El moyanismo social
Por Martín Rodríguez*
Si bien es cierto que el apoyo
a Cambiemos es mayor entre los estratos altos, esta regularidad presenta
excepciones. Un amplio sector de la clase trabajadora, el moyanismo social,
hace años dejó de sentirse representado por el kirchnerismo.
na nueva leyenda nació tras el
triunfo de Cambiemos y tuvo su rápida identificación en la verba progresista:
los pobres son todos anti macristas y el macrismo administra privilegios como
una expresión pura de la clase alta. Ergo: sus votantes tienen la misma
procedencia que sus funcionarios. Pero esta afirmación es incorrecta. Si así
fuera, no hubiera ganado con el 51% de los votos en el balotaje; ni siquiera
hubiera obtenido el resultado de la primera vuelta. Las elecciones de 2015
vinieron a presentar un apoyo popular al macrismo.
En conversación con el
sociólogo Ignacio Ramírez, buscamos algo más sobre este dato incómodo para
cualquier marxista ortodoxo: que efectivamente trabajadores y sectores humildes
votaron por Cambiemos y hoy lo seguirían haciendo. Si bien es cierto que el
apoyo a Cambiemos crece a medida que uno trepa en la pirámide socio-económica y
se encoge a medida que se desciende –y la inversa sería la correlación
constitutiva del peronismo– las cosas no son tan sencillas. “A esa regularidad
se le escapan excepciones –dice Ignacio– que tienen que ver con un fenómeno no
sólo argentino, que es la erosión de ciertas lealtades partidarias. El marxista
hablaría de ‘falsa conciencia’, se preguntaría
qué hace un trabajador votando
al macrismo”, remata. En principio hay que buscar algunos ingredientes en la
coyuntura del 2015 para entender ese voto cruzado, pero ya tenemos una
respuesta parcial: el debilitamiento de la fidelidad partidaria. La vieja
fidelidad del “nunca hice política, siempre fui peronista”, que se presenta
como “natural” y mayoritaria, parece debilitada; ya no existe el “pueblo peronista”,
esa vieja y querida mitad más uno. A pesar de ser un fenómeno global, en
Argentina, con el kirchnerismo primero y con el macrismo después, nacieron
identidades de minorías fuertes y en tensión. Diríamos que el kirchnerismo dotó
de una “estructura de sentimientos” a la clásica “estructura de poder
peronista” (una actualización doctrinaria), y el macrismo ocupó el espectro del
voto radical y republicano, por empezar. ¿Pero cómo se logran las
mayorías?
En las innumerables marchas
sindicales, sobre todo las de la CGT, donde la presencia del trabajador formal
es mayor que en las de la CTA, cuesta encontrar jóvenes trabajadores que canten
la Marcha Peronista. Muchos no la saben.
Incluso en Camioneros, gremio
de mística notable, el canto es concreto: se defiende al gremio, la
pertenencia. No hay una marchita; hay decenas de marchitas como decenas de
ramas de la producción persistan. El canto ordenado y universal lo ofrecen más
bien las organizaciones políticas, los partidos de izquierda, las juvenilias
militantes que nacieron en la década kirchnerista.
“Es necesario entender la
propuesta y el discurso de Cambiemos como algo que evidentemente incluye alguna
contraseña popular que hace posible el lazo de este gobierno tan homogéneo en
su staff con el voto de sectores medios bajos y de trabajadores”, completa
Ignacio Ramírez. No se trata de encontrar razones para dar la razón, sino de
indagar en los votos populares a un
proyecto liberal que promete y cumple el daño social de sus políticas. Se trata
de comprender de qué estuvo hecho ese triunfo y de qué está hecha esta
gobernabilidad. Como decía el sociólogo Ricardo Sidicaro en los años 90: “¿Por
qué los excluidos votan por sus excluidores?”.
Soy cordobés
Entre las razones coyunturales
también podríamos anotar algunos aspectos de histórica “mala praxis” política
del kirchnerismo. Ejemplo: mucho se habló de la abrumadora cantidad de votos
cordobeses decisivos para el triunfo de Macri pero menos de la cerrazón
política y el aislamiento entre el gobierno de De la Sota y el de Cristina que
llegó al punto de cercenar la ayuda de la Gendarmería Nacional en las
rebeliones policiales de 2013.
Tras la victoria de Cambiemos
en 2015, el periodista cordobés David Leguizamón escribió para revista Anfibia
un ensayo (“Cordobesismo”) donde sacó punta de este defecto político: “Los
beneficiados por las políticas del gobierno nacional en los últimos 12 años
fueron millones. Fuimos millones. Además de las iniciativas obvias y no por
ello menos maravillosas (Ley de Medios, Matrimonio Igualitario, Procrear, etc)
lo cierto es que la idea de aislar a los gobernantes cordobeses (De la
Sota-Schiaretti-De la Sota) produjo una batalla narrativa que supo utilizar con
mucha
más lucidez el conservadurismo
cordobés que el kirchnerismo nacional. Doy ejemplos: la Asignación Universal
por Hijo se aplicó en Córdoba como en todo el país, pero los beneficiarios
todavía hoy creen que es un beneficio del gobierno provincial”.
Ese gobierno nacional con
estilo centralista excluyó de su horizonte narrativo a miles de cordobeses que
fueron objetivamente beneficiarios de políticas públicas pero que se sintieron
amparados en su gobierno provincial contra el “unitarismo kirchnerista”. Tal
como plantea Leguizamón , el gobierno provincial pudo pasar políticas del
gobierno nacional como propias porque –como argumenta la antropóloga Julieta
Quirós (1)– el kirchnerismo en Córdoba y en los interiores peronistas tuvo dificultades
para armar “territorio” más allá o más acá de las grandes ciudades y sus agrupaciones
políticas; más bien tejió una “base” con alfileres, colgada de las sedes
provinciales de los ministerios
nacionales y de las
agrupaciones con sede central en Buenos Aires. En definitiva “fue demasiado e
incorregiblemente porteño en sus representantes y emisarios, en su lenguaje y
sus ceremonias, en sus modos y modales de hablar” señala Quirós.
El kirchnerismo, en resumen,
rompió diálogos sobre los que el macrismo compuso su “mayoría”: 1) el del
interior más productivo (el ejemplo cordobés, pero también Santa Fe, el
interior bonaerense, la derrota en Mendoza); 2) el del trabajador
meritocrático. Un discurso productivista, laborioso, anti Estado. Veamos.
Soy lo que soy
Clifford Geertz acuñó el
término “descripción densa” para dar cuenta de cómo, entre otras cosas, la
gente se autopercibe. Hace años que circula una autopercepción argentina bajo
la forma de una bella leyenda estadística: el 80% los autopercibimos de clase
media. El antropólogo Pablo Semán habla a su vez de la existencia de un
moyanismo social, algo así como una forma de caracterizar al gen aspiracional
argentino. En palabras de Semán: “El moyanismo social es un sector de las
clases trabajadoras, que no son las de más bajos ingresos, y que tienen la
adhesión a un proyecto social que es la mejora de su propia vida a través del
trabajo, y que en el panorama político argentino fueron beneficiados por
políticas del kirchnerismo, a la vez que ignorados y simbólicamente agredidos
en temas como seguridad, migración y jerarquías. Piensan que ellos se rompen
más el lomo que otra gente que es más pobre que ellos y que recibe beneficios
del gobierno que ellos no”. Están fuera, digamos, de la pedagogía progresista
que arrastra explicaciones complejas. Dice Semán: “No son los ‘agremiados’ de
Moyano, sino los que representa el discurso de Moyano en su ruptura con el
kirchnerismo en el segundo mandato de Cristina, que se condensaba en el famoso
impuesto a las ganancias”.
La política bonaerense a
partir de 2013 perdió un bloque de la representación del FPV cuya cima había
alcanzado en 2011: la clase media baja, el “aspiracional” de Semán. Eso que
quizás iba a expresar mejor Scioli o algunos de los intendentes más populares.
¿Con qué se quedó el FPV en la figura prístina de Cristina? Con el progresismo
y el tercer cordón. Becarios del Conicet y Asignación Universal por Hijo (AUH)
para graficarlo. Progres y pobres. Pero ese segmento vecinal medio bajo, no
progresista, que se movilizó hacia arriba pero que no adjudicó esa movilidad a
algo que no sea el “mérito propio” (movilidad individual ascendente), amante
del “no le debo nada a nadie”, punitivista, que sufre la inseguridad, que es
vecino o cercano a las villas, a los que “cobran planes”, que asocia progreso a
“privatizar su vida” (pasar de la prestación pública a la obra social, de la
obra social a la prepaga), porque asocia progreso con
sacarse el Estado de encima,
que “sufre” los paros docentes, que paga Mínimo No Imponible y no ve la hora de
dejar de hacerlo. De esa capa white trash nació Sergio Tomás Massa (como
expresión del fracaso peronista) y brilló vestido de afrikáner, haciendo
política subido a los techos de los barrios del Gran Buenos Aires, como si
fuera el presidente de la Asociación del Rifle que le dice a cada ciudadano
argentino: cuidate y yo te cuido. Esa Argentina con mucha escolaridad
incompleta, de capacitación forzada, cuentapropista, que anhela una
“normalidad” (que quizás nunca
existió). Veamos como ejemplo
dos resultados electorales del GBA: San Fernando y San Miguel. Ahí, en la
primera vuelta presidencial, ganó Massa. Esos votos, en el balotaje, fueron en
abrumadora mayoría a parar a Macri.
“¡Andá a laburar!”
En el reciente estudio “El
clientelismo político”, de Gabriel Vommaro y Hélène Combes, se historiza y
problematiza el clientelismo, poniendo el foco en las miradas externas a las
prácticas políticas que se engloban bajo ese nombre. En este libro los autores
repasan el modo en que las clases medias, los medios de comunicación y algunas
elites fijan desde afuera la condensación de muchos males contemporáneos con
tal de no ver, dicen, la expresión de la voluntad popular. En Argentina la
traducción de esto es la pregunta: ¿cómo puede ser que la mayoría de los pobres
aún voten al
peronismo? Y no sólo eso: la
concepción entonces de que el clientelismo produce pobreza para controlarla. La
retroalimenta. El clientelismo como razón histórica de la pobreza, los “usos
del Estado”, y no el capitalismo, la economía de mercado, la división
internacional del trabajo.
Sin embargo aún resta conocer
más en detalle el modo en que esas prácticas conviven con miradas “externas” producidas
desde el mismo barrio pobre; las miradas de los vecinos de los “beneficiarios”,
los que dicen “la familia X lo que pasa es que tiene un primo en el municipio,
un tío en la política”. Tenemos “la voz del cliente”, pero se nos pierde la voz
del vecino del cliente, un runrún que masculla su exclusión doble. Digamos: el
clientelismo aparece en los medios de comunicación, en la boca de contados y
desprestigiados académicos que no apretaron F5 y no
actualizaron doctrina social y
en la conversación política de una parte de la clase media. Pero también
aparece en la conversación con vecinos de esos “clientes” de los “sectores
populares”. Esa irrupción es más esporádica. No es que nadie de cuenta de ella: muchos medios y
cronistas en sus informes lo hacen, incluso en el libro de Vommaro y Combes se
registra esa voz en un estudio en el municipio de Morón, las “quejas”. El
discurso anti político, anti estatal y anti clientelar es también un discurso
popular.
El gobierno con su control de
piquetes y orden público, con su discurso anti sindical y la elección de
Baradel como villano, con la nominación de “planes” a la política social
(cuando la AUH, principal política social del país, no es un “plan”), con el
reemplazo de la palabra “derechos” por la palabra “beneficiarios”, con el
chiste sobre choripanes y micros, rima con esa vieja voz popular y desconfiada
de la anti política. Como la cita de Durán Barba: el gobierno se niega a ser el
pedagogo de la “gente común”, pero, en tal caso, se deja pedagogizar por ella.
Si la sociedad dice planes,
dice planes; si la sociedad
dice choris, dice choris; y así. Esa cesión de la pedagogía social en el
“común” es una clave para entender la base de popularidad resistente a las
políticas dañinas de sus condiciones de vida.
Educame
Pero estos sectores, ¿votaron
a CFK? Muchos seguro formaron parte de ese 54% de 2011. ¿Qué pasó después? Comenzó
a haber cosas que obstruían, impedían o estorbaban más esa posibilidad de estar
mejor. Soy esto, quiero estar mejor. Se puede pero hay cosas que no tienen que
estar más. Ganancias, por ejemplo. ¿Se volvieron antikirchneristas? No del modo
cultural del lector de La Nación, a pesar de que Lanata articuló el modo
popular de esa anti política en el
espectáculo de las denuncias
de corrupción y produjo una erosión, subestimada por el kirchnerismo (con la
figura de Boudou como el “nouveau riche” populista). Quizás el problema fue
que, de una manera inversamente proporcional, a medida que el gobierno
cristinista se desenganchó de sus demandas, recalentó su intensidad. Una agenda
dominada por temas como la reforma judicial o el acuerdo con Irán transformaron
a un gobierno percibido en la “autonomía de la política” en un escenario
recalentado por los medios y las difusiones sistemáticas de denuncias.
Toda la teoría del “círculo
rojo” de Durán Barba es una suerte de credo en el hombre común, “el elector
gris”. El Jaimito de la política argentina escribió en su libro El arte de
ganar esta declaración de principios: “La gente común tiene sus propias
ambiciones y su propio concepto de felicidad. El candidato no es dueño de la
verdad y no está para educar a los electores, ni para juzgarlos. Necesita
dialogar con ellos para comprender sus puntos de vista y, sobre todo, obtener
sus votos.”
Una tarde del mes pasado,
desde su cuenta de Twitter, el humorista oficial Alfredo Casero difunde el
breve video donde un trabajador rural recoge cebollas mientras le habla al
Presidente y despotrica contra los vagos que cobran planes del Estado.
Trabajar, trabajar. Pisa la tierra húmeda, camina, se hunde en ella y habla
entrecortado por el esfuerzo de la tarea, pero parece gozar de ese esfuerzo,
ufanarse. Golpea en un momento la bolsa con orgullo. La Argentina laboriosa.
Como el sembrador de Van Gogh, el sol agrario atrás. Sobre ese revanchismo
cultural que no reconoce fronteras de clase, que une a patrones y empleados, se
monta la pedagogía de un gobierno hablado entre esas
voces furiosas.
1. Julieta Quirós, “Una hidra
de siete cabezas. Peronismo en Córdoba, interconocimiento y voto hacia el fin
del ciclo kirchnerista”, Corpus,
Mendoza, 2016.