Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
Pocos años faltan
para conmemorar el Bicentenario de las jornadas de Mayo y el Centenario de la
gloriosa Revolución Mexicana. Ahora estamos en los comienzos de un nuevo siglo
para esta nuestra América y un nuevo milenio de la historia de la humanidad.
Los problemas a enfrentar siguen siendo los mismos, ante nuevas formas de dependencia que han ido sustituyendo a las que
finalizaron en 1810. Formas de dependencia que se han expresado a lo largo de
la tierra en un nuevo tipo de colonialismo que se ha hecho planetario,
incluyendo al que fuera centro de poder de este coloniaje, a Europa; que
enfrenta una forma de dependencia ya conocida por nuestra América: la
estadounidense.
Como respuesta ha este coloniaje se han puesto
en marcha formas de integración que están sorprendiendo al mundo, como la de la
Europa Occidental, que ahora enfrenta el reto de integrarse con el resto de
Europa; de una Europa que ha de ir del Atlántico a los Urales. Igualmente otras
formas de integración y colaboración se están dando en otras zonas de la tierra,
tanto en Asia como en África. Dentro de este contexto es más necesaria que
nunca la integración de nuestra región,
Iberoamérica, como punto de partida para una integración continental, pero en
una relación horizontal de solidaridad y no ya más vertical de dependencia.
De una integración obligadamente
latinoamericana, podrá pasarse a una Unión
Americana, no Panamericana, incluso con una moneda en común como ha propuesto
acertadamente nuestro compatriota americano Rafael Correa, en la que todos
los pueblos del continente se puedan llamar a sí mismo americanos de América,
como lo hicieron nuestros San Martín, Bolívar, Morelos y tantos otros que
constituyen nuestra pléyade de visionarios y no como lo vinieron reclamando
como exclusivos los Washington y los Jefferson. Gran familia americana que,
como dijo alguna vez Leopoldo Zea, “pueda a pesar de sus ineludibles
diferencias, colaborar entre sí en lo que le es común, sin renunciar a sus
ineludibles formas de identidad y los no menos e ineludibles intereses de sus
pueblos. América para los Americanos, pero no en el sentido de la Doctrina
Monroe sino en el sentido que los expresaran los Libertadores, haciendo de este
continente el punto de partida de una Nación de Naciones”.
Alejandro
Bunge fue uno de los primeros argentinos dedicados a pensar en el país desde
una perspectiva económico-social. Nacido en Buenos Aires en 1880, de una
familia caracterizada por los intelectuales que la integraron, estudió ingeniería en Sajonia y luego se
dedicó a investigaciones económicas, estadísticas y demográficas. La
estadía en la tierra de sus ancestros tendría consecuencias trascendentes para
su vida, ya que no solamente se graduó allí de ingeniero, sino que se casó con
la hija de uno de sus profesores. Además, conoció las ideas de Friedrich List,
el precursor de la escuela historicista.
Fue, puede decirse, uno de los iniciadores del
análisis de la realidad nacional a través de los elementos aportados por esas
ciencias, a partir de las cuales esbozó
un esquema de la conciencia nacional basado en los intereses económicos
concretos de la Nación: sus riquezas naturales, su industria, su patrimonio
cultural y humano y el grado de independencia
que posibilite su aprovechamiento para beneficio del país y de su
pueblo.
En 1941, Bunge
escribió la siguiente página: “En todas las naciones civilizadas existe una
política económica y social propia que se opone a la influencia del exterior.
En el nuestro, en cambio, existe la política económica y social que el exterior
nos impone. Se trata, en fin, de crear una política económica argentina,
política que jamás ha existido y que nos es tan necesaria como nuestras
instituciones sociales y administrativas. La Argentina, por su patrimonio
territorial y las condiciones fundamentales de su pueblo, puede mantener una
vida en todos los sentidos independiente, con la sola condición de hacernos
cada día más dignos de nuestra heredad por nuestro propio esfuerzo”.
En
1918 fundó la Revista de Economía Argentina, que dirigió hasta su muerte, en
1943. En sus páginas publicó innumerables trabajos que contribuyeron a
abrir nuevas perspectivas sobre el país de una manera muy diferente a las
retóricas y declamatorias vigentes hasta entonces. Como Director Nacional de
Estadísticas, cargo que ocupó hasta 1924, fue el responsable de las primeras
estimaciones del Producto Nacional Bruto. Asimismo, actuó como asesor del Banco
de la Nación Argentina y del Ministerio de Hacienda y organizó las oficinas
estadísticas de las provincias de Mendoza y Tucumán. También se desempeñó como
docente en las Universidades de La Plata y Buenos Aires A su alrededor se fue
formando un grupo de jóvenes economistas que continuaron con sus tareas de
búsqueda e interpretación.
Perteneció a una familia patricia, que dio
al país valores de mérito. Entre sus hermanos figuran magistrados y juristas,
que continuaron la trayectoria jurídica de su padre, sociólogos, como Carlos
Octavio Bunge y legisladores del talento de Augusto Bunge, enrolado en la
corriente socialista.
¿Por qué es el menos recordado de todos? Tal
vez porque sus palabras eran demasiado urticantes para los tiempos de antaño y
hogaño.
“La conciencia
nacional que hubiera nacido sin otro bagaje que el recuerdo de Mayo – advertía
en una conferencia de 1924 – de sus clarines y de sus banderas, sería hoy
insuficiente. No podemos ahora detenernos en San Martín y en Belgrano, ni en
Rivadavia ni en Sarmiento, ni en Alberdi y Avellaneda; tenemos que ir más allá;
aún más allá de Mitre, de Roca, de Pellegrini.
Debemos
convencernos – señalaba Bunge – que ésta es la última generación de
importadores y estancieros. En la próxima generación, la de nuestros hijos, el
predominio será de los granjeros y de los industriales. De los hombres de la
gran industria, de la industria media, de los artesanos, de los obreros
manuales, de los granjeros, que han de multiplicarse también como se
multiplican hoy los pequeños talleres de artesanos.
Nuestros diez millones de habitantes no
quieren ya recibir innecesarias fruslerías en cambio de cueros y lanas, quieren
producir inteligentemente todo lo que necesitan, quieren dictar su
comercio, quieren explotar con sabiduría y coraje las inmensas riquezas de cada
una de las regiones de esta heredad argentina. No quieren que su patria siga
siendo un país jornalero al servicio de otras naciones; el pueblo de esta joven
República ha aprendido y trabajado ya lo bastante para establecerse por cuenta
propia en su heredad nacional.”.
A juzgar por lo
que sucedió en los últimos cincuenta años, con su secuela desoladora y ateniéndonos
a la incontinencia verbal de los “analistas económicos” de los medios, daría la
impresión que Bunge habló en otro planeta. Es que fue un autor comprometido que
se animó a señalar los errores de los distintos grupos influyentes de su época
en pos de despejar el camino para el crecimiento argentino y a visualizar la ineludible necesidad de avanzar hacia la
integración continental. Su obra ilumina sin duda el actual panorama de la
cultura argentina, en el cual vemos que se repiten las actitudes de otrora,
cuando se mira primero al exterior sin realmente conocer la realidad interna de
nuestro país. Bunge no fue un
nacionalista dogmático ni un crítico de los aspectos favorables del libre
comercio: lo que el combatió es la actitud cultural de nuestros compatriotas en
la que se trasunta una admiración incondicional por lo extranjero y un desdén
por lo propio: “Yo me explico que un inglés consuma jamón de York y un italiano
salame de Milán; y que un comerciante norteamericano o inglés sostenga en la
Argentina que no le conviene al país explotar sus minas ni desarrollar sus
industrias, desde el momento que este país puede obtener muy baratos esos
productos enviando a aquellos la materia prima que a ellos les conviene obtener
a bajo precio. Tampoco me sorprende cuando veo a un brasileño protestar contra
la ayuda que aquí se proponga otorgar a los que cultivan arroz o yerba, ni me
llama la atención que residentes peruanos sostengan aquí todo lo que pudiera
favorecer la colocación en el país de los excedentes de azúcar peruana de
difícil venta”.
A pesar de haber trabajado mucho tiempo en el
cuerpo estadístico de la economía, Bunge no olvidó que dicha disciplina se
define como ciencia social. Por eso, con su pluma hábil, pintó los distintos
modelos culturales de los argentinos de la época (Los cosmopolitas, los
extranjeros, los internacionalistas, los doctrinarios, etc.) con el objeto de
defender los intereses nacionales, despertando al argentino de su
somnolencia que ponía en peligro el potencial de desarrollo de su nación
Tribuna del
proteccionismo fue la ya nombrada “Revista
de economía Argentina”, en la que, junto a sus trabajos “El capital
ferroviario” (1918) y “Las industrias del norte” (1922) trató temas tales como
nuestro desequilibrio económico, el capital extranjero, la unión aduanera de
América Latina, la Argentina “país abanico”, la creación de un mercado
interno, el Estado industrial y otros. En 1927 Bunge alertó por la no formación
de capital nacional, ya que había pasado la etapa de la gran inversión de capital
extranjero, las “varitas mágicas” de la vieja economía ya no tenían lugar y nos
habíamos quedado huérfanos. Su obra no
pasó inadvertida para quienes, a partir de mediados de la década del 40 del
siglo XX, se propusieron una segunda independencia
En “Riqueza y renta en la Argentina” (1917)
y “La economía argentina” (4 Vols. 1930), encontramos los antecedentes de lo
que sería su obra fundamental: Una nueva Argentina, publicada en 1940, que
constituye un formidable catálogo de las deficiencias nacionales de la época, y
una coherente propuesta para revertir lo que Bunge veía como un grave y
preocupante proceso de decadencia argentina.
De Una Nueva Argentina extraemos los
siguientes párrafos que evidencian la lucidez y plena vigencia de su
pensamiento, en ellos – escritos en 1940 -
Bunge se refería a lo que hoy es
la realidad del MERCOSUR y su correlato: el Banco del Sur.
“Muchos de los índices que corresponderían a
la Unión aduanera del Sud, dan la impresión de una gran potencialidad
económica, y otros son sólo indicios de la que podrá ocurrir en el futuro.
Considerando no sólo los índices actuales, sino también los potenciales,
resalta una excepcional diversidad de la producción, para un futuro próximo. No
hay ninguna materia prima de mediana, y aún de pequeña importancia económica,
que no se produzca o pueda producirse en esta zona en cantidad apreciable. Las
diversas regiones se complementan admirablemente; la fertilidad de las pampas
argentinas y uruguayas, que pueden producir alimentos para una población
superior a 100 millones de habitantes; grandes son los depósitos de minerales
de la cordillera (de Los Andes) y del altiplano de Bolivia; muchos son los
productos de la zona fría de la Patagonia y de la Tierra del Fuego; valiosa es
la producción de la tierra tórrida del Paraguay y Bolivia.
Es esta una ventaja de mucha importancia que
nos colocaría en una posición superior a Europa, que no teniendo este
complemento en su continuidad geográfica, ha procurado obtenerla con la penosa
explotación de las colonias. Estados Unidos sufre la falta de una zona tropical
complementaria y ha seguido la misma política colonial que Europa”.
Parece que el
tiempo no hubiese transcurrido, pero lo hizo.
Afortunadamente
la integración de América Latina, al margen de la pereza, la falta de audacia
intelectual o el vasallaje al poder financiero internacional de algunos
integrantes de sus clases dirigentes, comienza ser realidad. Es sugestivo que
los economistas ventrílocuos de Wall Street Journal o The Economist, que ya cacarean
sobre la imposibilidad de este “voluntarismo”, hayan omitido siempre en sus
“citas eruditas” la existencia de este pensador, otro “maldito” para la cultura
oficial.