Por Eduardo J. Vior para INFOBAIRES24
Después de un glorioso Desfile de la Victoria en Moscú el pasado 9 de mayo y de una combativa celebración del primer centenario del Partido Comunista de China en Beijing el pasado 1º de julio, este 4 de julio fue un triste Independence Day en Washington. Es que la retirada de la base militar de Bagram, 60 km al norte de Kabul, condensó en una imagen la derrota de los Estados Unidos después de 20 años de invasión en Afganistán. En la madrugada del 2 de julio y sin avisar al comandante afgano que debía asumir el mando de la instalación, las últimas fuerzas norteamericanas cortaron la electricidad y se escabulleron en la oscuridad.
La superpotencia imperial perdió la guerra más
larga de su historia y no lo quiere reconocer, pero difícilmente pueda
evitar que su derrota acarree una cadena de sinsabores en el sur de Asia.
Más de 1.000
soldados afganos huyeron este martes a la vecina Tayikistán ante el avance de
los talibanes. Las tropas se retiraron por la frontera para «salvar sus propias
vidas», según un comunicado de la guardia fronteriza de Tayikistán.
La violencia ha aumentado en Afganistán y en
las últimas semanas los milicianos islámicos han conquistado importantes
posiciones, especialmente en el norte del país, coincidiendo con la
retirada de las fuerzas norteamericanas y sus aliados de la OTAN tras 20 años
de ocupación. La gran mayoría de las fuerzas extranjeras ya se han ido antes de
la fecha límite de septiembre y se estima que el Ejército Nacional afgano
entrenado por los occidentales se desintegrará en pocas semanas.
En virtud de un acuerdo con los talibanes firmado en
febrero de 2020, los occidentales debían retirarse hasta principios de mayo
pasado, a cambio de que los guerrilleros dejaran de atacar a las fuerzas
gubernamentales y siguieran combatiendo a las células del Estado Islámico que
operan en el país. Luego los aliados postergaron su salida hasta septiembre
próximo, pero en las últimas semanas la están apresurando.
Por su parte,
los talibanes cesaron de enfrentar al ejército, pero su solo avance provoca la
desbandada de las tropas gubernamentales y la caída de cada vez mayores
territorios en manos de la guerrilla y a más velocidad. Tanta que los propios
rebeldes están preocupados por no caer en una provocación que justifique la
permanencia de la OTAN en el país. Desde mediados de abril, cuando el
presidente estadounidense Joe Biden
anunció el fin de la «guerra eterna» de Afganistán, los talibanes se han
expandido por todo el país, especialmente en la mitad norte, un bastión
tradicional de los señores de la guerra aliados de Estados Unidos que ayudaron
a derrotarlos en 2001.
El mes pasado,
el movimiento religioso tomó Imam Sahib,
una ciudad de la provincia de Kunduz, en la frontera con Uzbekistán, y se hizo
con el control de una ruta comercial clave.
En las últimas
semanas han conquistado asimismo grandes áreas en las provincias de Badajshan y Tajar, en las fronteras con
Tayikistán y China y ahora gobiernan aproximadamente un tercio de los 421
distritos y capitales del país. Al posicionarse en la frontera noreste,
extendieron su dominio sobre una vasta diagonal que va desde Paquistán, en el
suroeste, hasta Tayikistán y les abre importantes comunicaciones con los países
vecinos. Este corredor sólo está interrumpido por algunas carreteras troncales
que atraviesan el país de este a oeste y todavía están en manos del Ejército.
El presidente afgano, Ashraf Ghani, insiste en
que las fuerzas de seguridad del país son plenamente capaces de mantener a raya
a los insurgentes, pero ante la perspectiva de un pronto derrumbe, los
países vecinos se están preparando para una posible afluencia de refugiados.
Para tratar de
contener el desastre, a fin de junio el gobierno de Kabul ha vuelto a convocar
a las milicias que habían sido desmovilizadas en la década de 1990. Se trata de
bandas al servicio de señores de la guerra locales, mayormente pertenecientes a
las etnias del norte, especializados más en saquear y masacrar a civiles que en
combatir a la milicia islámica. Hace treinta años ocuparon el país después de
la retirada de los soviéticos y se enfrascaron en interminables guerras civiles,
hasta que el triunfo de los talibanes acabó con ellas en 1996. Ahora su
renovada movilización preanuncia el renacer de las luchas facciosas.
Después de 17
años de guerra en 2018 los talibanes
entablaron en Doha (Catar) negociaciones directas con EE.UU. (quienes obviaron
a sus aliados afganos) y en febrero de 2020 acordaron la retirada de los
occidentales en el plazo de 14 meses. Después de asumir el gobierno en
enero pasado, el presidente Joe Biden ratificó la retirada estadounidense, pero
retrasó por cuatro meses la salida de las tropas y, como se confirmó hace dos
semanas por el hallazgo “casual” en una parada de ómnibus en el sureste de
Inglaterra de una carpeta con documentación secreta de la Defensa británica,
Washington está combinando con Londres la permanencia en Afganistán de fuerzas
especiales que le permitan mantener el control sobre el camino del opio, el principal recurso exportable del país, que
durante dos décadas ha financiado generosamente a los servicios de inteligencia
británicos y norteamericanos.
Desesperados por
evitar la derrota, los servicios norteamericanos han pergeñado una estrategia
para irse y quedarse al mismo tiempo. Según propuestas que se discuten en el
Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por su nombre en inglés) y fueron
publicadas en US Today el lunes 5, “se necesitan nuevas formas de mantener a
varios miles de contratistas occidentales en Afganistán o cerca de él, para que
estos expertos técnicos puedan ayudar a mantener los helicópteros y aviones
cruciales para trasladar las pequeñas pero excelentes fuerzas especiales de
Afganistán”.
Más adelante
concede que “algunas zonas remotas del sur y el este del país, especialmente en
los cinturones tribales pashtunes más afines a los talibanes, deberían ser
cedidas al adversario”. Y, prosigue, “una vez que las tropas terrestres de la
OTAN se hayan retirado, la potencia aérea de la OTAN con base en la región
podría utilizarse para ayudar a las incipientes fuerzas aéreas afganas a apoyar
a sus tropas sobre el terreno, cuando se encuentren bajo un ataque concertado”.
Para graficar
que la retirada es sólo superficial, continúa, “algunas zonas que queden bajo control de los talibanes deberían ser
contraatacadas en algún momento, siempre y cuando los líderes talibanes
presenten objetivos atractivos para las fuerzas afganas”. Problemáticamente,
reincide en el recurso a los señores de la guerra: “las más adecuadas de las
muchas milicias de Afganistán deberían ser puestas en nómina por el gobierno e
integradas en un plan general de campaña. Los pagos deberían estar supeditados
a cierta medida de contención y respeto [sic] por las vidas inocentes por parte
de estos grupos”. Del mismo modo sostiene que “debe desarrollarse una
estrategia de protección de las zonas clave de Kabul con detalles
tácticos. Puede que no sea posible
mantener toda la capital”.
Y finaliza
reconociendo que “deben prepararse grandes campamentos para aquellos afganos
que se conviertan en desplazados
internos debido a los combates en sus regiones de origen o a la brutalidad
del dominio talibán que puede resultar en algunas zonas”.
La propuesta
estratégica brevemente reseñada muestra que Washington de ningún modo piensa
retirarse de Afganistán, sino que retiran a las tropas regulares, pero
continúan devastando ese sufrido país.
Su concepto busca azuzar la guerra civil, perpetuar los
odios interétnicos e interconfesionales e impedir la reconstrucción de la
maltratada nación centroasiática. Para EE.UU. y el Reino Unido es esencial
impedir la consolidación de un Estado nacional afgano que, por tradición y
lógica geopolítica y geoeconómica, se alinearía con los demás países de Asia
Central enlazados a China, Rusia y Europa continental por la Nueva Ruta de la
Seda.
Si las potencias
anglosajonas perdieran el control de este Estado-nexo entre el centro y el sur
de Asia, entre el este y el oeste, es muy difícil que consigan bases en otros
países de Asia Central. Por lo tanto, deberían retirarse a países costeros del
Océano Índico. Sin embargo, es previsible que un Estado afgano reunificado agudicen las corrientes centrífugas que
fragmentan a Paquistán. Si India no quiere quedar fuera del mapa asiático,
la última línea de defensa anglosajona en Asia del Sur puede terminar pasando
por el mar.
Estados Unidos
puede retrasar por meses y años la pacificación de Afganistán, pero la inmensa
derrota que ha sufrido es inocultable. Cada uno de los tres imperios que antes
se estrellaron con la resistencia de esta sufrida nación terminaron
fracturándose, incapaces de resistir las tensiones étnicas y culturales
desatadas por sus fracasos. El Imperio
Americano debería aceptar su derrota, retirarse de Surasia y buscar un modo
pacífico de convivencia con esas culturas milenarias, pero no parece dispuesto
a aprender. Tanto peor y más largo será su sufrimiento y el que provocará a
las víctimas de su agresión.