Daniel Brión, Presidente del Instituto por la Memoria del
Pueblo
Darcy Ribeiro nació el 26 de octubre de 1922, en Montes
Claros, Minas Gerais y falleció un 17 de febrero de 1997, en Basilia, DF,
Brasil. Tenia 75 años en su paso al Comando Celestial, un tiempo demasiado
corto para tanta vida.
Fue
antropólogo (decía que sus mejores tiempos fueron los pasados entre indígenas
en la Amazonia), profesor, autor de ensayos polémicos, novelista, militante,
vicegobernador de Río de Janeiro, donde creó un sistema de educación pública en
régimen de tiempo completo. Antes del golpe militar de 1964 que instauró la
dictadura que lo detuvo y luego lo exilió, fue jefe de Gabinete, creó –junto a
un equipo especialmente brillante de su generación– la Universidad de Brasilia
y fue su rector. Durante su largo exilio peregrinó por Uruguay, Chile,
Venezuela, Perú, Costa Rica, México. Asesoró a Salvador Allende en Santiago y a
Velasco Alvarado en Lima, fue consultor distinguido de la ONU. Murió siendo
senador de la República.
Decía que
era, en primer lugar, educador. Trató de entender el Brasil y revelarlo. Parte
de ese esfuerzo descomunal quedó registrado en su último libro, "El pueblo
brasileño", que originó una espléndida serie de diez documentales
exhibidos por la televisión brasileña, Los brasileños, dirigidos por Isa
Grinspum. Es, quizás, el más completo resumen de ese intento de entender los
mecanismos que por siglos impidieron a mi país de ser lo que podría ser.
También
trató de entender América latina. Era un preguntón insaciable, que disparaba
dudas a sus contemporáneos, a la historia, a sí mismo. Su obra sobre el
continente –Las Américas y la civilización y El dilema de América Latina son
referencias desde hace décadas– ayudó a formar generaciones en nuestros países.
Fue el más latinoamericano de los
intelectuales brasileños, su libro "América Latina: la Patria Grande"
son textos escritos entre mediados de los años ’70 y principios de los ’80 del
siglo pasado. Tiempos de torbellino, cuando la inmensa mayoría de nuestros
países se sofocaba bajo dictaduras de mayor o menor ferocidad, otros padecían
el tormento de guerras civiles genocidas y unos pocos, como islas aisladas,
vivían tiempos de presionada democracia. Lo más impresionante de ese pequeño
volumen es que, después de décadas y a pesar del natural desfase de algunos
datos, sigue siendo el testimonio visionario de ese ardoroso defensor de la
inexistencia de lo imposible, perseguir respuestas, anticipase en sus preguntas
lo que ocurriría en nuestras comarcas y al mismo tiempo exigir los cambios que
no alcanzó a ver. La esencia de su contenido permanece como inalterada por la
urgencia de sus reclamos.
Defendió
con tenacidad juvenil que el futuro de nuestras gentes está inevitablemente
vinculado con asumir nuestra identidad a la vez una y diversa. Que hacemos
parte de una determinada realidad, y que son mucho más nuestros puntos de
convergencia que de divergencia. Que, separados, no seremos nada, en sus
tiempos eran palabras peregrinas de quien no creía en lo imposible.
Insistió,
hasta el final, en creer en la necesidad urgente y perenne de cambios profundos
en la región, para que alguna vez nos sea posible ser lo que podemos ser, y no
lo que quieren que seamos. Algo parecido a los procesos que algunos de nuestros
países viven, atendiendo a sus demandas iracundas.
Fue un
hombre de pasiones incendiadas, y el sueño de la Patria Grande fue pasión
permanente, alguna vez dijo: “En América latina seremos todos resignados o
indignados. Y no me resignaré nunca”.
Cumplió.
Hay que merecer esa indignación, esa memoria.
Vaya por él este homenaje y recordación, dijo San Martín:
"todos los revolucionarios del mundo somos hermanos..."