Ramón Doll, Buenos Aires, 15 de mayo de 1943.
"Hace algunos años las nuevas generaciones iniciaron un proceso
de revisión de la Historia oficial que ya ha triunfado, llegando a la
sentencia definitiva. Ese proceso fue tanto más notable cuanto que teníamos
radicalmente en contra el Régimen vigente. El
silencio de los grandes diarios que cuidan sus muertos no solo porque son de
la familia, sino porque dan de comer; el odio de ridículos Ministros de
Instrucción Pública y no menos ridículos Ministros del Interior; el desahucio
de maestros y profesores patriotas porque enseñaron desde sus cátedras que
Rosas era una figura de prócer, a cuyo lado los enlevitados civilistas de
la Organización eran apenas unos pendolistas escribaniles; el complot de cierta
oligarquía que dice pertenecer a una alta sociedad de discutibles pergaminos,
que se oponía a la vindicación del “tirano” porque podía suceder que, hurgando
en el pasado, los antecesores de esa plebe enriquecida hubieran sido caballerizos
o lustrabotas del Dictador; la rabia de cierta clase intelectual aburguesada,
conservadora, anquilosada y sin ninguna inquietud crítica, a quienes esta
revisión los obligaba a algo, cuando menos a contestar; el desbaratamiento de
las literaturas argentinas oficiales, de cincuenta años de editoriales
flatulentos, de la rutina académica; todo eso y mucho más no pudo nada contra
el empuje de la verdad y de la justicia.
Rosas
había sido arrojado al osario de los héroes ignorados, porque su recuerdo
ofende al espíritu colonial, a ese tremendo servilismo colonial en que yacen
los argentinos. No nos referimos a nada económico; la colonia
económica puede ser un bien,puede ser una etapa necesaria de la independencia
real. Lo terrible, lo tremendo es el colonialismo intelectual, psicológico y
patético. Un colonialismo intelectual que desemboca en esa triste cosa: el
agnosticismo político, mejor dicho, la atrofia del sentido nacional, con el que
se percibe la política interna y externa. He aquí la cruel verdad.
No
tenernos política interna, ni externa; no podemos tenerla. Era sangriento lo que hacía una vez Maurras con un libro suyo,
y era colocar como clave de ese libro (trataba de política internacional) una
frase arrancada a M. Bergeret, el desengañado “alter ego” de Anatole France:
“Usted sabe que no podemos tener política internacional…”. Otra cosa quería
decir el interlocutor de Bergeret, pero Maurras señalaba, esa ausencia, esa
mutilación de un órgano de la vida de relación francesa, como una de las
calamidades que pueden ocurrirle a un país.
Y bien;
nosotros los argentinos no tenemos, no podemos tener política interna, ni
exterior, porque estamos mutilados en el órgano o aparato sensorial donde
residen las percepciones de esas realidades.
Son ciento treinta y tres años, en los cuales las metrópolis pensaron, percibieron,
reaccionaron, actuaron por nosotros; y el órgano se atrofió.
En tal anuencia, Rosas es
un remordimiento; el complejo colonial aflora humillador a la conciencia y nos
hiere con su verdad espantosa. La estructura oficial se ofende: las nuevas
generaciones, aun asimismo humilladas y ofendidas rompieron la censura y
contra el anquilosamiento colonial e intelectual argentino impusieron a Rosas
en todas partesdonde tiene intereses y en ninguna donde la vida nacional no
existe, ni se conecta con la inteligencia, como las Academias de Historia, en
su mayor parte paniaguados y adulones de algunas familias que pesan todavía
porque tienen algún poder. Dentro de diez años, cuando quieran rendir el
homenaje máximo a la jornada luctuosa de Caseros, las nuevas generaciones serán
las que dominen al país. Auguramos una nueva jornada fría, ridícula, con alguna
digresión histórica pesada e indigesta, con repeticiones insulsas de los
maestros de escuela. Todo lo que viva, todo lo que cuente algo en el país, no
considerará el centenario de Caseros sino como una ceremonia oficial tan
aburrida como las demás.
En tal obra de vindicación justiciera, Don Ricardo Font Ezcurra
tiene una significación sobresaliente. Hace algunos años logramos corporizar un
pequeño instituto de estudios rosistas que ha llegado a ser la anti-Academia—el
Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”—. En esa misma
época el doctor Font Ezcurra hizo su aparición en el mundo intelectual con un
sólido, fornido e inexpugnable tanque de verdades de a puño, contra aquellos
famosos unitarios a los que Ricardo Rojas los describe con las tintas que se
usan para evocar las figuras sacrosantas. Peregrinos de la libertad, soñadores
de la patria, proscritos enfebrecidos de santo odio contra los tiranos, así
aparecen con sus frentes pálidas, enamorados de Elvira, ardiendo en sus ojos el
fuego de una pasión inextinguible; así aparecen en una iconografía al uso,
vestidos con toda la ropavejería de un romanticismo averiado y trasegado. Pero
¿qué fueron? ¿Qué hicieron? ¿Qué ambicionaron en realidad? Lo que Don Ricardo
Font Ezcurra mostró a las generaciones atónitas diciéndoles como en el gran
mandato: “Tomad, leed.” ¿Qué fueron? ¿Qué hicieron? Aventureros, intrigantes,
espiones, soplones de embajada, anduvieron lamiendo las alfombras diplomáticas
en Chile, en Brasil, en Londres, en Francia, para que las fuerzas armadas
extranjeras invadieran el territorio argentino, recibiendo en cambio el pago
traidor de enormes zonas de la República.
Con ese testimonio fundado en documentos emanados de los mismos
traidores, el publicista sagaz y pacienzudo que es Font Ezcurra construyó su libro La Unidad Nacional. Millares de
ejemplares fueron vendidos, y sus ediciones agotadas revelan que Font Ezcurra
había entrado por la puerta ancha, y no por la ventana, al recinto de los
verdaderos historiógrafos. Lo había hecho con pasión de justicia. Había hurgado
documentos con pasión de patria, no como mero ratón de biblioteca que se preocupa
en saber bajo qué gomero tomaba mate el General Lavalle. No era un prurito
libresco. Era la necesidad de desenmascarar a los histriones que ni pasaron
sed, ni pasaron hambre, ni anduvieron peregrinos por ningún lado, ni siquiera
se molestaron en esperar a que los desterraran, sino que algunos se desterraron
solos cuando vieron que se medraba mejor en otra parte. Ahí está el libro de
Font Ezcurra. Ahí están los documentos.
¿Quién
hizo la unidad nacional? ¿Sarmiento, que promovía la infiltración chilenista en
Cuyo? ¿Mitre, que como Sarmiento quería ceder la Patagonia a Chile? ¿O Rosas,
que hacía frente a dos flotas armadas en Obligado, en Quebracho, en Ramallo?
Nadie contestó el libro de Font Ezcurra. Los plumíferos asueldo
de las ediciones dominicales no se atrevieron a refutar nada. El libro está
ahí, sin embargo. Los documentos también. Lo único que falta es, de parte de
nuestros adversarios, verdadera dignidad intelectual para enfrentarse con ideas
nuevas que pronto serán del siglo.
Las
relaciones entre San Martín y Rosas han sido cuidadosamente soslayadas por
nuestros liberales. Conviene decir que es
necesario, de una vez por todas, hacer algún día la revisión histórica de la
bibliografía sanmartiniana. Un escritor y publicista español, residente entre
nosotros, Don Augusto Barcia Trelles, está reajustando con rigor lógico todas
esas fallas, lagunas o descuidos deliberados de nuestros Mitre, Rojas y Otero.
Y aun siendo dicho escritor Barcia Trelles liberal definido, tiene mucha más
honradez que los nuestros. Debemos decirlo porque somos amigos antes que de
nuestros mismos amigos, de la verdad, según el proverbio socorrido.
Tanto a San Martín como a Bolívar se los presenta como especie
de demo-liberales antecesores de toda la guacamayería hispano-americana, que ha
hecho de estas naciones una loca zarabanda de oradores y demagogos. Mentira,
solemne mentira. Bolívar es partidario de gobiernos estables, toma del Abate
Sieyès sus modelos constitucionales con presidente vitalicio y senados
hereditarios; condena en el Congreso de Angostura el desenfreno de las masas y
abomina del demagogo Páez como del oligarca Santander. Muere declarando que
estos países serán víctimas de las siete cabezas de la hidra jacobina. San
Martín no tiene acaso la misma vocación política, pero la entiende, como que su
genio no es el de un especialista en batallas. Ocurre, al promediar su vida, un
hecho muy grave, que en San Martín deja huella profunda. Presencia San Martín,
allá por el año 1808, en Sevilla, la muerte inicua del General Solano, por las
turbas enloquecidas y maniobradas por agentes provocadores. Esa inmolación, a
todas luces injusta, causó a San Martín tan hondísima impresión —dice Barcia
Trelles, liberal, y por lo tanto insospechable en este caso— que en lo sucesivo
desconfió siempre de los movimientos demagógicos y de los procedimientos
basados en el desempeño de las multitudes.
Nuestros liberales se encargaron de subestimar la impresión que
en San Martín produjo la inmolación del General Solano, víctima de la
brutalidad y de la incomprensión popular, acicateado el pueblo por los
demagogos. San Martín admiraba y quería entrañablemente al General Solano,
hombre culto, afrancesado tal vez, pero no traidor como lo creyó el pueblo
sevillano.
Estas son también las mismas razones por las cuales apenas se
han hecho conocer las relaciones entre San
Martín y Rosas. Don Ricardo Font Ezcurra nos presenta agotada esa
correspondencia, donde se transparenta el respeto y la consideración que el
Libertador le guardó al Restaurador. Cuando San Martín tiene conocimiento
de que la Argentina está bloqueada por la flota francesa de Le Blanc, ofrece
sus servicios. El General Rosas los agradece, acaso por una razón diplomática;
no conviene por el momento abultar ante el mismo gobierno de Luis Felipe la
significación de la guerra, mientras los franceses mismos no se encarguen de
magnificarla con hechos. Luego San Martín, designado embajador en Lima, declina
el honroso ofrecimiento y en todo momento el Encargado de las Relaciones
Exteriores de la Confederación guarda al Héroe el máximo de consideraciones y
éste le retribuye con el mismo respeto y admiración.
San Martín rebosa amargura contra aquella gente “cuya infernal
conducta” ya había anatematizado, es decir: los rivadavianos, los hombres
civiles que—según una de las cartas que el lector conocerá— llevaban la bajeza
de sus procedimientos a sobornarle a San Martín sus sirvientes para que
hicieran de soplones. ¡He aquí calificados los funestos señores de las logias,
contra quienes Rosas debió luchar toda su vida!
Aquí tienen las palabras documentadas del Gran Capitán; aquí
tienen todas las pruebas y la definitiva, la que un hombre provee cuando se
halla cerca de la sepultura, es decir: el testamento, en el que le lega su
sable a Juan Manuel de Rosas, en atención al patriotismo y la energía que ha
desplegado el Ilustre Restaurador de las Leyes.
Don Ricardo Font Ezcurra comenta con gran oportunidad esta correspondencia
de uno y otro lado intercambiada. Refuta juicios interesados respecto a ciertas
actitudes de Rosas e infamias extendidas sobre la pretendida declinación de
San Martín cuando redactara el legado del sable que lo acompañara en su
gloriosa existencia.
Nuevamente acredita aquí el Dr. Font Ezcurra sus condiciones de
publicista documentado y parsimonioso en el ajuste de datos y en la
comprobación inobjetable de los hechos. Al mismo tiempo, la investigación
sirve a un concepto central, como debe servir siempre la historia que no es
mero pasatiempo papelero."