Alberto Buela (*)
Al
Chino Fernández, in memoriam
Cuando de la realidad borramos
o ignoramos su dimensión sobrenatural
(la que no podemos explicar a través de la razón calculadora), no la logramos
entender, pues la realidad no se convierte de suyo en natural sino en una
realidad antinatural.
Este es un principio
fundamental en la vida del espíritu que ha sido dejado de lado tanto en el
conocer como en el ser. Tanto en el ámbito del conocimiento como en el dominio de
la falsa espiritualidad moderna en sus múltiples variantes. Un ejemplo vale por
mil palabras, así cuando la reforma luterana negó la idea católica de
matrimonio como sacramento indisoluble, sosteniendo que el matrimonio es un
asunto humano contractual permitiendo el divorcio, ello terminó en el
matrimonio civil de Napoleón, que hoy se extendió a los matrimonios
antinaturales de gays y lesbianas.
Cuando afirmamos con total
certeza que en la vida espiritual el que no avanza retrocede nos estamos
apoyando en este principio superior: si negamos lo sobrenatural terminamos afirmando
lo antinatural.
La idea de progreso, tan antigua como el mundo, pero modernamente
desde Kant para acá, nos dice que el mundo y el hombre progresan ineluctablemente
a través de la historia. Esta idea encierra en sí contradicciones insalvables.
Así, en pleno siglo XX, época de esplendor de la ciencia y la tecnología, el
progreso exponencial de éstas produjo la bomba atómica con miles y miles de
muertos inocentes. Sabemos que el mal en el inocente es inexplicable. Es una
perversión de la causa que lo comete, sea un sujeto sea una disciplina.
El capitalismo liberal entendió el progreso como un proceso de
acumulación y así llegamos en el siglo XXI a una sociedad de consumo cada vez
más desigual e injusta.
El socialismo marxista lo entendió como la construcción de “la
sociedad comunistas de los productores asociados” y terminó después de setenta
años con un costo de 100 millones de muertos.
Los antiguos filósofos lo
entendieron como el paso de lo peor a lo mejor.
Desde el punto de vista del
espíritu, esto es, del conocer profundo, el progreso se desarrolla en
intensidad o en profundidad. Nunca lineal ni horizontalmente. La profundidad
del progreso nos indica el grado de interiorización existencial del sujeto.
Y este es el sentido
profundo del progreso, la interiorización cada vez más intensa de las verdades
que conocemos, o mejor, que barruntamos. El proceso de interiorización tiene
grados sucesivos que contienen unos a otros en una jerarquía similar a la
celeste.
La teología, un ámbito que estamos orillando, se maneja con dogmas que
son fórmulas que nos dicen qué hacer y qué pensar, mientras que la filosofía es un saber profano que no
puede vivir de fórmulas sino que tiene que correr el riesgo del pensamiento.
Nadie dispensa al filósofo de pensar por sí y hacer avanzar su ciencia.
Pero es cierto también que
la filosofía tiene fórmulas o principios
a priori como los de no contradicción (una cosa no puede ser y no ser al
mismo tiempo y bajo el mismo aspecto) o el de identidad (todo lo que es, es
idéntico a sí mismo), pero esas fórmulas al igual que las de la teología hay
que interiorizarlas, hacerlas propias. Que penetren en la consciencia profunda
del yo personal.
Pero esto no basta, una vez
que uno asume estas verdades y valores de mayor jerarquía, no se puede,
hablando en criollo, dormir en los laureles sino que tiene que actualizarlos, y
esa actualización supone un trabajo constante, porque el progreso en la interiorización
conlleva el riesgo de la regresión, sino avanzamos en forma permanente.
El
carácter de regresible del proceso de interiorización de verdades espirituales
nos puede llevar a un retroceso que nos haga perder lo ganado.
Ello nos obliga a estar siempre atentos, siempre prestos, siempre despiertos no
solo para defender nuestras conquistas existenciales sino para lograr cada vez
una visión más clara, profunda e intensa de éstas.
Llegados a esta dimensión
del ser y del obrar el sujeto muestra que la virtud no se agota en el control
de las pasiones sino que se muestra en las preferencias. No solo es libre sino
que puede ser “más libre”, no aspira solo a querer algo sino a quererlo mejor,
nos enseña el filósofo español Leonardo Polo.
Llegamos así a la fórmula de
nuestro título: en la vida espiritual el
que no avanza, retrocede.