Juan Carlos Schmid
Secretario general de la CGT
23-12-16
El
triunfo del empresario Donald Trump en las elecciones estadounidenses merece
una reflexión, tratando de interpretar qué significa para quienes integramos el
mundo del trabajo. Hay dos motivos claves para hacerlo. Por tratarse de la
primera potencia mundial, lo ocurrido allí tiene repercusiones globales que, de
un modo u otro, habrán de afectarnos. Pero, sobre todo, porque puso en evidencia
algunas realidades que van más allá del resultado electoral.
Esa
reflexión es tanto más necesaria cuando muchos de los que consideraban
“imposible” que Trump llegara a la presidencia y calificaban de “mediática” su
candidatura ahora lo catalogan como “populista”. Es un término que últimamente
muchos comentaristas aplican a diestra y siniestra, a políticos y gobiernos de
los más diversos signos ideológicos y modos de proceder. Lo hacen valer tanto
para el chavismo venezolano como para el PT brasileño, los conservadores
ingleses que promovieron la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, los
“indignados” españoles que formaron Podemos… y, claro, para el peronismo. Y
como si esto fuera poco, ahora también para Trump.
Populismo
Es
necesario aportar algo de claridad cuando se habla de populismo, un concepto
que los estudiosos desde hace rato vienen debatiendo sin ponerse de acuerdo.
Para unos, se aplica a movimientos liderados por caudillos que no tienen muchos
miramientos por la “calidad institucional” a la hora de gobernar; para otros,
es la expresión “radicalizada” de la democracia de masas; otros hacen hincapié
en la composición social popular de quienes los apoyan; otros, en los programas
socioeconómicos que proponen. Pero ninguna de las muchas definiciones
académicas posibles es aplicable al “fenómeno Trump”. Lo que está ante los ojos
de quienes quieran ver es algo mucho más preocupante: es la consagración de un
oportunismo que medra con la tragedia social de nuestro tiempo.
El gran naufragio
Hay un
término marítimo que me parece muy apropiado para este caso: raquear. Es la
acción depredadora del que va a la zona de un naufragio no para rescatar
posibles sobrevivientes, sino para apoderarse de lo que pueda haber quedado de
valor, flotando en las aguas o arrojado a las costas. La victoria electoral de
Trump se parece mucho a un raqueo. Está montada sobre una gran tragedia: el
naufragio del tan mentado “sueño americano”, sobre el que se forjó el modelo
estadounidense. La imagen de esa sociedad crisol de razas, donde cualquier
persona, con voluntad, trabajo, esfuerzo y estudio tenía una oportunidad y
podía forjarse un futuro, desapareció en las aguas turbulentas de las últimas
décadas.
Esta
realidad no es tan evidente en los centros de las grandes ciudades costeras
norteamericanas, corazón de las finanzas, el comercio, el turismo, la
diplomacia y las “altas esferas” políticas, que es la geografía donde viven las
elites dirigentes y que suelen recorrer los visitantes del exterior. Pero en lo
profundo de Estados Unidos, una creciente masa de la población sobrevive como
náufragos en el país de los sueños rotos, de las expectativas fallidas, de las
frustraciones.
Cinturón de óxido
Es la
Norteamérica rural, donde antes predominaban las granjas familiares, que se
endeudaron para tecnificarse y competir con las grandes corporaciones, y a las
que los sucesivos “rescates crediticios” de los grandes bancos llevaron a la
ruina.
Es la
nación donde el desmantelamiento fabril ha creado un “cinturón de óxido”, formado
por los cordones industriales desactivados, donde maquinaria e instalaciones se
oxidan en el desuso, como se oxidan también las vidas de quienes trabajaban en
ellos. Ciudades que supieron ser emporios de la producción hoy parecen una mala
postal de Ciudad Gótica. Con un ejemplo alcanza: en Detroit, la meca de la
industria automotriz, el cierre de plantas hizo caer en picada el cobro de los
impuestos y tasas municipales, a tal punto que la ciudad se tuvo que declarar
en bancarrota.
La esquizofrenia
capitalista
En esas
ciudades se comprueban la brutalidad y la esquizofrenia del capitalismo
moderno. Los bancos, que incentivaron a la población a tomar préstamos para
seguir alimentando el bienestar ficticio, armaron una escandalosa burbuja
financiera, vendiendo las carteras de esos créditos. Y cuando la burbuja
estalló, no dudaron en desalojar a quienes ya no podían pagar las hipotecas,
aunque no tenían a quien venderles esas viviendas ni podían hacerse cargo de
mantenerlas. Barrios enteros decaen en el abandono, mientras sus antiguos
habitantes engrosan la población que vive en casas rodantes y las muchedumbres
de los “sin techo”.
Esos
trabajadores que habían visto a sus abuelos regresar como héroes de la Segunda
Guerra Mundial y que vieron a sus padres esforzarse y progresar, viviendo
realmente un genuino período de crecimiento y consumo allá por los años 60, a
lo largo de su propia vida adulta han padecido el deterioro de sus empleos, sus
ingresos, su capacidad de ahorro y de consumo y de sus esperanzas. Comprueban
que viven peor que sus padres y sus abuelos; y lo que es mucho más grave, ven
que el presente y el futuro son todavía mucho más sombríos para sus hijos.
Es un
panorama que nos resulta muy familiar a los argentinos; en nuestros conurbanos
vivimos realidades similares. Es lo que el papa Francisco ha caracterizado como
la “cultura del descarte”, un despilfarro global que no se detiene ante nada,
ni siquiera ante los seres humanos.
El
crecimiento en Estados Unidos de las adicciones alarma a las autoridades y a
las instituciones no gubernamentales. Incluso más grave es el aumento del
consumo de alcohol, que en algunos estados alcanza a un cuarto de la población
trabajadora que, sin acceso a otro entretenimiento, pasa su tiempo libre en el
bar del pueblo, tomando una cerveza tras otra.
Desempleo
Todo
esto puede parecer contradictorio con el índice relativamente bajo de desempleo
de Estados Unidos. Pero lo que se perdió, acelerada y dramáticamente, es el
empleo de calidad. Los obreros industriales despedidos han tenido que aceptar
empleos de menor calidad, por una cuarta parte de lo que ganaban antes y sin
acceso a ninguno de los beneficios de una sociedad capitalista avanzada.
Mandando
a pique el sueño americano, el egoísmo globalizado del sistema ha ido arrojando
los restos del naufragio en una acumulación de excluidos, de vidas
precarizadas, sin horizonte ni esperanza.
Responsabilidades
compartidas
Para que
así fuese, mucho tuvieron que ver dos figuras señeras de la política
estadounidense de las últimas décadas. Aunque aparecen como contrapuestas, las
dos contribuyeron a un mismo resultado. Una de ellas fue Ronald Reagan, que en
los años 80 emprendió la llamada “revolución conservadora”. Rodeado de una
corte de “científicos sociales” desaforados, dedicados a experimentar sobre una
sociedad que aún mantenía ciertos equilibrios, aplicó el conjunto de recetas
que en su dudoso honor se recuerdan como Reaganomics y que el resto del mundo
suele llamar “neoliberalismo”. Con ellas comenzó a cavar la tumba del sueño
americano. Pero, como ha demostrado también la historia de otros pueblos –entre
ellos, el nuestro–, para destruir el tejido social no alcanza con los que
emprenden esa tarea cuchillo en mano y anunciando sus propósitos. Suele
requerirse también que venga alguien prometiendo todo lo contrario. Este papel
le correspondió a Bill Clinton, quien puso la lápida sobre los restos del
American dream. Sembró expectativas al presentarse como lo opuesto a Reagan,
pero la famosa frase que signó su campaña, “Es la economía, estúpido”, mostraba
la triste realidad. Los grandes capitalistas entendieron el mensaje, lo
aceptaron y actuaron en consecuencia. La “economía”, entendida por ellos como
incremento ilimitado de la tasa de ganancia, de la “productividad” y la
“eficiencia” a todo trance, chocaba con los niveles de vida de la mayoría de
los estadounidenses. Y si no lo podían conseguir en Estados Unidos, lo harían
en China, Vietnam, Malasia, México, o cualquier otra localización donde
instalar sus negocios, sin tener que hacerse cargo de la “felicidad popular” y
sus “altos costos”.
En este
marco, el cúmulo de descartados, de arrojados por el hundimiento, fue alzándose
hasta formar una montaña. Las sucesivas crisis financieras especulativas,
consecuencia también de ese mismo capitalismo voraz, se encargaron de hacerla
crecer hasta límites insospechados. Si hace ocho años una parte considerable de
la población depositó sus esperanzas en la elección del primer presidente
afronorteamericano, las políticas de Barack Obama no alteraron lo sustancial
del sistema. Sus magros resultados terminaron por producir, además, lo que
algunos analistas llaman un efecto de retroceso: el racismo y la
discriminación, que nunca habían sido erradicados del todo, recrudecieron
cuando una parte importante de la población blanca, anglosajona, protestante
(los llamados “wasp”) sintió que peligraba su hegemonía social y cultural.
Un futuro oscuro e
inaceptable
Entonces,
un empresario y político aprovechador comenzó a raquear en el naufragio, en la
montaña del descarte del sistema, en los trozos partidos del sueño americano,
en las expectativas defraudadas, las frustraciones y los rencores acumulados,
en los prejuicios racistas y xenófobos, para ver qué podía sacar mediante una
serie de propuestas altisonantes, voluntaristas, de muy difícil aplicación, y
que si se llegan a aplicar tendrán costos tremendos. Armó su campaña con la
habilidad del fabricante de ilusiones, vendiéndole a cada auditorio la promesa
de lo que quería oír. ¿Qué espera un desesperado? El más mínimo fragmento de
esperanza. Y un oportunista siempre está dispuesto a dárselo.
Muchos
lo votaron por resentimiento, por rabia ciega contra un establishment que los
trata como rezagos. Es la reacción visceral ante esa expresión denigrante con
que los llaman las elites intelectuales supuestamente “progres”: white trash,
desperdicio, desecho blanco.
¿Dará
respuesta Trump a esas frustraciones acumuladas? Sin pretender hacer
futurología, entiendo que no, porque la situación va más allá de su discurso
voluntarista. Toda su vida ha sido y sigue siendo parte del sistema que lucra
con la destrucción del tejido social, con esa “cultura del descarte” que en la
mayor potencia mundial se traduce en el naufragio del sueño americano. ¿Por qué
habrían de cambiar, él y las grandes corporaciones estadounidenses, esa
“lógica”, que es la del capitalismo mundial en la actualidad, siendo la propia
economía norteamericana la creadora del monstruo? Insisto: lejos de ser un
líder populista, en cualquiera de sus variantes, Trump es un atracador
ocasional, que difícilmente haga historia; o sí, tal vez haga una historia
trágica.
Y al
decir esto, aclaro, no estoy cantando loas al populismo; es un tema serio y
debe ser discutido con la debida profundidad, tomando en cuenta los aportes que
puedan hacer los estudiosos del tema. Pero mi experiencia como dirigente
sindical me ha entrenado el olfato para distinguir entre lo que puede
interpretarse como una postura ideológica, se la comparta o no, y lo que es el
peor género de oportunismo: el de quienes, lucrando con las desgracias sociales
y los resentimientos generados, consolidan esta cultura de la exclusión, que se
ha transformado en sinónimo del capitalismo moderno.
Y ante
ello, tomando la frase bíblica, desde el fondo de mi corazón lo rechazo, mil
veces lo rechazo.