Por Eduardo J. Vior para InfoBaires24
Si bien la tercera década del siglo XXI comenzó el 3 de enero de 2020 con el asesinato del general Qasem Soleimaní, la pandemia de Covid-19 y la crisis económica concomitante impusieron una pausa al desarrollo histórico. En la segunda mitad de marzo de 2021, en cambio, la sucesión abigarrada de acontecimientos parió y partió el mundo de los años 20. Nacieron dos bloques con sistemas económicos contrapuestos. Los tiempos se aceleraron y hay que alargar el tranco para no quedarse de a pie.
La cascada comenzó a saltar el
viernes 12, cuando los cancilleres del Quad (Quadrilateral Security Dialogue,
Cuadrilátero para el Diálogo sobre Seguridad), el encuentro periódico informal
entre representantes de EE.UU., Japón,
India y Australia, se reunieron virtualmente, para adherirse al proyecto
norteamericano de alianza indo-pacífica. Claro que comprometieron aumentar
la producción y distribución de vacunas contra el coronavirus, pero los
miembros del club sabían que Estados Unidos no exportará las suyas hasta
satisfacer la demanda interna. Por el contrario, no sabían que India, el mayor
productor mundial, haría lo mismo este lunes 29, dejando a toda Asia Oriental
(y no sólo) sin sus antivirales.
A nadie se le ocultó la fecha.
Los observadores estaban conscientes de que el encuentro era, en realidad, un gesto teatral para prologar la reunión en
la cumbre que China y Estados Unidos tendrían el jueves 18 en Anchorage, Alaska.
Se trataba del primer encuentro personal entre altas autoridades de ambos
países desde que subieron Biden y Harris. Por la parte norteamericana participaron
el secretario de Estado Tony Blinken y el Consejero de Seguridad Nacional Jake
Sullivan; por la china, en tanto, el Director de la Oficina de Asuntos
Internacionales del Buró Político del PCCh, Yang Jiechi, y el Ministro de
Relaciones Exteriores, Wang Yi. De un modo extremadamente inusual para un
encuentro diplomático y especialmente ofensivo para las cuidadosas maneras
orientales, Blinken inició la reunión con una larga tirada de acusaciones y
ataques contra la política de la República Popular. De Tibet a Hong Kong y de Xinjiang a Taiwán no faltó ninguno de los
tópicos caros a la propaganda occidental.
La respuesta del veterano Yang fue cortante: ante el bárbaro
tratamiento de los negros y la masiva desconfianza de grandes sectores del
pueblo estadounidense hacia el funcionamiento de su sistema político, sus
representantes no pueden dar clase de derechos humanos o de democracia. Por
otra parte, advirtió, China nunca negociará bajo la amenaza de la fuerza.
Cuentan diplomáticos
norteamericanos que en los dos días siguientes, los intercambios a puertas
cerradas fueron más calmos. Aparentemente, China
ratificó la recientemente concedida igualdad de tratamiento para las empresas
norteamericanas en su territorio (incluidos los bancos), mientras que
EE.UU. prometió aliviar las sanciones comerciales dispuestas por Donald Trump.
A buen entendedor, pocas
palabras. Que el Secretario de Defensa, Lloyd
Austin, visitara Nueva Delhi el 19 y 20 de marzo (en simultáneo con la
cumbre de Alaska) sólo puede entenderse como un refuerzo de la presión sobre
China. No obstante, las palabras de su colega Raksha Singh en la ceremonia final
fueron muy cuidadosas, oscilando entre la ratificación de la alianza
estratégica entre ambos países y la defensa genérica de la libertad de
navegación y comercio. Es que India tiene un vínculo de larga data con Rusia
que no quiere romper y no le conviene escalar los enfrentamientos con China en el Himalaya.
Al día siguiente, en un viaje
imprevisto, Austin saltó a Kabul, donde se entrevistó con el presidente Ashraf
Ghani. En febrero de 2020 Donald Trump
firmó un acuerdo con los talibanes, para retirar todo el contingente
norteamericano del país hasta el próximo 1° de mayo, a cambio de que los
rebeldes interrumpieran las operaciones. Sin embargo, ahora, el gobierno de Joe
Biden está buscando excusas para quedarse y prolongar esta guerra de 19 años,
la más larga de la historia norteamericana.
La cumbre de Alaska fue
antecedida, también, el miércoles 17 por una brutal acusación personal de Joe Biden contra Vladímir Putin. En una
entrevista por ABC con George Stephanopoulos éste preguntó a Biden si conocía a
Putin y si pensaba que el presidente ruso es un asesino. Biden respondió
con un poco claro “Hmm, I do” (“así es”) que la mayoría de los analistas
entendió como un sí a ambas preguntas. En una inmediata reacción Rusia llamó a
su embajador en Washington para consultas. No obstante, su gobierno siguió
hablando con EE.UU., ya que el jueves 20 (mientras se realizaba la cumbre de
Alaska) en una entrevista de prensa Putin deseó a Biden “buena salud”. Se trata
de una alusión diáfana a las difundidas sospechas de que el presidente
norteamericano padece Alzheimer. Su colega ruso le está deseando, entonces, que
cuide su salud mental.
En momentos en que los documentos y las
iniciativas multilaterales faltan, aumenta la importancia simbólica de los
gestos. El 23 de marzo los cancilleres de Rusia, Serguei Lavrov, y de China,
Wang Yi, se reunieron en Guilin, en una región del sur de China recién salida
de la pobreza. Allí no solamente el canciller chino informó a su colega ruso
sobre la cumbre de Alaska, sino que juntos ratificaron su alianza estratégica
especial, relativizaron por parcial y partidista la advocación norteamericana a
las “reglas institucionales” que todos los actores del orden internacional
deberían respetar y rechazaron la aplicación de sanciones como instrumento de
las relaciones internacionales.
Para poner a la quincena un
broche final, el sábado 27 Irán y China
cerraron en Teherán un acuerdo por 25 años, para intercambiar petróleo persa
por ingentes inversiones chinas. El documento –en realidad, una aplicación
del Acuerdo de Cooperación Estratégica Integral de junio de 2020- fue firmado
por los cancilleres de ambos países, Mohammad Javad Zarif y Wang Yi. Beijing prometió invertir en Irán en ese
lapso $ 400 mil millones de dólares. Sin embargo, el acuerdo excede el
ámbito económico con salvaguardias de seguridad: «China apoya firmemente a Irán
en la defensa de su soberanía y su
dignidad nacional», declaró Wang durante un encuentro con el presidente
Hassan Rohaní, antes de reclamar que Estados Unidos levante las sanciones
impuestas desde 2017.
Así quedó dibujada en el
planisferio una línea fronteriza que por primera vez en 300 años separa
netamente el bloque euroasiático de las potencias atlánticas y su prolongación
japonesa. Entre ambos conjuntos
trascurre una zona de fricciones, desde Ucrania hasta el Mar Meridional de la
China, en la que EE.UU. y el Reino Unido provocan, para incitar a la alianza
Rusia-China-Irán a involucrarse en una guerra. La cuenca del Caribe, América Central y el norte de Sudamérica
quedarían en ese esquema bajo hegemonía norteamericana. Brasil, destrozado,
sería la avanzada de ese área de dominio que se proyectaría amenazante hacia el
sur.
La división del mundo en grandes
bloques se corresponde con la diferenciación entre los sistemas económicos y
sociales. Por un lado, la integración física de Eurasia está poniendo las bases materiales para una economía de “doble
circulación” (como la propone China), orientada tanto a la búsqueda de un
modesto bienestar para todas sus poblaciones como hacia la más alta
competitividad en el mercado mundial. Se trata de un capitalismo controlado
en medidas y maneras variables por los estados nacionales y por los organismos
de la integración, especialmente por la Organización de Cooperación de Shanghai
(SPO, por su sigla en inglés) y el Banco Asiático de Inversión en
Infraestructura (AIIB).
Por el otro lado, el gobierno de Joe Biden está impulsando un gigantesco
cambio para reubicarse a la vanguardia del capitalismo mundial. La Casa Blanca
va a proponer al Congreso un plan de inversiones en infraestructura para los
próximos ocho años que podría sobrepasar los dos billones de dólares.
Además de las clásicas inversiones en infraestructura, el gobierno propone
cubrir el territorio nacional con banda ancha, impulsar la transición al transporte eléctrico, medidas para paliar
el cambio climático, apoyar la economía de los cuidados, ayudar a la crianza y
educación de niños y jóvenes, la vivienda y el desarrollo de futuras
tecnologías. Para ello propone volver a aumentar el impuesto a las ganancias de
las empresas del 21 al 28% y elevar masivamente el mínimo no imponible.
La ambiciosa propuesta, que
indudablemente va a chocar con la resistencia republicana en el Congreso,
pretende devolver al Estado federal el
rol rector en la economía que tenía entre la Segunda Guerra Mundial y la década
de 1980. Sin embargo, las circunstancias han cambiado y el proyecto
afrontará obstáculos antes inexistentes. Como trascendió después de la cumbre
de Alaska, las mayores corporaciones
norteamericanas están sólidamente instaladas en China y no piensan abandonar
ese mercado. Es difícil, por lo tanto, que a corto plazo vuelvan a invertir
en el mercado doméstico. Por otra parte, la reforma ecológica conlleva el cierre y abandono de la explotación
hidrocarburífera dentro de EE.UU., un giro que produciría la pérdida de
cientos de miles de puestos de trabajo. Asimismo, la (necesaria) ampliación de
la base electoral mediante las reformas que está impulsando Biden va a chocar
con la oposición de la “América profunda”, blanca, anglosajona y protestante.
Finalmente, hay que considerar la innegable mala salud del presidente. Joe Biden muestra inocultables signos de
deterioro cognitivo que muchos observadores adjudican a un avanzado Alzheimer.
De hecho, ya hoy el gobierno está desempeñado por un conjunto de consejos y
órganos asesores mal coordinados en la cúspide. Pero, si el mandatario debe ser
remplazado por Kamala Harris, será difícil evitar un cimbronazo constitucional
que, en épocas de transición, pueden hacer que EE.UU. retroceda aún más en la
competencia entre bloques.
En la segunda mitad de marzo ha
quedado dibujado el mapa mundial de esta década y resta poco espacio para
terceras opciones. Las transiciones hacia nuevos sistemas económicos y sociales
serán conflictivas y pondrán más presión a la disponibilidad de recursos
escasos. Los consecuentes cambios sociales y culturales amenazarán privilegios
y cotos corporativos. Sin embargo, el mayor peligro puede provenir de
ideologías universalistas que pretenden imponer como únicas válidas soluciones
particulares. En el mundo de los años 20
primará el conflicto y no la paz.