acciones y prevenir la dispersión de esfuerzos y
otras disfunciones– enfrenten limitaciones en el cumplimiento de sus objetivos.
La coordinación resulta en muchos casos una yuxtaposición de aspectos
parciales, más que la incorporación de esos elementos en una unidad superior de
conducción. Tanto más cuando la instancia de coordinación tiene menor nivel
institucional o político que las unidades supuestamente coordinadas. El
problema es importante y obedece a una variedad de factores, pero su análisis excede
el objeto de esta nota. Aquí diré
solamente que no está causado únicamente por los vericuetos o las urgencias de
la gestión, sino ante todo por una conceptualización insatisfactoria de la
Política Social. Por razones teóricas o por imperativos prácticos se pierde
de vista la integralidad de la Política Social y de su objetivo final –el
bienestar social– en detrimento de las políticas sectorialmente consideradas.
El parcelamiento se advierte
también en el campo académico: hasta donde me consta, los programas
universitarios de Política Social –en cualquiera de sus niveles: grado o
posgrado– se orientan explícita o implícitamente hacia la política asistencial.
Dejan de lado su necesaria articulación a las restantes áreas que integran con
ella una política por encima de parcelas y enfoques sectoriales, y contribuyen
por lo tanto a un mismo y amplio fin. Esta desconexión teórico-metodológica
abona el terreno para ulteriores disecciones prácticas y asigna a la Política
Social una impronta conservadora que desconoce su virtualidad como herramienta
de transformación. Al contrario, una
concepción integral permite elaborar un diseño estratégico de la Política
Social de acuerdo con sus objetivos de bienestar y las articulaciones
recíprocas de las diferentes áreas y políticas sectoriales, así como una
valoración de conjunto por encima de los logros o falencias de cada una de las
políticas: toda acción política requiere una política general. En ausencia
de esa visión general, la mira se centra en una parte o área de la política, y
a partir de esa parte se predica sobre el todo, o el todo se diluye en alguna
de las políticas sectoriales, o incluso en acciones o instrumentos
particulares. Algo de esto está presente en las discusiones sobre los alcances
y limitaciones de la Tarjeta Alimentar a las que me refiero en la sección
siguiente.
Integralidad no es solo asunto de
administración o de diseño normativo. Para que uno y otro
sean efectivos deben sustentarse en una concepción de unidad de propósito del
Estado y la acción pública. Esa concepción, más doctrinaria que meramente ideológica, dota de fuerza
espiritual, coherencia e inspiración a la construcción normativa, y ofrece una
interpretación de la realidad y una perspectiva de futuro, unidas por el
imperativo de la acción. Si esa concepción doctrinaria no existe, ninguna
ingeniería administrativa o jurídica podrá traerla a la vida.
En la Europa de la segunda
posguerra del siglo pasado esa concepción nutrió al Estado de Bienestar en
todas sus variantes. En Argentina constituyó el eje doctrinario del peronismo:
la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación; la Justicia Social
sustentada en la Soberanía Política y la Independencia Económica.
Las
regresiones oligárquicas, las piruetas desarrollistas, las metamorfosis del
capitalismo y las tropelías represivas no alcanzaron para desarraigarla de la
conciencia popular. En la década de 1980
la Política Social dejó de ser un modo de organización del Estado –y por tanto
de sus vinculaciones con el conjunto de la sociedad– para reducirse a política
hacia los pobres. La reconversión fue detonada por el crecimiento
exponencial del empobrecimiento de grandes sectores de la población; el
acelerado deterioro del mercado de trabajo y de los sistemas de salud y
educación públicas y de seguridad social; y la profundización de las
desigualdades, en escenarios de reciente y problemática recuperación de los
sistemas democrático-representativos. El
sesgo promocional, la vocación universalista y la integralidad fueron
remplazadas por la contención, la focalización y la fragmentación. La
orientación hacia el bienestar fue sustituida por el combate a la pobreza y los
programas de emergencia. Enmarcada por un vertiginoso y muy agresivo programa
de privatizaciones, la asistencia social
se convirtió en la cara visible de lo que alcanzó a sobrevivir de una Política
Social, minimizada ahora a administración de programas diseñados “llave en
mano” por los organismos financieros que promovían el ajuste.
La prioridad ya no era el
bienestar, sino la continuidad de los pagos a los acreedores externos y la
contención del malestar social. En una sociedad
fragmentada por el impacto del “Consenso de Washington” y los efectos
estructurales de la reconfiguración capitalista, con el surgimiento de nuevos
actores sociales y el retroceso de otros, la integralidad en materia de Política Social resurgió en la Argentina de
las primeras décadas de este siglo en los gobiernos peronistas de Néstor
Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. El tema ha sido ampliamente
estudiado y debatido en textos propios y ajenos por muchos especialistas,
compañeras, compañeros y colegas de diferentes orientaciones políticas y
académicas.
También
cuenta con trabajos ampliamente difundidos el examen de la contratendencia
desatada durante el cuatrienio del gobierno macrista, las características del
escenario socioeconómico, fiscal y financiero, y las condiciones de vida en que
se hallaban grandes porciones de la población cuando ese gobierno resultó
derrotado en las elecciones de octubre 2015 y asumió dos meses después el
gobierno del Frente de Todos: dos años
sucesivos de recesión económica (- 2,6% en 2018 y -2,1% en 2019); inflación
alta y en aumento (47% en 2018 y 53% en 2019); crecimiento de la pobreza (41%
de la población total y 63% de la población infantil); casi 10% de desocupación
en el sistema registrado de empleo; dos quintos de la fuerza laboral
desempeñándose de manera informal; una deuda externa que creció de 52,6% del
PBI al 91,6% entre finales de 2015 y finales de 2019, predominantemente en
dólares, con tasas de interés muy superiores a las vigentes en los mercados
internacionales de crédito y con un calendario de pagos que comenzaba a regir
pocos meses después de la inauguración del nuevo gobierno. Pocas semanas
después llegó la pandemia. Aguante, asistencia, promoción La aceleración de los tiempos generada por la globalización del
COVID-19 agravó las tensiones entre lo que hay que hacer y las herramientas
para hacerlo: rigideces y demoras administrativas, inadecuación de la información
disponible, lenta renovación de personal en posiciones clave para el diseño y
ejecución de las políticas.
En
un número anterior de Movimiento (número 23, julio 2020) analicé las
principales políticas de cara al impacto social de la pandemia. Una visión de
conjunto cuestiona la caracterización de la Política Social como mero
asistencialismo, aunque es cierto que persiste una fuerte e inevitable
preocupación por atender los efectos más urgentes en los grupos más
vulnerables, muchos de los cuales ya venían severamente castigados durante el
cuatrienio precedente. Existe una continuidad entre las acciones emprendidas
durante 2020 y 2021 en el escenario de deterioro social agravado por la
pandemia, y también una gran diferencia: el
desarrollo de vacunas, la celebración por parte del Estado de convenios con los
laboratorios para su adquisición y el inicio de la vacunación. La
disponibilidad y la aplicación de vacunas contra la COVID-19 define en este
sentido un punto de inflexión en las respuestas de política a la pandemia.
A
riesgo de incurrir en esquematismo, diría que durante 2020 las acciones del
gobierno tuvieron claro énfasis en materias de asistencia y seguridad social: transferencias de ingresos vía AUH,
AUE, IFE, ATP, REPRO, Tarjeta Alimentar, distribución de bolsones de alimentos,
apoyo a la economía social –“Potenciar Trabajo” y otros–, restricciones
temporales en el ejercicio del derecho de propiedad y en las relaciones
laborales – suspensión de despidos sin
causa o por menor nivel de actividad, suspensión de desalojos de unidades de
vivienda, etcétera. ANSES, Ministerio de Desarrollo Social y Ministerio del
Trabajo fueron las agencias dinámicas de ese primer momento. En 2021 el acceso
a vacunas colocó junto a esas agencias al Ministerio de Salud. La
diversidad de campos de acción y la pluralidad de agencias de gobierno que
intervienen en ellos desde sus respectivas incumbencias sectoriales potencia la
relevancia estratégica de una visión de conjunto de las acciones de gobierno en
escenarios políticoinstitucionales en los que distintos actores proyectan
objetivos no siempre compatibles, y en interlocuciones en las que con
frecuencia las disputas sobre los instrumentos de la acción política son en
realidad disputas sobre las políticas y sus objetivos.
La
discusión reciente sobre la Tarjeta
Alimentar ilustra bien la presencia de este sesgo a la vez fragmentario y
descontextualizador. La creación de la Tarjeta Alimentar, anunciada durante la
campaña electoral del Frente de Todos en 2019, tiene por objetivo contribuir a
enfrentar la dimensión más lacerante de la pobreza extrema –el hambre– en las
apremiantes condiciones de inminente vencimiento de tramos de repago del
endeudamiento generado por el gobierno anterior y, poco después, el
agravamiento de las condiciones económicas y sociales como efecto de la
pandemia. Sus destinatarios y destinatarias se desempeñan en actividades de la
economía popular o informal. Depende del
Ministerio de Desarrollo Social y se financia a través de los mayores
ingresos recaudados por el aporte tributario extraordinario a las grandes
fortunas y el aumento de la recaudación impositiva. Coherente con su objetivo, la tarjeta sólo puede ser utilizada para la
compra de alimentos. No suplanta a la AUH ni a otras políticas preexistentes.
Las opiniones favorables o las críticas que se han difundido acerca de la
tarjeta revelan mucho más que una valoración de su desempeño específico.
Explícita o tácitamente, con mayor o menor intensidad discursiva, todas
expresan una opinión acerca de la vinculación de la Tarjeta Alimentar con
determinadas consideraciones respecto de la generación de los escenarios o las
condiciones de contexto o los sesgos estructurales –como se prefiera llamarlos
desde diferentes opciones teóricas– que hacen posibles, eventualmente
necesarios y no solo accidentales el empobrecimiento de grandes porciones de la
población y la desigualdad extrema. Es decir, la degradación del bienestar social a bienestar de algunos, algunas o
algunes. Tanto el informe del Instituto de Investigación Social, Económica y
Política Ciudadana Tarjeta Alimentar: una ayuda necesaria pero insuficiente
(ISEPCi, 2020) como el del Observatorio de la Deuda Social La Tarjeta Alimentar
a un año de su implementación (ODS, 2021) coinciden en su principal conclusión:
la tarjeta ayuda, pero no resuelve. La cantidad y la calidad de alimentos
al alcance de los hogares vulnerables que accedieron a ella mejoraron. Sin
embargo, el problema está lejos de ser superado, y no sólo porque la cobertura
es parcial. ISEPCi señala la gravitación de la inflación de precios en la
detracción del poder adquisitivo de la tarjeta y su monto reducido –monto y
cobertura fueron ampliados en abril pasado. ODS presenta las principales
variables sociodemográficas que configuran las unidades de consumo. Está ausente en ambos estudios una
consideración de las variables estructurales, o ambientales, o de contexto, que
contribuyen a la producción del empobrecimiento y la desigualdad como
fenómenos que la pandemia masifica y profundiza. Se asientan en modelos cuyas
variables constitutivas se relacionan entre sí de manera coherente, al mismo
tiempo que los factores externos –el contexto, por ejemplo– son tratados como
constantes. No se contempla siquiera como hipótesis que esos factores son en realidad
variables que actúan en otro nivel de determinación: desde ese nivel definen
las condiciones de comportamiento del modelo y la eficacia del instrumento de
política para alcanzar su objetivo. La vinculación entre instrumento, problema
y contexto-ambiente-estructura sobresale en cambio en las críticas formuladas
por algunos dirigentes de organizaciones sociales, difundidas ampliamente por
la prensa. La Tarjeta Alimentar es
presentada en ellas como “política emblema del gobierno”, una política
asistencialista que no saca a la gente de la pobreza y apunta a generar efectos
inmediatos que no aportan respuestas eficaces y de mayor efectividad: “pan
para hoy, hambre para mañana”. Estimula
la integración de la población como consumidora en mercados altamente concentrados
que, a lo sumo, “derraman miguitas” hacia los más necesitados, en escenarios de
concentración económica e inflación que reducen el poder real de compra de los
usuarios. Además, la bancarización de la tarjeta retrae de la asignación
nominal la comisión que cargan las entidades. En resumen, la tarjeta es “un
error económico, social y cultural” (Infobae 8, 9 y 10 de mayo de 2021; La
Nación, 9-5-2021; Clarín 9-5-2021; El Cronista 10-5-2021).
Hay
aquí un estilo de construcción discursiva típico de la militancia política que
contrasta con el más distante de la retórica académica de los informes
anteriores. Incluso algunos excesos retóricos: la Tarjeta Alimentar no es una política asistencial vertebral, sino
complementaria de una política alimentaria, y tampoco es presentada como
emblemática en el discurso gubernamental: integra un repertorio amplio de
acciones de Política Social preventiva, promocional y no sólo asistencial.
También
es cuestionable que las compras de alimentos se efectivicen mayoritariamente en
las grandes cadenas de supermercados: según el estudio de la ODS, 65% de los hogares destinatarios de la
tarjeta declaró realizarlas en pequeños comercios barriales. Menos de 33% elige
supermercados de alguna cadena.
Al
margen de estos desajustes particulares, es innegable que estas críticas dan en
el blanco en lo que toca a las determinaciones externas de la asistencia
alimentaria, pero desatienden la especificidad del instrumento y su
diferenciación respecto de previas modalidades de transferencias monetarias.
Simplificando mucho las cosas, podría decirse que los modelos de transferencias de ingresos apuntan a una
reproducción simple de los escenarios: resuelven problemas inmediatos, pero no
previenen su reiteración al no enfocar los factores que los generan. Es
algo así como la política del aguante: en el atractivo de los resultados
inmediatos anida la razón de su insuficiencia. Las críticas de las organizaciones sociales cuestionan este permanente
correr detrás de los problemas y proponen modelos de generación de ingresos a
partir del empleo: no reparten pescado, enseñan a pescar. El “Plan de
Desarrollo Humano Integral” propuesto por una convergencia de
organizaciones sindicales y de la economía social epitomiza este enfoque, pero
también se inscribe en él el programa “Potenciar Trabajo” del Ministerio de
Desarrollo Social. No son lo mismo, ni en escala ni en proyecciones, pero
tampoco incompatibles.
CONCLUSIÓN
La
pandemia está generando efectos catastróficos en todo el mundo: millones de
muertes, empobrecimiento de muchísima gente, crecimiento vertiginoso de la
desigualdad y la polarización social, retracción productiva. Minorías que ya estaban bien antes de la
pandemia y que ahora están mucho mejor; mayorías que ya estaban mal y que ahora
son más numerosas y están peor; gente que se ha quedado sin porvenir y que está
peleando el presente. Una extrapolación de los escenarios actuales a un
después de la pandemia no debería desatender la plausibilidad de esos
escenarios catastróficos, de los que la historia humana ofrece numerosos
ejemplos. Enfrentar la pandemia implica enfrentar aquí y ahora esos escenarios
posibles, diseñando y ejecutando políticas que encaren las urgencias del
presente como parte de la configuración de escenarios en los que “reine el amor
y la igualdad”. O algo así. Ello
requiere, sobre todo, traducir las premisas doctrinarias en políticas públicas.
En tal sentido, la discusión sobre la Tarjeta Alimentar remite, desde su propia
peculiaridad, a la cuestión mucho más peliaguda de los combates por el
bienestar en el marco de la pandemia y la configuración de los escenarios post
pandémicos.