Por Sergio Kiernan para Página 12
18 de febrero de
2023 - 22:27
Si fuera por la
rutina, el ganapán, nadie se acordaría de Salamone, el de los algunos edificios
racionalistas, apenas uno realmente notable, el de presidir la empresa familiar
dedicada a asfaltar calles. Ese Salamone
ingenieril, empresario, hubiera sido uno más si no fuera porque, en la
Argentina chica de los años treinta, se hizo amigo de un tal Manuel Fresco, que
el Fresco fue gobernador de la provincia de Buenos Aires por un período y que
en el poder le encargó al amigo tano un programa de construcciones masivo.
Fresco puso la voluntad política y los fondos, Salamone puso una fantasía
creativa tal que todavía nos quedamos con la boca abierta. Pocos políticos
tuvieron semejante tino, menos son recordados por un programa de
infraestructura.
Muy a principios
del siglo veinte, el arquitecto Salvatore Salamone desembarcó en Buenos Aires
con su familia, incluyendo al pequeño Francesco de la mano de su mamá. Era uno
de tantos barcos que nos traían talentos constructivos como Gianotti o los
Palanti, por mencionar algunos. El piccolino siciliano creció argentino, se
transformó en Francisco con "i" y se anotó en el Otto Krause, del que salió maestro mayor de obras.
Grandecito, se instaló en Córdoba y a los veinte años obtuvo un título que ya
no existe, el de ingeniero civil y arquitecto. Esta formación destaca un
lado muy importante de Salamone, el de la capacidad y el conocimiento técnico.
El hombre era un constructor de alta pericia, un prolijo sabelotodo y bastante
obsesivo con los detalles.
Salamone se gana
algún premio en los tantos concursos de la época, ricos en publicaciones de
cosas que no se construían, incluyendo medallas en Barcelona y en Milán. Si
alguien lo conoce, es por sus "arquicaricaturas", retratos de
arquitectos famosos en un estilo racionalista facetado, casi cubista, que se
publican en la revista de la Socidad Central de Arquitectos. Salamone se mete
en política, se sale rápidamente, forma una empresa constructora con su hermano
y se gana la vida pavimentando calles cordobesas. Sus primeras obras vacilan entre el estilo neocolonial español y el
racionalismo para viviendas, y un atisbo de Art Decó para la plaza central de
Villa María, de 1934.
Y AHI LO LLAMA FRESCO.
La crisis de
1930 no se iba y el gobernador conservador, autoritario y amigo del fraude
patriótico quería proyectarse creando empleo y haciendo lo que hoy llamamos
base territorial. Hay de todo en carpeta: puentes, la novedad de algún camino
interurbano asfaltado, escuelas, sedes de cooperativas eléctricas. Pero Fresco le encarga a Salamone cuatro
tipologías de enorme simbolismo. El siciliano tiene que concentrarse en
intendencias, cementerios, mercados y mataderos, indispensables en medio
del debate sobre exportaciones de carne y desconfianza a los privados, todos
ingleses. Un mandato es que se noten, que se hagan ver, que simbolicen la
acción del Estado y la suya propia. El que los vea tiene que pensar en progreso
y en el nombre de Manuel Fresco.
La foto severa
de Salamone, vestido como un estanciero en una película de Mirtha Legrand, ya
maduro, hace difícil imaginarse la cara del joven de 39 años que recibía
semejante encargo. ¡Sesenta y cinco obras en veinte pueblos! Y el mandato de
hacerse ver, de impresionar, de dejar una marca muy por encima de lo
utilitario. ¡Cómo habrá brindado el arquitecto!
Los pueblos
elegidos tenían algo en común, el haber nacido como fortines o puestos
fronterizos, sin la pompa, la esperanza y el diseño con que se fundaron otros
en tiempos anteriores o mejores. Salamone se toma el tren y empieza a recorrerlos,
y le agrega a Fresco algunas plazas que diseña por completo, de las locas
farolas a las fuentes lisérgicas, del pavimento dibujado a los bancos. Es un
frenesí de torres, portales de cementerios, capillas fúnebres, equipamientos
técnicos para la faena de ganado, mobiliarios completos para concejos
deliberantes y oficinas públicas, mostradores de material y mármol, lámparas
para los pasillos y hasta picaportes.
En cuatro años,
Salamone diseña, hace la dirección de obras y hasta construye él mismo las municipalidades
de Carhué, Pringles, Laprida, Puán, Carlos Pellegrini, Rauch, Balcarce y
Tornquist; las delegaciones municipales de Cacharí, Vedia, Saldungaray y
Chillar; los mataderos de Balcarce, Carhué, Pringles, Azul, Laprida, Vedia y
Pellegrini; los cementerios de Saldungaray, Laprida, Azul y Balcarce; más las
cruces de los de Pringles, Pellegrini y Lobería. El cementerio de Saldungaray
tiene la ya famosa "rueda" con una cruz y todos los rayos como para
salir a velocidad. El de Azul el ceñudo y potente ángel de la buena muerte. La
intendencia de Vedia es de lejos lo más alto del lugar, pasados los ochenta
años, una exageración de torre con reloj que sigue exagerando todos estos años
después, en directa competencia con la de Carhué. Los mataderos son fascinantes
edificios-máquina que hasta abandonados o con otro uso permiten imaginar un
frenesí de sangres y despieces.
El monumentalismo es tal que todos estos
edificios tienen fama, son hitos del patrimonio bonaerense y son literalmente
únicos. Hace unos años, un tour Salamone de la sociedad Art Deco de Estados
Unidos, guiado por Fabio Grementieri, mostró lo que puede ser la reacción
típico a estas obras: primero un vistazo serio y un mini-debate sobre
influencias monumentalistas y racionalistas, con nombres de posibles obras
europeas. Para el segundo día, nadie se molestaba más que en deleitarse en la
originalidad de las obras, la irrepetible creatividad, la elegancia de las
soluciones, la belleza que emana de cada una. Al arquitecto y antropólogo
italiano Franco La Cecla le pasó lo mismo: que esta torre le sonaba a esta
otra, que el estilo se enraizaba en este otro... y a los diez minutos no paraba
de elogiar la creatividad y la audacia, y se reía feliz de que el autor fuera
un compatriota siciliano.
Para los
locales, estas visitas y estos elogios confirman que lo que tienen es único y
de asombro, algo que la costumbre suele apagar. Los edificios de Salamone son
tratados con cierto respeto, como algo que te dejaron los abuelos y todavía
sirve, y la provincia está preparando un programa de restauración de varios,
que hasta encontraron otros usos.
Terminada esta
patriada, Salamone se instaló en Buenos
Aires, siguió asfaltando, probó suerte en Uruguay, volvió a la Capital, creó la
empresa familiar SAFRRA -Sociedad Anónima Francisco, Ricardo, Roberto, Ana-
hizo varias obras de infraestructura y un par de edificios, el más notable el
espectacular departamento de Alvear y Ayacucho, una clase tridimensional sobre
cómo se toma una esquina y cómo se diseña un remate. Se murió a los 62 en 1959.
Lo que significa
que alcanzó a ver la arquitectura del peronismo, la última en ser un estilo
propio y reconocible, una arquitectura deliberadamente parlante que
"dice" un mensaje. Los cuatro años huracanados de Salamone en el interior
bonaerense son otra muestra de que la presencia del Estado no tiene que ser
apenas utilitaria, cajas baratas para cubrir alguna necesidad, sin ningún
esfuerzo creativo. Como los viejos Bancos Nación, los Correos y las sedes
primeras del Banco de la Provincia, sus edificios hablan y dicen que aquí
estamos, que esto es lo que hace también el Estado, dar identidad.
Un capo,
Salamone.