El irresistible avance de la
corrección política es una señal muy potente que nos advierte de la
infantilización de la sociedad occidental, reflejada con pavorosa nitidez en su
universidad, de donde precisamente proviene.
POR JAVIER BENEGAS / JUAN M. BLANCO
19/11/2016
En la genial novela de de
Philip Roth, La mancha humana, la vida del decano universitario Coleman Silk se
desmorona tras interesarse por dos estudiantes que han faltado a todas sus clases,
“¿Conoce alguien a estos alumnos? ¿Tienen
existencia sólida o se han desvanecido como negro humo?” pregunta en el aula.
Desgraciadamente para Coleman, uno de los aludidos resulta ser afroamericano y,
cuando llega a sus oídos la pregunta, la interpreta como un ataque racista.
Aunque no había ánimo ofensivo en sus palabras, puesto que jamás había visto al
estudiante, Silk es acusado de racista,
cesado como decano y despedido. Sin otra universidad dispuesta a
contratarlo, su economía familiar se deteriora rápidamente. Padece el rechazo
de la comunidad, el repudio de amigos y conocidos y, en el colmo de la
desdicha, su esposa sufre una apoplejía a causa del estrés y fallece.
Numerosos profesores
norteamericanos son censurados o expulsados de las universidades porque sus
discursos, o siquiera sus apreciaciones, turban a un alumnado cada vez más
sobreprotegido e infantilizado
Aunque el decano Silk sea un
personaje de ficción, Philip Roth refleja las vivencias de infinidad de
profesores norteamericanos censurados o expulsados de las universidades porque
sus discursos, o siquiera sus apreciaciones, turbaban a un alumnado cada vez
más sobreprotegido e infantilizado. Porque no se ajustaban a lo políticamente
correcto.
¿UNIVERSIDADES O JARDINES DE INFANCIA?
Hace poco más de dos años,
según realtó Judith Shulevitz, estudiantes de la Universidad de Brown
organizaron un debate abierto sobre
agresiones sexuales. Inmediatamente, otro grupo de alumnos, temeroso de que
los intervinientes pudieran exponer ciertas ideas “negativas”, protestó ante la
dirección argumentando que la universidad debía ser un “espacio seguro” donde
nada avivara los traumas de las víctimas. Las autoridades académicas no
cancelaron el acto, pero pusieron a disposición de los asistentes su propio "espacio
seguro": una sala contigua donde cualquiera pudiera acudir para
recuperarse de algún punto de vista turbador, y, si se sentía con fuerzas,
regresar al debate. La estancia estaba equipada con cuadernos para colorear,
juegos de plastilina, cojines, música relajante, mantas, galletas, chuches,
incluso un video en el que aparecían perritos jugando. También contaba con
personal cualificado para atender posibles traumas. Cuando el evento finalizó,
dos docenas de personas habían pasado por esta sala, una de las cuales explicó:
"me sentía bombardeada por unos puntos de vista que van en contra de mis
creencias más íntimas".
En otra ocasión, un profesor
del Columbia College recomendó la visita a una interesante exposición de arte samurai japonés. Inmediatamente, uno de sus
estudiantes protestó airadamente, tachando su sugerencia de políticamente
incorrecta porque podía herir la sensibilidad de los alumnos chinos.
Obviamente, la objeción era absurda; la invasión de China por el ejército
imperial japonés había finalizado setenta años atrás. Sin embargo, para el
estudiante el tiempo transcurrido era irrelevante. Siguiendo su lógica, el arte
alemán ofendería en Francia, el francés en España por la invasión napoleónica,
o el español en Flandes.
Otro caso llamativo es el del
ex presidente de la Universidad de Harvard, el economista Larry Summers, que
tuvo la desgraciada ocurrencia de defender teorías donde mostraba que el
coeficiente de inteligencia de los hombres presenta una dispersión, una
varianza mayor que el de las mujeres, planteando como hipótesis que este hecho
podía influir en la asignación de puestos de trabajo en las escalas más altas y
más bajas. Automáticamente fue acusado
de machista y, tras una durísima campaña en su contra, Summers se vio obligado
a dimitir en 2006.
DEL OSCURANTISMO A LA IGNORANCIA
El calvario de todos estos profesores ilustra la plaga de la corrección
política, una moda que invade los campus universitarios del mundo desarrollado,
constituyendo una asfixiante censura que, en no pocas ocasiones, provoca dramas
absurdos perfectamente evitables. Lo peor, con todo, es que condena a la
sociedad al oscurantismo, a la ignorancia. Al fin y al cabo, Summers sólo
podría haberse ahorrado el calvario falseando las teorías, adaptándolas a la
“realidad” de lo políticamente correcto o, sencillamente, renunciando a su
exposición. Por su parte, el profesor de Columbia debería pensárselo dos veces
antes de recomendar exposiciones de arte a sus alumnos puesto que todas, de
alguna manera, herirán la sensibilidad de alguien. En cuanto a los estudiantes
de la Universidad de Brown, para evitar sobresaltos tendrían que renunciar a
organizar debates abiertos.
El irresistible avance de la
corrección política es una señal muy potente que nos advierte de la
infantilización de la sociedad occidental, reflejada con pavorosa nitidez en su
universidad, de donde precisamente proviene. Tanto despropósito llevó a Richard
Dawkins, profesor de biología evolutiva de la Universidad de Cardiff a advertir
a sus estudiantes, con indisimulada indignación: "La universidad no puede
ser un 'espacio seguro'. El que lo busque, que se vaya a casa, abrace a su
osito de peluche y se ponga el chupete hasta que se encuentre listo para
volver. Los estudiantes que se ofenden
por escuchar opiniones contraria a las suyas, quizá no estén preparados para
venir a la universidad".
La corrección política es producto de ese pensamiento infantil que cree
que el monstruo desaparecerá con solo cerrar los ojos. Pero la maduración
personal consiste justo en lo contrario, en descubrir que el mundo no es
siempre bello ni bueno, en la toma de conciencia de que el mal existe, en
llegar a aceptar y encajar la contrariedad, el sufrimiento. Y, por supuesto, en
aprender a rebatir los criterios opuestos. En su esfuerzo por hacer sentir a
todos los estudiantes cómodos y seguros, a salvo de cualquier potencial shock,
las universidades están sacrificando la credibilidad y el rigor del discurso
intelectual, remplazando la lógica por la emoción y la razón por la ignorancia.
En definitiva, están impidiendo que sus alumnos maduren.
LA TRAMPA DEL “ESPACIO SEGURO”
Cuando se designa unos
espacios universitarios como seguros, implícitamente se está marcando otros
como inseguros y, por lo tanto, tarde o temprano habrá que “asegurarlos”, hasta
que cualquier opinión desconcertante quede prohibida en todo el campus. Y, si
esto es válido para la universidad, ¿por qué no trasladarlo a la sociedad en su
conjunto? Así, la represión se extiende como mancha de aceite, prohibiendo
palabras, términos, actitudes, estableciendo una siniestra policía del
pensamiento.
En la práctica, es la
autoridad quien acaba dictaminando lo que es políticamente correcto y lo que
no. Y lo hace, naturalmente, a favor del 'establishment' y de los grupos de
presión mejor organizados
Desde el punto de vista
conceptual, la corrección política es incongruente, cae por su propio peso.
Dado que no todo el mundo opina igual ni posee la misma sensibilidad, no es
posible separar con rigor lo que es ofensivo de lo que no lo es, establecer una
frontera objetiva entre lo políticamente correcto y lo incorrecto. Hay personas
que no se ofenden nunca; otras, sin embargo, tienen la sensibilidad a flor de
piel. La ofensa no está en el emisor sino en el receptor, Así, en la práctica,
es la autoridad quien acaba dictaminando lo que es políticamente correcto y lo
que no. Y lo hace, naturalmente, a favor del establishment y de los grupos de
presión mejor organizados.
La corrección política es una forma de censura, un intento de suprimir
cualquier oposición al sistema. Y es además ineficaz para afrontar las
cuestiones que pretende resolver: la injusticia, la discriminación, la maldad.
No es más que un recurso típico de mentes superficiales que, ante la dificultad
de abordar los problemas, la fatiga que implica transformar el mundo, optan por
cambiar simplemente las palabras, por sustituir el cambio real por el
lingüístico.
Lo expresó de forma certera el
defensor de los derechos civiles W. E. B. Du Bois en 1928. Tras ser recriminado
por un joven exaltado por usar la palabra "negro", Du Bois respondió:
"Es un error juvenil confundir los nombres con las cosas. Las palabras son
sólo signos convencionales para identificar objetos o hechos: son estos últimos
los que cuentan. Hay personas que nos desprecian por ser negros; pero no van a
despreciarnos menos por hacernos llamar 'hombres de color' o 'afroamericanos'.
No es el nombre... es el hecho". En efecto, ni la discriminación, ni el
racismo, ni cualquier otro problema, se resuelven por cambiar los nombres. Como
mucho, se logra tranquilizar la mala conciencia de algunos.
Y EL RESULTADO ES... DONALD TRUMP
Hay mucha gente en el mundo,
demasiada en España, que, al parecer, carece de la madurez emocional o de la
capacidad intelectual para escuchar una opinión política que se aparte de sus
convicciones sin considerarla un insulto personal. Al poner los sentimientos
por encima de los hechos, de las razones, cualquier opinión válida puede ser
desactivada tachándola de racista, sexista, discriminatoria. Puede que a estas
personas la corrección política les haga sentirse más cómodos, pero a costa de
instaurar la cultura del miedo en los demás. Clint Eastwood declaró:
"Secretamente, todo el mundo se está hartando de la corrección política,
del peloteo. Estamos en una generación de blandengues; todos se la cogen con
papel de fumar". Aun así no era
plenamente consciente del peligro que se avecinaba: tarde o temprano el
virulento efecto péndulo invierte las magnitudes, la gente acaba hastiada de
tanta censura, y como reacción... vota a Donald Trump.
Renunciar al libre discurso, al libre pensamiento, para evitar herir la
sensibilidad de algunos es peor que estúpido: es peligroso porque pone en
cuestión los principios de la democracia. Debemos ser respetuosos con todo el
mundo, por supuesto. Pero también expresar con libertad nuestras ideas y
argumentos. Si alguien se molesta, se rasga las vestiduras, es muy probable que
esté mostrando su talante inmaduro, su carácter infantil e intolerante. Lo
advirtió George Orwell en su novela 1984: "La libertad es el derecho de
decir a la gente aquello que no quiere oír".