lunes, 8 de julio de 2019

Prólogo suscrito por Ramón Doll para el libro “San Martín y Rosas” del Dr. Ricardo Font Ezcurra.


Ramón Doll, Buenos Aires, 15 de mayo de 1943.

"Hace algunos años las nuevas generaciones iniciaron un pro­ceso de revisión de la Historia oficial que ya ha triunfado, lle­gando a la sentencia definitiva. Ese proceso fue tanto más no­table cuanto que teníamos radicalmente en contra el Régimen vigente. El silencio de los grandes diarios que cuidan sus muer­tos no solo porque son de la familia, sino porque dan de comer; el odio de ridículos Ministros de Instrucción Pública y no menos ridículos Ministros del Interior; el desahucio de maestros y pro­fesores patriotas porque enseñaron desde sus cátedras que Rosas era una figura de prócer, a cuyo lado los enlevitados civilistas de la Organización eran apenas unos pendolistas escribaniles; el complot de cierta oligarquía que dice pertenecer a una alta so­ciedad de discutibles pergaminos, que se oponía a la vindicación del “tirano” porque podía suceder que, hurgando en el pasado, los antecesores de esa plebe enriquecida hubieran sido caballeri­zos o lustrabotas del Dictador; la rabia de cierta clase intelec­tual aburguesada, conservadora, anquilosada y sin ninguna in­quietud crítica, a quienes esta revisión los obligaba a algo, cuan­do menos a contestar; el desbaratamiento de las literaturas ar­gentinas oficiales, de cincuenta años de editoriales flatulentos, de la rutina académica; todo eso y mucho más no pudo nada contra el empuje de la verdad y de la justicia.
Rosas había sido arrojado al osario de los héroes ignorados, porque su recuerdo ofende al espíritu colonial, a ese tremendo servilismo colonial en que yacen los argentinos. No nos referi­mos a nada económico; la colonia económica puede ser un bien,puede ser una etapa necesaria de la independencia real. Lo terrible, lo tremendo es el colonialismo intelectual, psicológico y patético. Un colonialismo intelectual que desemboca en esa triste cosa: el agnosticismo político, mejor dicho, la atrofia del sentido nacional, con el que se percibe la política interna y exter­na. He aquí la cruel verdad.
No tenernos política interna, ni externa; no podemos tenerla. Era sangriento lo que hacía una vez Maurras con un libro suyo, y era colocar como clave de ese libro (trataba de política inter­nacional) una frase arrancada a M. Bergeret, el desengañado “alter ego” de Anatole France: “Usted sabe que no podemos tener política internacional…”. Otra cosa quería decir el inter­locutor de Bergeret, pero Maurras señalaba, esa ausencia, esa mutilación de un órgano de la vida de relación francesa, como una de las calamidades que pueden ocurrirle a un país.
Y bien; nosotros los argentinos no tenemos, no podemos tener política interna, ni exterior, porque estamos mutilados en el ór­gano o aparato sensorial donde residen las percepciones de esas realidades. Son ciento treinta y tres años, en los cuales las metrópolis pensaron, percibieron, reaccionaron, actuaron por nosotros; y el órgano se atrofió.
En tal anuencia, Rosas es un remordimiento; el complejo co­lonial aflora humillador a la conciencia y nos hiere con su ver­dad espantosa. La estructura oficial se ofende: las nuevas gene­raciones, aun asimismo humilladas y ofendidas rompieron la censura y contra el anquilosamiento colonial e intelectual argen­tino impusieron a Rosas en todas partesdonde tiene intereses y en ninguna donde la vida nacional no existe, ni se conecta con la inteligencia, como las Academias de Historia, en su mayor parte paniaguados y adulones de algunas familias que pesan to­davía porque tienen algún poder. Dentro de diez años, cuando quieran rendir el homenaje máximo a la jornada luctuosa de Caseros, las nuevas generaciones serán las que dominen al país. Auguramos una nueva jornada fría, ridícula, con alguna digre­sión histórica pesada e indigesta, con repeticiones insulsas de los maestros de escuela. Todo lo que viva, todo lo que cuente algo en el país, no considerará el centenario de Caseros sino como una ceremonia oficial tan aburrida como las demás.
En tal obra de vindicación justiciera, Don Ricardo Font Ezcurra tiene una significación sobresaliente. Hace algunos años logramos corporizar un pequeño instituto de estudios rosistas que ha llegado a ser la anti-Academia—el Instituto de Investi­gaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”—. En esa misma época el doctor Font Ezcurra hizo su aparición en el mundo in­telectual con un sólido, fornido e inexpugnable tanque de verdades de a puño, contra aquellos famosos unitarios a los que Ricardo Rojas los describe con las tintas que se usan para evocar las figuras sacrosantas. Peregrinos de la libertad, soñadores de la patria, proscritos enfebrecidos de santo odio contra los tira­nos, así aparecen con sus frentes pálidas, enamorados de Elvira, ardiendo en sus ojos el fuego de una pasión inextinguible; así aparecen en una iconografía al uso, vestidos con toda la ropave­jería de un romanticismo averiado y trasegado. Pero ¿qué fue­ron? ¿Qué hicieron? ¿Qué ambicionaron en realidad? Lo que Don Ricardo Font Ezcurra mostró a las generaciones atónitas diciéndoles como en el gran mandato: “Tomad, leed.” ¿Qué fueron? ¿Qué hicieron? Aventureros, intrigantes, espiones, soplones de embajada, anduvieron lamiendo las alfombras diplo­máticas en Chile, en Brasil, en Londres, en Francia, para que las fuerzas armadas extranjeras invadieran el territorio argentino, recibiendo en cambio el pago traidor de enormes zonas de la República.
Con ese testimonio fundado en documentos emanados de los mismos traidores, el publicista sagaz y pacienzudo que es Font Ezcurra construyó su libro La Unidad Nacional. Millares de ejemplares fueron vendidos, y sus ediciones agotadas revelan que Font Ezcurra había entrado por la puerta ancha, y no por la ventana, al recinto de los verdaderos historiógrafos. Lo había hecho con pasión de justicia. Había hurgado documentos con pasión de patria, no como mero ratón de biblioteca que se pre­ocupa en saber bajo qué gomero tomaba mate el General Lavalle. No era un prurito libresco. Era la necesidad de desenmas­carar a los histriones que ni pasaron sed, ni pasaron hambre, ni anduvieron peregrinos por ningún lado, ni siquiera se molesta­ron en esperar a que los desterraran, sino que algunos se deste­rraron solos cuando vieron que se medraba mejor en otra parte. Ahí está el libro de Font Ezcurra. Ahí están los documentos.
¿Quién hizo la unidad nacional? ¿Sarmiento, que promovía la infiltración chilenista en Cuyo? ¿Mitre, que como Sarmiento quería ceder la Patagonia a Chile? ¿O Rosas, que hacía frente a dos flotas armadas en Obligado, en Quebracho, en Ramallo?
Nadie contestó el libro de Font Ezcurra. Los plumíferos asueldo de las ediciones dominicales no se atrevieron a refutar nada. El libro está ahí, sin embargo. Los documentos también. Lo único que falta es, de parte de nuestros adversarios, verdadera dignidad intelectual para enfrentarse con ideas nuevas que pronto serán del siglo.
Las relaciones entre San Martín y Rosas han sido cuidadosa­mente soslayadas por nuestros liberales. Conviene decir que es necesario, de una vez por todas, hacer algún día la revisión his­tórica de la bibliografía sanmartiniana. Un escritor y publicista español, residente entre nosotros, Don Augusto Barcia Trelles, está reajustando con rigor lógico todas esas fallas, lagunas o des­cuidos deliberados de nuestros Mitre, Rojas y Otero. Y aun siendo dicho escritor Barcia Trelles liberal definido, tiene mu­cha más honradez que los nuestros. Debemos decirlo porque somos amigos antes que de nuestros mismos amigos, de la ver­dad, según el proverbio socorrido.
Tanto a San Martín como a Bolívar se los presenta como especie de demo-liberales antecesores de toda la guacamayería hispano-americana, que ha hecho de estas naciones una loca zara­banda de oradores y demagogos. Mentira, solemne mentira. Bo­lívar es partidario de gobiernos estables, toma del Abate Sieyès sus modelos constitucionales con presidente vitalicio y senados hereditarios; condena en el Congreso de Angostura el desenfre­no de las masas y abomina del demagogo Páez como del oligarca Santander. Muere declarando que estos países serán víctimas de las siete cabezas de la hidra jacobina. San Martín no tiene acaso la misma vocación política, pero la entiende, como que su genio no es el de un especialista en batallas. Ocurre, al promediar su vida, un hecho muy grave, que en San Martín deja huella pro­funda. Presencia San Martín, allá por el año 1808, en Sevilla, la muerte inicua del General Solano, por las turbas enloquecidas y maniobradas por agentes provocadores. Esa inmolación, a to­das luces injusta, causó a San Martín tan hondísima impresión —dice Barcia Trelles, liberal, y por lo tanto insospechable en este caso— que en lo sucesivo desconfió siempre de los movi­mientos demagógicos y de los procedimientos basados en el desempeño de las multitudes.
Nuestros liberales se encargaron de subestimar la impresión que en San Martín produjo la inmolación del General Solano, víctima de la brutalidad y de la incomprensión popular, acicateado el pueblo por los demagogos. San Martín admiraba y quería entrañablemente al General Solano, hombre culto, afrancesado tal vez, pero no traidor como lo creyó el pueblo sevillano.
Estas son también las mismas razones por las cuales apenas se han hecho conocer las relaciones entre San Martín y Rosas. Don Ricardo Font Ezcurra nos presenta agotada esa correspondencia, donde se transparenta el respeto y la consideración que el Libertador le guardó al Restaurador. Cuando San Martín tiene cono­cimiento de que la Argentina está bloqueada por la flota fran­cesa de Le Blanc, ofrece sus servicios. El General Rosas los agra­dece, acaso por una razón diplomática; no conviene por el momento abultar ante el mismo gobierno de Luis Felipe la signi­ficación de la guerra, mientras los franceses mismos no se encar­guen de magnificarla con hechos. Luego San Martín, designado embajador en Lima, declina el honroso ofrecimiento y en todo momento el Encargado de las Relaciones Exteriores de la Con­federación guarda al Héroe el máximo de consideraciones y éste le retribuye con el mismo respeto y admiración.
San Martín rebosa amargura contra aquella gente “cuya in­fernal conducta” ya había anatematizado, es decir: los rivadavianos, los hombres civiles que—según una de las cartas que el lector conocerá— llevaban la bajeza de sus procedimientos a so­bornarle a San Martín sus sirvientes para que hicieran de soplo­nes. ¡He aquí calificados los funestos señores de las logias, con­tra quienes Rosas debió luchar toda su vida!
Aquí tienen las palabras documentadas del Gran Capitán; aquí tienen todas las pruebas y la definitiva, la que un hombre provee cuando se halla cerca de la sepultura, es decir: el testamento, en el que le lega su sable a Juan Manuel de Rosas, en atención al patriotismo y la energía que ha desplegado el Ilustre Restaura­dor de las Leyes.
Don Ricardo Font Ezcurra comenta con gran oportunidad esta correspondencia de uno y otro lado intercambiada. Refuta juicios interesados respecto a ciertas actitudes de Rosas e infa­mias extendidas sobre la pretendida declinación de San Martín cuando redactara el legado del sable que lo acompañara en su gloriosa existencia.
Nuevamente acredita aquí el Dr. Font Ezcurra sus condicio­nes de publicista documentado y parsimonioso en el ajuste de datos y en la comprobación inobjetable de los hechos. Al mis­mo tiempo, la investigación sirve a un concepto central, como debe servir siempre la historia que no es mero pasatiempo pa­pelero."

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