¿Cómo se explica la victoria de Cambiemos en las elecciones
del domingo? Propongo un método bastante empírico para enfrentar el desafío de
entender los resultados: consiste en hacer de cuenta que el macrismo gobierna
la ciudad de Buenos Aires desde hace una década, que hace dos años sorprendió
con su victoria bonaerense y nacional y que, transcurrida la mitad de su
mandato, logró revalidarse de manera contundente. Propongo, en suma, olvidarnos
por un rato de las memes de Esteban Bullrich, sacudirnos el rechazo instintivo
que nos genera la contemplación de la puesta en escena de sus festejos y, por
fin, empezar a tomárnoslo en serio.
Los motivos del triunfo, entonces. Como viene ocurriendo,
Cambiemos desplegó una campaña profesional que se ajustó a lo que Jaime Durán
Barba define como “disciplina estratégica”, es decir que no se apartó de la
línea trazada, y que incluyó esfuerzos importantes como la abrumadora
blitzkrieg mediática de María Eugenia Vidal de las 48 horas previas a la veda.
Sin embargo, hay algo más que una simple habilidad táctica detrás del triunfo
del macrismo, que el domingo pasado logró consolidarse como la fuerza más
votada a nivel nacional, mejoró su performance respecto del 2015 y derrotó al
peronismo en bastiones históricos. ¿Qué tendencias sociales consiguió
interpelar? ¿Qué entendió Macri de la Argentina?
En primer lugar, el Gobierno identificó temas que venían
generando una creciente preocupación social y sobre los cuales el kirchnerismo
no había elaborado una política concluyente, entre los que se destaca el del
narcotráfico. Por supuesto que el abordaje demagógico elegido no logrará
resolverlo e incluso es probable que, como ha ocurrido con otros líderes
latinoamericanos punitivistas, en algún momento se le vuelva en contra. Por el
momento, sin embargo, alcanza con nombrarlo: no hace falta llevar años
invertidos en sesiones lacanianas de veinte minutos para entender el alivio
profundo que produce el mero hecho de poner en palabras un problema, de nombrar
lo que hasta el momento permanecía callado.
La política exige muchas cosas, entre ellas la capacidad de
detectar las angustias sociales: el narcotráfico puede parecer extraño para
quienes nos relacionamos con la droga a través de una maceta y vivimos en
barrios alejados de la densa trama de relaciones entre capos, transas y
soldaditos, pero aparece como una amenaza cotidiana, casi existencial, para
quienes se ven obligados a convivir con él todos los días. La línea antimafia
que subraya Vidal, presentada como una cruzada contra los poderes oscuros de la
provincia, y las diversas declinaciones del giro punitivista oficial, son la
respuesta –insisto: equivocada y peligrosa– a este problema.
Pero hay algo más que la puntería programática detrás de la
victoria oficialista en las PASO. Cambiemos, ya lo hemos señado, expresa una
nueva derecha: democrática, dispuesta a marcar diferencias económicas con la
derecha noventista, y socialmente no inclusiva pero sí compasiva. Para
transmitir con eficacia esta idea fuerte, el macrismo se apoya en dos pilares.
El primero es la decisión de prolongar el generoso entramado de políticas
sociales construido por el kirchnerismo: Asignación Universal, jubilaciones,
incluso las cooperativas del Argentina Trabaja, que en su momento había
denunciado como un foco de clientelismo y corrupción. El segundo es su gestión
en la Ciudad de Buenos Aires: como durante sus dos mandatos como jefe de
gobierno Macri no rompió el consenso en torno a la universalidad de los
servicios públicos (no privatizó las escuelas ni los hospitales y no les
prohibió a los bonaerenses, ni siquiera a los paraguayos, atenderse en ellos),
pudo construir la imagen de una administración eficiente y moderada, que además
produjo una mejora importante del transporte público y que volcó recursos tanto
al espacio público de parques y plazas como a la oferta cultural orientada
a clase media.
Esto no implica, aclaremos nuevamente, una evaluación
positiva de su performance al frente del gobierno de ciudad, sino apenas
reconocer que si se hubiera comportado de otro modo probablemente no hubiera
ganado todas las elecciones porteñas desde 2007 y quizás tampoco la
Presidencia. Porque el espejo de esta caracterización sosegada del macrismo es
el agitado paisaje de trazo grueso que durante demasiado tiempo quiso pintar el
kirchnerismo: la consigna “Macri basura/vos sos la dictadura”, en particular,
reflejaba la incapacidad para comprender la verdadera naturaleza de la criatura
política que tenía enfrente.
Y en este sentido cabe preguntarse también si la insistencia
en equiparar al macrismo con el menemismo noventista no resulta a esta altura
igualmente estéril: aunque su programa macroeconómico de metas de inflación,
altas tasas de interés y bicicleta financiera se alinea claramente con la
ortodoxia, la decisión de no recortar el gasto público ni recurrir al despido
masivo de empleados estatales, junto a la promesa de no reprivatizar las
empresas públicas (ni siquiera aquellas que, como Aerolíneas, generan
pérdidas), marca un contraste con los 90. El de Macri es un neoliberalismo
desregulador, aperturista, anti-industrialista y, por supuesto, socialmente
regresivo, pero no privatizador ni anti-estatista. Quizás esto explique por
qué, pese al deterioro ostensible de la situación socioeconómica, un sector
importante de la sociedad cree en la promesa oficial de que las cosas mejorarán
pronto.
Sucede que el neoliberalismo macrista incluye también una
propuesta de justicia, sintetizada en la perspectiva de igualdad de
oportunidades, la única referencia más o menos abstracta que el presidente se
atreve a incluir en sus discursos. A menudo acompañada por exhortaciones a
recuperar la “cultura del trabajo” y evitar “los atajos y las avivadas”, la
igualdad de oportunidades es la respuesta que filósofos liberales notables,
como John Rawls y Amartya Sen, han encontrado a las dificultades para congeniar
igualdad y libertad en las sociedades contemporáneas. Aterrizada en la
Argentina de hoy, la perspectiva encarna en el trabajador meritocrático, el
verdadero sujeto social de esta nueva batalla cultural, y sintoniza con la
tradición inmigrante que es parte constitutiva de nuestra cultura política: la
idea de progreso en base al esfuerzo individual (a lo sumo familiar) que le
permite al que llegó con una mano atrás y otra adelante progresar hasta
ascender al mundo alfombrado de la clase media: el mito de “mi hijo el dotor”.
Antes de que lluevan los tomates, aclaremos: que el
oficialismo formule este discurso no implica que la gestión concreta de su
gobierno lo esté llevando a la práctica ni que sus principales dirigentes sean
ejemplos de self-made men: el del macrismo es un caso asombroso de herederos meritócratas.
Pero el objetivo de esta nota no es denunciar la simulación de Cambiemos ni
desnudar la oscuridad de su alma verdadera sino entender por qué sus propuestas
resultan convincentes, indagar los motivos profundos de su eficacia, entender
por qué funciona.
El macrismo ha logrado expresar también ciertas marcas de la
época. Sus apelaciones a los valores pos-materiales, aquellos que van más allá
de las necesidades cotidianas de supervivencia, resultan seductoras para las
clases medias acomodadas en un contexto de hipersegmentación social, en donde
los sectores más privilegiados llevan una vida más parecida a la de sus pares
sociales de Nueva York o París que a los sufridos compatriotas que viven en el
Conurbano, a un colectivo de distancia. Esto se verifica en las vagas
tonalidades ambientalistas del slogan “ciudad verde”, en la importancia
atribuida al cuidado de uno mismo (expresada en la retórica new age, las
bicisendas, las ferias de comida saludable) y en una revalorización de la
cotidianeidad frente al sacrificio totalizante que exigía la militancia
kirchnerista (Macri insiste con que sus funcionarios deben volver a casa antes
de que anochezca a cenar en familia). Todos estos aspectos, fomentados por una
gestión multi-target que se segmenta en sectores tan específicos como la secta
de los runners, los reclamos éticos de los veganos y las demandas insondables
de los amantes de mascotas, terminan de completar la idea del macrismo como una
fuerza política moderna y cosmopolita, a la altura de los tiempos.
Por último, Cambiemos se presenta como una renovación
modernizante de la política. Sin entrar una vez más en discusiones acerca de la
realidad concreta de sus acciones (la manipulación del escrutinio bonaerense
desmiente este supuesto higienismo), señalemos que, auto-reivindicado como el
primer partido político del siglo XXI, el macrismo se proclama como un paso
adelante respecto de los vicios y las mañas de las agrupaciones
tradicionales.
Más pendiente de la época que de la épica, el oficialismo
defiende una visión anti-heroica de los asuntos públicos, una reivindicación de
la normalidad cuya gran escenificación es el timbreo. Concebido como un
contacto directo entre el funcionario y las personas, el timbreo es espontáneo,
informal, casi diríamos puro, en contraste con la forma favorita del populismo:
el acto de masas y toda su parafernalia de organización, traslado, protocolo de
oradores y largas negociaciones previas por los lugares en el palco.
Decisivamente, el timbreo permite desplazar el eje del ciudadano al vecino.
Aunque quien pulse el timbre sea un funcionario nacional, incluso un ministro,
la gobernadora o el mismísimo presidente, la política se hace, en un pase de
manos mágico, local: el mensaje es que son los problemas inmediatos y cotidianos
los que realmente importan, los que el político, como muestran las fotos que
luego circulan por los medios, se acerca a escuchar.
El efecto es individualizante. Lejos de las asambleas, las
movilizaciones o cualquier otra forma de apelación colectiva, el timbreo es la
operación ideal de la política macrista porque sintoniza con su concepción de
la sociedad como una agregación de individualidades. Al limitarse a un contacto
bilateral funcionario-vecino, el timbreo apunta a la particularidad de cada persona:
la singularidad de su problema concreto prevalece sobre su condición de clase o
filiación política, que es lo que al fin y al cabo lo que hermana a los
individuos en una identidad común y lo que, en última instancia, los construye
como iguales.
Rebobinemos antes de concluir. La amplia victoria
oficialista en las PASO se explica por sus dotes de campaña pero también por el
hecho de que expresa una alternativa política capaz de conectar con amplios
sectores sociales. El macrismo no es, por recurrir a la fórmula de Ricardo
Forster, una anomalía, un accidente o un golpe de suerte; es una fuerza potente
que se encuentra en el trance de construir una nueva hegemonía. Los resultados
socialmente negativos de sus políticas, el fondo individualista que late detrás
de sus decisiones, la concepción liberal de justicia sobre la que sostiene su
discurso lo empujan sin remedio a la derecha del cuadrante ideológico, pero es
una derecha democrática y renovada, que hasta el momento estaba ausente de
nuestra escena política. Esa es la gran novedad, la noticia que la oposición
debería registrar si de verdad desea ganarle en octubre.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur
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