por Eduardo J. Vior para InfoBaires24
Este sábado 11 el mundo conmemora el vigésimo aniversario de la voladura de las Torres Gemelas de Nueva York que sirvió de pretexto, para la promulgación de la Ley Patriótica que puso a la sociedad norteamericana bajo el control total de sus servicios de inteligencia y para justificar el inicio de un ciclo de guerras sin fin que condujo a la calamitosa retirada de Kabul. El recuerdo debería servir para revisar la maniobra de entonces y a Estados Unidos para reconducir su relación con el mundo. Sin embargo, el cerrado círculo que lo domina persiste en su versión mentirosa sobre el volantazo que dio hace dos décadas, en repetir las aventuras exteriores que llevaron al país a perder el cetro mundial y en tensar los conflictos socioculturales que polarizan a su sociedad.
Cuando volvemos
la mirada hacia lo que sucedió el 11 de septiembre de 2001, se reavivan en
nuestras retinas las imágenes de los atentados contra las Torres Gemelas del
World Trade Center, pero no guardamos recuerdo de los pingües negocios que
algunos hicieron con las acciones de las empresas aéreas afectadas, gracias a
que tenían información de primera mano sobre lo que iría a suceder. Tampoco
están en nuestra memoria el incendio en el anexo de la Casa Blanca (el Old
Eisenhower Building) ni la caída de un tercer edificio del World Trade
Center. Por ello es bueno refrescar la
denuncia del periodista francés Thierry Meissan (en castellano: La Gran
Impostura, Buenos Aires: El Ateneo, 2013). El libro, publicado por primera
vez en Francia en 2002, fue traducido a 18 idiomas y tuvo una gran resonancia.
Más allá de muchos detalles técnicos, es importante después de la retirada
occidental de Afganistán revisar sus implicaciones políticas.
En primer lugar,
resulta sorprendente que casi nadie recuerde ya que a las 10 de la mañana de
aquel día Richard Clarke, Coordinador Nacional de Seguridad, Protección de
Infraestructuras y Lucha contra el Terrorismo (1998-2001), puso en marcha el “Plan de Continuidad del Gobierno”. Se
trataba de un esquema de emergencia de la época de D. Eisenhower (1953-61),
para evacuar al ejecutivo, al Congreso y a los directivos de las principales
empresas norteamericanas en caso de guerra nuclear. Al aplicarse esta medida,
el presidente George W. Bush y todo el legislativo quedaron suspendidos de
sus funciones y bajo protección militar.
El jefe de
Estado fue conducido a una base aérea en Nebraska, donde ya estaban desde la
noche anterior todos los jefes de empresas que ocupaban los pisos superiores de
las Torres Gemelas. Cuenta T. Meissan
(https://www.voltairenet.org/article213880.html#nb6 ) que, “como todos los
años, Warren Buffet –entonces el hombre más rico del mundo– daba una cena de
caridad en Nebraska. Pero, cosa que nunca antes había sucedido, aquel día el
evento no se realizó en un gran hotel sino en una base militar. Los jefes de
sociedades invitados habían dado el día libre a sus empleados de Nueva York,
lo cual explica la cantidad relativamente reducida de muertos en el derrumbe
de las Torres Gemelas”.
Por su parte,
los miembros del Congreso habían sido concentrados en el megabúnker de
Greenbrier, en Virginia Occidental. El
poder quedó así durante doce horas en manos del “gobierno de continuidad”
refugiado en el llamado “Complejo R” de Raven Rock Mountain, Virginia, hasta
que fue devuelto a las autoridades legítimas al final de aquel día. Todavía no
se sabe quiénes eran los miembros de aquel ejecutivo de emergencia ni qué hicieron
durante esas doce horas. En el Congreso tampoco prosperaron nunca los
pedidos de audiencia pública para discutirlo.
El autor francés
insiste en que, “mientras no se aclaren ese y otros aspectos de lo sucedido
aquel día, se mantendrá la polémica sobre el 11 de septiembre de 2001”. Ese día no murió ningún miembro del
gobierno, el poder legislativo o el judicial ni los servicios de inteligencia
tuvieron noticia alguna de que amenazara un ataque exterior. Por lo tanto,
el traslado del poder a un gobierno paralelo nunca estuvo justificado. “En
otras palabras, fue un golpe de Estado”, dice T. Meissan.
Es más, la versión oficial sobre los atentados
es insostenible (T. Meissan,
https://www.voltairenet.org/article213880.html#nb6):
1) Hasta el
día de la fecha, no se ha demostrado que
los 19 supuestos “secuestradores aéreos” efectivamente hayan estado a bordo de
los aviones secuestrados. Esas personas no aparecen en las lista de
pasajeros que las compañías aéreas publicaron aquel mismo día y los videos
que los muestran no fueron grabados en Nueva York, sino en otros aeropuertos
por donde pasaron en tránsito.
2) Tampoco existen pruebas de las tan citadas
35 comunicaciones telefónicas con pasajeros que se hallaban en los aviones
secuestrados. Por el contrario, el FBI especificó que los aviones
secuestrados no tenían teléfonos incorporados en los asientos de los
pasajeros, quienes habrían tenido que utilizar sus propios teléfonos
celulares que en aquella época no funcionaban a más de 5.000 pies (1.700 m) de
altitud. Además, en las listas de comunicaciones proporcionadas por las
compañías telefónicas no apareció ninguna de las llamadas mencionadas.
3) Hasta ahora tampoco nadie ha explicado
congruentemente el derrumbe vertical (sobre sí mismas) de las Torres Gemelas
y de un tercer edificio de aquel complejo. Según la versión oficial, el combustible
de los aviones ardió y el fuego fundió las vigas verticales que sostenían las
dos torres, lo cual explicaría su derrumbe. Un tercer edificio del complejo
también se derrumbó –sin impacto de ningún avión– supuestamente, porque fue
afectado por los derrumbes de las torres vecinas, pero también se derrumbó
sobre sí mismo. Tanto las explosiones laterales como la presencia de vigas
seccionadas indican la existencia de una demolición no accidental sino
controlada. Para terminar, las fotos de verdaderas “piletas” de acero fundido
tomadas por los bomberos y las fotos de la FEMA (la agencia estadounidense
para la gestión de catástrofes) que muestran cómo se derritió la roca sobre
la cual estaban construidos los cimientos son inexplicables según la versión
oficial.
4) Del mismo modo no existe asimismo evidencia
alguna de que un avión de pasajeros se haya estrellado contra el Pentágono.
Al día siguiente de los atentados, los bomberos explicaron que no habían
encontrado allí nada proveniente de un avión. Por el contrario, las
autoridades sí anunciaron haber
encontrado numerosas piezas de avión, pero nunca las mostraron.
Inmediatamente después de los atentados
del 11 de septiembre, sólo en cuestión de días, la administración de George
W. Bush hizo aprobar el USA Patriot Act (la Ley Patriótica estadounidense). Es
un texto muy voluminoso que fue redactado a lo largo de los dos años
anteriores por la Federalist Society, que contaba entre sus miembros al
Procurador General Theodore Olson y al secretario de Justicia John Ashcroft.
Esta ley suspende la aplicación de la Carta de Derechos (Bill of Rights),
incorporada a la Constitución en 1791, en los casos de terrorismo.
La
interpretación política de los hechos del 11/9 aún no es concluyente. Según Thierry Meissan, los atentados
habrían sido escenificados por una facción reaccionaria dentro del poder
norteamericano para limitar las libertades individuales e imponer una
estrategia de guerra permanente. Para aplicar la ley mencionada, se creó
el Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security, DHS)
que concentró 16 servicios de inteligencia ya existentes. En 2011 el Washington
Post informó que el DHS había reclutado a 835.000 funcionarios, de los cuales
112.000 tenían contratos secretos. En
2013 Edward Snowden reveló cuán masiva es la vigilancia que el Estado ejerce sobre
cada habitante de EE.UU. Por algo vive todavía hoy en Rusia como refugiado
político.
Como explica a
continuación el periodista francés, un mes después de los atentados el entonces
secretario de Defensa, Donald
Rumsfeld, creó la Office of Force Transformation (Oficina de Transformación de
la Fuerza) y la puso bajo el mando del almirante Arthur Cebrowski. Con
esta oficina no sólo se modificó radicalmente la organización del poder militar
norteamericano sino todas sus funciones. Estados
Unidos ya no trataría de ganar guerras, sino de prolongarlas el mayor tiempo
posible. Para ello, los siete comandantes regionales obtuvieron un poder
sólo comparable al de los virreyes coloniales. La superpotencia ya no se
interesa más por vencer a sus adversarios, ocuparlos y remodelarlos a su imagen
y semejanza. Con la nueva estrategia sólo interesa destruir los Estados en
los países cuyas riquezas se pretende explotar.
Esta estrategia
se aplicó primero en Afganistán. A
Washington nunca le interesó combatir al terrorismo ni instaurar un sistema
democrático, sino extraer el opio para mantener el control sobre el mercado
europeo de la heroína y, eventualmente, construir el gasoducto de Turkmenistán
a India, a través de Afganistán y Paquistán, que le habría dado el control
sobre el gas turkmeno. Nada más.
Es lícito
preguntarse, si tanta gente estaba involucrada en los secretos de esa
conspiración, por qué nadie salió a denunciarla. En primer lugar,
efectivamente, a lo largo de los años hubo muchas denuncias sobre aspectos
parciales de los acontecimientos del 11/9, pero pasaron desapercibidos, porque
los sucesivos gobiernos de EE.UU. parecían estar llevando adelante una guerra
mundial contra el “terrorismo islámico” y nadie parecía cuestionar seriamente
la finalidad proclamada.
Después de las invasiones a Libia, Siria e
Irak y tras difundirse innumerables revelaciones sobre la responsabilidad de
los servicios secretos norteamericanos en la promoción y el sostén de al Qaeda,
el Estado Islámico y organizaciones similares, es evidente que algunas
instituciones estadounidenses por épocas pueden haber estado interesadas en
combatir el terrorismo islámico, pero sólo después de que otras lo habían
fomentado y lo siguen haciendo.
La primera
conclusión a extraer es, entonces, que mucha
gente estuvo involucrada en la conspiración del 11/9, quizás conociendo
sólo aspectos parciales, pero que no lo denunciaron, porque pensaron que el fin
justificaba los medios. Y si lo hicieron, sus voces fueron silenciadas por el
consenso general sobre la corrección básica de la “lucha contra el terrorismo
islámico”.
La cuestión de
fondo radica en la disposición que mostró la opinión pública norteamericana y buena parte de la europea para aceptar
la mentira del 11/9. Durante la Guerra Fría en EE.UU., Europa Occidental y
Japón se convenció a los pueblos de que el precio del Estado de Bienestar y de
la paz precaria de los que gozaban era aceptar el enfrentamiento constante con
el bloque soviético y las consecuentes restricciones a la libertad. Cuando la
Unión Soviética se derrumbó en 1989-91, no sólo desapareció la imagen de
enemigo que justificaba esas limitaciones, sino que la reducción de la productividad de la economía norteamericana
obligaba a la superpotencia triunfante a buscar el modo de mantener su
supremacía.
Entonces, primó
dentro de EE.UU. la tendencia al facilismo: en lugar de modernizar su
infraestructura y de mejorar la productividad de su economía, la política
económica de Clinton, Bush Jr. y Obama favoreció la especulación global del capital financiero, para sostenerse
mediante beneficios rentísticos. Mientras tanto, la República Popular de China se desarrollaba a la sombra de la hegemonía
norteamericana, mientras se apropiaba de gran parte de la deuda pública de
EE.UU. El gobierno de Donald Trump y la fractura que hoy divide a la sociedad
estadounidense son sólo el resultado de esa decadencia. Se ha roto el consenso
de la Guerra Fría. Al no existir el bienestar generalizado, no se justifican ni
la guerra permanente ni el cercenamiento de las libertades.
Después de la derrota en Afganistán, la
sociedad estadounidense está pasmada. Quizás por el estupor que la invadió
todavía no pide cuentas por la sucesión de mentiras, ocultamiento y engaños de
los últimos veinte años. La oligarquía dominante sigue agitando el odio
interno, mientras busca espantajos externos que justifiquen nuevas aventuras,
pero quien no revisa su pasado, entrega su presente e hipoteca su porvenir.