Eduardo J. Vior para
16 de noviembre de 2020
Después de haber concedido este domingo por la mañana que Joe Biden ganó la elección del 3 de noviembre, en un segundo tuit el presidente Donald Trump aseguró que su rival demócrata «sólo ganó a los ojos de los medios falsos», reiterando que no va a darse por vencido en su impugnación de una elección que tachó de «amañada».
En Washington ningún
interlocutor serio duda de que el 3 de noviembre se cometió fraude en distintos
estados, aunque todos saben que es muy difícil probarlo y, si se pudiera,
recién sucedería mucho tiempo después de la asunción de Joe Biden. Previendo que el 19 de enero deba abandonar
la Casa Blanca, entonces, Donald Trump está dificultando al máximo el acceso
del nuevo equipo y poniendo funcionarios leales en posiciones estratégicas,
para dejar testimonio de las políticas que él habría ejecutado, si durante casi
cuatro años no lo hubiera saboteado el “Estado profundo”. Entre tanto, libra
batalla en cada una de las etapas de la transición.
El pasado lunes 9 el despido del secretario de Defensa, Mark
Esper, puso sobre alerta a la plana mayor del Pentágono, que ahora teme que
llegue la orden para abandonar inmediatamente Afganistán, Siria e Irak. Por
su parte, el saliente enviado especial de EE.UU. para Siria, Jim Jeffrey,
confesó el viernes 13 en una entrevista con Defense One que su equipo ocultó
deliberadamente a sus superiores y al presidente Donald Trump el número de
soldados estadounidenses estacionados en Siria, dando a entender que en ese
país se encuentran muchos más de los 200 efectivos que Trump autorizó a dejar
allí en 2019.
A confesión de parte,
relevo de prueba: el reconocimiento del funcionario de que traicionó a sus
jefes, incluido el presidente, confirma por un lado que Donald Trump
efectivamente pretendía acabar con las continuas invasiones que Estados Unidos
lleva desde 1945 y, por el otro, que los generales y almirantes no piensan
abandonar el negocio de la guerra permanente.
No es casual, por lo tanto,
que se hayan multiplicado los rumores sobre el remplazo de Gina Haspel al frente de la CIA, a quien los partidarios
del presidente acusan de entorpecer la desclasificación de documentos secretos
que probarían la obstrucción intencionada de la agencia a la investigación de
2017-18 que debía probar la inocencia del mandatario ante las acusaciones
formuladas por los demócratas sobre su supuesta complicidad con agentes
rusos para ganar la elección de 2016. Si cae Haspel, debería seguirla su
antecesor en el cargo y jefe político, el secretario de Estado Mike Pompeo.
“Durante tres años y nueve
meses Trump tuvo que responder a cada maniobra del Estado profundo,” declaró a
The Hill Bryan Lanza, un asesor que participó en 2016-17 en el equipo de
transición del presidente. “Ahora el mandatario está desatado y es el Estado
profundo quien tiene que responder a su avance”, continuó.
“La
prioridad de Trump es crear el caos”, evaluó por su parte Dov Zakheim, quien
fuera subsecretario de Defensa en el gobierno de George W. Bush. “Cuando cambia el
gobierno, se necesita gente del elenco saliente que entregue las oficinas a los
entrantes, lo que él trata de impedir. Está causando una disrupción y haciendo
muy difícil la transición,” agregó.
La purga en el Pentágono es la más relevante de todas las que el
presidente está haciendo. “Si el presidente no consigue sacar ahora las tropas
de Afganistán, los movimientos que está haciendo carecerán de sentido”,
comentó un dirigente republicano cercano a la Casa Blanca. “Sus seguidores
quieren que traiga a las tropas de vuelta a casa y el pueblo está deseoso de
que las retire. Si logra sacarlas de ese pantano, pasará a la historia como el
hombre que terminó la guerra más larga en la historia de EE.UU.”, completó.
Según Myron Ebell, quien
dirigió en 2016-17 el equipo de transición en la Agencia de Protección del
Medio Ambiente (EPA, por su sigla en inglés), “gran parte de los errores
cometidos por el gobierno de Trump se debió a que el jefe de Estado nunca pudo
controlar los nombramientos de personal en la presidencia”. “Los funcionarios
de carrera son reacios a la agenda conservadora. Como parte de la misma
consistía en reducir la planta de personal y controlar la carrera funcionarial,
obviamente la boicotearon”, adicionó.
Entre tanto, el presidente
va a librar batalla en cada una de las instancias hasta el 20 de enero. Ordenó a sus abogados que presenten
demandas por fraude en todos los estados donde la Justicia las admita. Al
mismo tiempo va a intentar “doblar” a electores no militantes, para desmontar
la mayoría de Biden en el Colegio Electoral. Todavía, el 14 de diciembre,
cuando éste se reúna para elegir al presidente, buscará plantear cuestiones de
procedimiento para entorpecer el proceso y retrasar la elección. Similares
medidas dilatorias va a impulsar el 3 de enero, cuando sesione por primera vez
el nuevo Congreso y el 5 de ese mes, cuando Georgia defina en una segunda
vuelta los dos senadores que enviará a Washington. Según quien gane allí, los
demócratas pueden alcanzar la paridad (49-49) y la vicepresidenta Harris tendrá
la decisión o los republicanos cimentarán una mayoría de bloqueo de 50 a 48
escaños. Es también esperable que Donald Trump no acompañe la ceremonia
inaugural de la nueva fórmula, para dedicarse desde el primer día de gestión de
ésta a organizar la resistencia colorada (por el color identificatorio del
Partido Republicano).
En
la elección del 3 de noviembre el presidente obtuvo 71 millones de votos, más
que ningún otro candidato republicano en la Historia, y esos sufragantes le son
leales,
aunque los aprovechó mucho su partido avanzando posiciones en la Cámara de
Representantes y en numerosos estados, así como reduciendo sus pérdidas en el
Senado. Seguramente, buena parte del liderazgo del GOP va a negociar con los
demócratas, para poner un coto a la turba trumpista, pero, si marginan al
magnate neoyorquino, perderán sus votos. Trump,
en cambio, perdiendo ganó. O le conceden el control del Partido Republicano o
funda una nueva formación y rompe el duopolio del poder. Es el único dirigente
norteamericano que en cualquier momento puede movilizar masas, para forzar
decisiones del establishment aun desde afuera del mismo. Es un factor desde
hace tiempo ausente de la política norteamericana cuyos efectos todavía se
desconocen.
Dos actores más han ganado
en la elección, sin candidatearse: Wall
Street y el “Estado profundo”. El primero (la banca, los fondos de
inversión), porque apostó a ambos partidos y seguirá medrando a costa del
trabajo y del capital productivo. El segundo, en tanto, porque aprovecha la
polarización de la sociedad estadounidense y la incentiva, para seguir haciendo
política, sin que nadie lo controle.
La
brecha entre patriotas y globalistas está hoy más abierta que nunca. Joe Biden
será el presidente-gerente del aparato militar-industrial-comunicacional y de
espionaje. Enfrente se le planta la resistencia racista, xenófoba, homofóbica,
chovinista, pero patriota del amplio interior norteamericano. El país está
irremisiblemente dividido y el Estado profundo puede verse tentado a iniciar
una nueva guerra para justificar una nueva vuelta del torniquete autoritario en
lo interno.
Si, por el contrario, el
presidente consigue imponer la retirada de las tropas hasta enero, habrá
colocado el zócalo de su monumento. La política norteamericana tropezará a cada
paso con esa herencia perdurable.