Por Ernesto Tenembaum 15 de
agosto de 2017
Los efectos inmediatos del
domingo son evidentes. Hasta ese día, el análisis político dominante giraba
acerca de las posibilidades de Mauricio Macri de terminar su mandato de manera
ordenada. Las preguntas eran: ¿Podrá gobernar? ¿Podrá terminar su mandato?
¿Podrá evitar una crisis? Todo cambió. La pregunta orientadora es otra: ¿Cómo
hará la oposición para evitar que Macri sea reelecto?
El panorama para el Gobierno
no puede ser más favorable. El 36% de votos que recolectó lo ubica a solo
cuatro puntos de ganar en primera vuelta la presidencial. Encima, ese caudal de
votos fue recogido por candidatos que, en general, pertenecen a la segunda
línea del equipo oficial. Los dos años que pasaron fueron durísimos, y nada
habilita a pensar que esa situación se continúe en los dos que vienen. El peronismo
está descabezado y dividido. Y, aun cuando Cristina gane en octubre la
provincia de Buenos Aires, le quedaría un camino muy arduo para reconstruir su
poder nacional. ¿Quien sería, por ejemplo, el candidato a gobernador que
competiría con la muy popular María Eugenia Vidal?
A principios de año, Macri
explicaba: "Acabo de terminar el peor año de mi Gobierno. Ahora estoy
empezando el segundo peor año, que terminará con un triunfo electoral. De ahí
en más todo va a ser más sencillo: cada año, un poco menos de déficit, un poco
más de crecimiento, un poco menos de inflación". Entre las habilidades del
ser humano no está incluida la capacidad de pronosticar el futuro, pero la
verdad es que, hasta aquí, lo ha hecho de manera bastante precisa.
Pero todo esto refiere apenas
a los efectos coyunturales de la victoria del domingo. Hay algo más
trascendente que está pasando, o que, al menos, parece estar pasando. La
estructura nacional de Cambiemos, la alianza que fundó Macri, supera el 30% de
los votos en 17 de las 24 provincias del país. Solo en dos, Tierra del Fuego y
Santiago del Estero, los números son inferiores al 20%. Cambiemos se ha
conformado como un partido nacional, esto es, una organización que tiene un
cura en cada parroquia, con miles de concejales, diputados provinciales,
legisladores nacionales, ministros, secretarios de Estado y recursos infinitos.
A partir de diciembre, será la primera minoría en la Cámara de Diputados y,
probablemente, también en el Senado.
Macri no solo está conduciendo
hoy el único partido nacional que existe en el país. Además, es el primer
presidente surgido de las familias más ricas del país, desde Marcelo Torcuato
de Alvear, o sea, desde 1922, casi un siglo.
El hecho en sí es
impresionante. Desde que en la Argentina existe la democracia abierta, solo se
crearon dos partidos nacionales. Uno lo fundó Hipólito Yrigoyen, otro Juan
Domingo Perón. Si este proceso continúa, Cambiemos puede transformarse en el
primer partido político nacional fundado desde la emergencia del peronismo en
1945.
Ya hace muchos años que el
macrismo gana por una diferencia arrolladora en los barrios más pobres de la
ciudad: diez por ciento de ventaja en Villa Soldati y Lugano, quince por ciento
en la Boca y Barracas. Ahora, se proponen trasladar ese modelo a todo el país.
Quien quiera subestimar el
fenómeno, tiene todo el derecho a hacerlo, pero no parece ser lo más atinado
para entenderlo, sobre todo para los que pretenden combatirlo. La crítica a
Macri, del estilo Roberto Navarro, Horacio Verbitsky, Mempo Giardinelli o
Maximo Kirchner produce mucha algarabía en las filas propias pero se ha
demostrado no solo imprecisa sino, además, muy funcional al supuesto enemigo.
Si supieran ellos cuánto celebran en en la Casa Rosada sus intervenciones.
Es el primer presidente de la
historia democrática que proviene de uno de los grupos económicos más
concentrados. Es el primero que fue presidente de un club de fútbol, el primero
que no es radical ni peronista, el primero de centroderecha que llega por vía democrática,
el primer ingeniero. Existe un lugar común según el cual un plan de ajuste del
nivel de vida de la población solo se puede imponer por vía represiva. El
domingo, Macri demostró que esto no es así: aún cuando un plan afecte el
consumo popular, quien lo implementa puede ganar, al menos, una elección.
En todo su recorrido, además,
Macri ha ido de menor a mayor. Son conocidas las historias en Boca Juniors y en
la ciudad de Buenos Aires. Los detalles son sorprendentes. Ya hace muchos años
que el macrismo gana por una diferencia arrolladora en los barrios más pobres
de la ciudad: diez por ciento de ventaja en Villa Soldati y Lugano, quince por
ciento en la Boca y Barracas. Ahora, se proponen trasladar ese modelo a todo el
país. En el acto de celebración del domingo, Macri explicó que están arrancando
"los mejores 20 años de la historia del país". Es decir: anunció que
piensa quedarse por cinco mandatos. Hasta hace unos días, hubiera sido un
delirio. ¿Lo será? El primer objetivo será la zona sur del conurbano
bonaerense. Desde el mismo día que terminó el conteo de votos, una multitud de
recursos será destinado a perforar la zona en la que Cambiemos tiene más
dificultades para instalarse. En dos años, se sabrá si pudieron hacerlo.
Tal vez no lo logren. Pero no
parece un poder tembloroso ni temporario el que se empieza a instalar en el
país. Por lo pronto, parece ya muy anclado en las zonas rurales y en los
centros urbanos.
En todo este proceso, Macri ha
tenido la inmensa suerte de convivir con el kirchnerismo. Ellos, que lo odian,
no se atreven a pensar siquiera cuánto han colaborado con él. Basta analizar la
última elección: ¿Qué pasaría hoy en el país si Cristina hubiera competido,
como era lo natural, con Florencio Randazzo en la interna del Frente para la
Victoria? Hubiera sido un triunfo kirchnerista difícil de remontar en octubre.
El clima sería completamente distinto. Pero no: fue la ex Presidente la que le
sirvió el triunfo en bandeja, una vez más, como cuando designó a Aníbal
Fernández o humilló a Daniel Scioli.
Mientras Macri suma -a Elisa
Carrió, a peronistas como Claudio Poggi en San Luis o Joaquín La Torre en San
Miguel-, Cristina se desprende de Randazzo, del PJ, del Movimiento Evita, para
citar solo los últimos casos. Uno trata de seducir a los diferentes, como haría
cualquier político. La otra expulsa incluso a los iguales. Si hasta Diego
Brancatelli ha caído en desgracia.
Una vez más: el tiempo dirá cuál
es la profundidad del fenómeno. Macri tiene que gobernar la Argentina, el país
donde todos los presidentes -con la única excepción de CFK- terminan antes de
tiempo, o presos, o exiliados. Dos días después de la elección en que Cristina
ganó por el 54%, era razonable pensar que su proyección sería eterna. Conviene
desconfiar entonces de cualquier análisis influido por la foto de un resultado
electoral. Sin embargo, aun con esos reparos, hay elementos suficientes que
obligan a mirar con interés y profundidad el proceso político actual y
habilitar las preguntas necesarias sobre una coyuntura que está cambiando a un
velocidad inesperada.