Iciar Recalde, enero 2019
Corre 1982,
el Papa Juan Pablo II visita nuestro país. Leonardo Favio le dirige una carta
que podría ser escrita hoy. Somos la misma semicolonia que parió a sangre y
fuego Martínez de Hoz y los lacayos del imperio: el país rico que multiplica el
hambre. El raquitismo económico producto del drenaje de la riqueza que
producimos los argentinos puertas afuera de la patria por la complicidad de
nuestra dirigencia. Lo único que ha cambiado en el mensaje del eterno Favio es
la presencia de su Santidad Francisco, voz valiente en un mundo que se
desangra. Que mata y todo lo destruye.
«Santo Padre: te lo advierto. Los hipócritas,
los fariseos te cercarán en Buenos Aires. ¡Cuídate! No dejes que te maquillen
la realidad. Santo Padre, estamos tristes… no nos dejes al partir. Santo Padre: los asesinos andan sueltos, se
pavonean, se burlan, se ríen ante la mirada absorta de nuestros queridos
mártires y muertos. Nos amenazan, nos hacen gestos de “ya van a ver”,
tenemos miedo, una bruma de miedo lo cubre todo. No te dejés torcer la
realidad. Mira, estamos quebrados, los usureros no tienen piedad, no nos dejan
descansar, no podemos dormir. Nos sacuden, patean a los débiles puertas de
nuestra orfandad exigiendo “lo suyo”, lo que nos robaron y que celosamente
guardan en sus bancos lejanos. Estamos solos. Somos “un paquete accionario”
para la devastada moral de la gran mayoría de nuestros dirigentes. ¡Estamos
sitiados! Nuestra ancianidad está
abandonada, nuestra niñez, desguarnecida, nuestros campos desolados, los
tractores enmohecidos, rotos, derrumbados en galpones abandonados, las fábricas
mudas, destartaladas… Por donde mires, cunde la desolación. Estamos
perplejos: la tuberculosis, el analfabetismo, la mortalidad infantil han
retornado y nos golpean duro, duro en las villas, en los campos, en los
humildes barrios suburbanos. En esa desigual batalla nos derrotan hora a hora,
día a día, traídos de la mano de la desocupación, el hambre y la miseria. ¡Mira
cómo estamos! ¿No te pone triste nuestra realidad? Si no lloras, si lo que ves
no te angustia como la mirada de un hijo tiste, es que te han llevado por donde
no estamos. Santo Padre, no mires a la multitud que nada dice; no te dejes
confundir. Cristo no asistirá a tu protocolo. Él está muy ocupado acariciando el pelo sucio de un niño muerto de
hambre, limpiando la letrina en una villa o llorando frente al cuerpo
acribillado de un ladroncito tonto. Cristo no asistirá a tu protocolo… Él
te espera en la tristeza de nuestro pueblo bueno. Quiere charlar a solas
contigo un rato.»