POR TEODORO BOOT
Por más que el manejo de las
redes sociales y el dominio de las técnicas de manipulación puedan hacer creer
que impera en el país una derecha “moderna” y endiablada, debemos convenir en
que la modernización que impulsa el
actual gobierno es, por llamarla de algún modo, rara, en tanto consiste en
retroceder, según los casos, entre 20 y 150 años.
Parece ser que la diferencia
con regímenes anteriores de similar orientación sería la “posverdad”.
¿Es así o lo moderno es el
eufemismo por lo que siempre se conoció como mentira, falsedad o propaganda
política? ¿No serían acaso un ejemplo de
“posverdad” las Tablas de sangre que hace unos 170 años confeccionó Rivera
Indarte, a pedido de la casa Lafont?
A penique por muerto, Rivera
Indarte consiguió endilgar a Juan Manuel de Rosas 480 muertos –muchos de los
cuales habían fallecido por causas naturales, y hasta culparlo de los
asesinatos de los gobernadores Heredia y Villafañe, con los que era evidente
que Rosas no había tenido nada que ver–, muertos por los que cobró 480
peniques. Es decir, dos libras. Fueron vanos sus intentos por aumentar la
remuneración pretendiendo hacer culpable al gobernador bonaerense de los 22.560
muertos que, a su entender, habían dejado las guerras civiles desde 1829 en
adelante. La Casa Fafont se negó a reconocer esa cantidad que, dicho sea de
paso, la mayoría de los historiadores calculan en la mitad.
El trabajo de Rivera Indarte
incluye un ensayo titulado “Es acción santa matar a Rosas”, a quien también
acusa malversación de fondos públicos, defraudación fiscal, tener numerosas
amantes, desentenderse de su esposa durante su agonía, insultar a su madre y,
entre otras lindezas, sostener relaciones incestuosas con su hija Manuelita.
Aunque a veces resulte difícil creerlo, las Tablas de sangre de este
antecesor de Alfredo Leuco fueron durante más de un siglo la fuente más
utilizaba para condenar históricamente a Juan Manuel de Rosas y a su gobierno.
Exceptuando lo del incesto,
esos mismos actos, así como la acusación de instaurar un sistema de corrupción
generalizada o de mecer en sus rodillas a las noveles maestras normales antes
de darles un nombramiento, el diario Crítica endilgaba a Hipólito Yrigoyen.
Las “posverdades” de Crítica, La Fronda y la casi totalidad de los medios de
prensa, junto a los efectos de la crisis internacional de 1929 (unánimemente
atribuidos a la supuesta corrupción de los radicales), fueron suficientes para
que, a dos años de haber sido plebiscitado por una mayoría abrumadora de votos,
Yrigoyen fuera desalojado del gobierno mediante un golpe planeado por los
grandes propietarios rurales y las multinacionales petroleras, protagonizado
por los cadetes del colegio militar y celebrado por miles de simpatizantes
debidamente adoctrinados por los mass media de entonces.
Pero la posverdad, por lo
menos las posverdades de antes, no pueden con la realidad y apenas tres años
después, los restos del viejo líder radical fueron despedidos por una
acongojada multitud que ocupó las calles y pasó su ataúd de mano en mano,
llevándolo a pulso hasta el cementerio.
Comenzó entonces lo que hasta
no hace mucho podía considerarse el antecedente más remoto del gobierno de
Cambiemos. Si bien también aquel régimen casi inauguró el período con una
desaparición forzada –la del joven
Joaquín Penina, detenido en Rosario por el “delito” de distribuir
propaganda opositora al gobierno– y se caracterizó por instaurar realmente ese
sistema de corrupción sistemática y organizada que se atribuía al yrigoyenismo
(ni en el hábito de endilgar a los demás las intenciones y crímenes propios son
innovadores nuestros actuales modernos), no puede negarse a Raúl Prebisch y Federico Pinedo una
solvencia técnica que los economistas del Pro no han conseguido demostrar, al
menos hasta ahora ningún senador opositor ha sido asesinado por un
guardaespaldas del ministro de Agricultura y Ganadería y todavía el gobierno no
reinstauró el fraude, aunque no pierde las esperanzas. Y eso sí, siempre, desde
un primer momento, desde que en 1930 la Corte Suprema “legalizó” los actos de
los gobiernos de facto, ese, el actual y todos los regímenes reaccionarios
contaron con la activa colaboración de un Poder Judicial que, en aquella
oportunidad negó dos pedidos de hábeas corpus por Joaquín Penina, sacado de
prisión y desaparecido tras ser fusilado por la policía en las barrancas del
río Paraná.
A poco que uno escarba puede
fácilmente ver que hay poco de novedoso en la casi exacta réplica de aquellos
viejos crímenes.
¿Tiene, a esta altura, algún sentido recordar hasta qué punto la
“posverdad” se ensañó con Juan Domingo Perón y su gobierno?. Se dijeron de
ellos aún peores cosas que de Yrigoyen, y, además de proscribirlo y haber
intentado asesinarlo en varias oportunidades, se lo acusó, procesó y condenó
por asociación ilícita y traición a la patria.
Pero Perón no se conformaba
con acunar en sus rodillas a las normalistas recién recibidas: se abocaba día y
noche a escandalosos negociados, asesinaba a su cuñado, espiaba a las
estudiantes de la UES en la quinta de Olivos, fotografiaba con una misteriosa
cámara de rayos equis nada menos que a Gina Lollobrigida y trasegaba fluidos
sexuales tanto con el campeón mundial de los semipesados, el enorme
afroamericano Archie Moore, como con la no menos afroamericana, aunque más
bella, Josephine Baker.
Durante décadas (y aún hoy, si
se apura a algunos recalcitrantes) millones de personas dieron esas denuncias
por ciertas.
¿Puede haber mayor posverdad que el “informe Prebisch” que, al mejor
estilo Rivera Indarte, creó una crisis económica inexistente y justificó la
apertura de las importaciones, el despido de una enorme cantidad de empleados
públicos, la eliminación de subsidios, el aumento de las tarifas y la reducción
de los salarios?
Millones de personas creyeron
que –aun contradiciendo en forma flagrante el mucho más solvente informe sobre
el estado de la economía argentina que pocos meses antes había elaborado para
la Cepal– Raúl Prebisch decía la verdad.
La “posverdad” siempre dio
para todo, desde un plan económico que en 1956 proponía regresar a 1933 hasta
el “moderno” desarrollismo, a cuyo innovador impulso se comenzaron a reemplazar
ferrocarriles por camiones y a vehículos impulsados a energía limpia renovable
(tranvías, trolebuses) por los que funcionan en base a los perecederos y
contaminantes derivados del petróleo.
La derecha siempre fue así de moderna en nuestro país.
Hay cientos de ejemplos de
modernidades y posverdades en la historia –para algunos, muy reciente y para
otros, remota–, desde el golpe de estado
de 1976, cuya principal excusa fue –aunque cueste creerlo– la corrupción de
funcionarios, políticos y sindicalistas, cuyo emblema, al estilo de las
bolsas del señor López, era un cheque indebido y mal confeccionado de la
Cruzada de la Solidaridad que presidía la viuda de Perón
Desde el desplazamiento de
José Ber Gelbard –momento en que la distribución de ingresos registraba el más
alto porcentaje para los asalariados de la historia argentina–, el gobierno de
Isabel Perón, acosado por el poder económico y la violencia política, parecía
haber perdido el rumbo, pero era ciertamente extraño que “la ciudadanía”
reclamara la intervención militar a apenas seis meses de la fecha establecida
para realizar las elecciones presidenciales.
Los grandes medios de prensa
de alinearon con el poder económico que,
un año antes, había elaborado, en las oficinas de José Alfredo Martínez de Hoz,
un plan económico alternativo y, sorprendentemente, se había vuelto imperioso
acabar con la corrupción gubernamental del modo más expeditivo: acabando
directamente con el gobierno.
Era inútil explicar qué había
detrás de esa urgencia. Para quien quisiera, sería posible saberlo muy pocos
días después, pero durante años, hasta el previsible colapso del plan económico
de 1981 y el mucho más previsible desenlace de la guerra de Malvinas, la
“sociedad” se sintió más cómoda con la posverdad revelada que con la verdad de
la milanesa.
Ésta la dio a conocer, a tan
sólo quince días del golpe, el extraordinario periodista que fue Rodolfo Terragno en su revista Cuestionario.
La revelación de los vínculos que unían al gabinete económico con las grandes
empresas nacionales y trasnacionales en litigio con el Estado fue suficiente
para que Terragno debiera curarse en salud y marchar al exilio.
Lo que sucedió después es
conocido: exactamente lo que ocurrió durante la década del 90 y lo mismo que
ocurrirá ahora, en base a la aquiescencia, la confusión o la indiferencia de un
número significativo de personas adormecidas por la repetición incesante de
“posverdades”.
Así de moderna es la moderna
derecha argentina en su incesante apelación a los mismos argumentos, la
reiteración de las mismas recetas y la obtención de los mismos previsibles
resultados.
¿Qué hay de “moderno” en todo esto?
No el manejo de los medios, las campañas de difamación, la manipulación
del sentimiento de inseguridad pública, la cooptación del poder judicial, la
coacción policial, la autodeterminación de las fuerzas de seguridad, la censura
de las opiniones diferentes, la represión de las manifestaciones opositoras. No
hay nada de moderno en recursos tan remanidos, usados y abusados.
Modernos fueron en su momento –y aun lo serían, lo que da una idea del
grado de atraso y anquilosamiento del debate público en nuestro país– el
ministro de Hacienda de la Confederación Mariano Fragueiro, que promovía el
control estatal del crédito, Alberto Magnasco y sus escuelas de oficios, o en 1875,
Carlos Pellegrini, Vicente Fidel López, Rufino Varela, los hermanos José y
Rafael Hernández, que alentaron la protección aduanera a las primeras
industrias. Y hasta la Sociedad Rural, que por esa misma época impulsó la
instalación de una fábrica de paños de 19 telares mecánicos accionados por una
máquina de vapor y atendidos por sesenta operarios. A pesar de que muchos
jóvenes jailaifes –como el mencionado Pellegrini– exhibían orgullosos sus
trajes confeccionados con tejidos nacionales, privada de fomento y protección
aduanera, la fábrica no pudo competir con los productos de importación.
La creación del mercado
mundial de granos, el refinamiento de la ganadería, el desarrollo de la
industria frigorífica, la presión política, comercial y financiera británica y
la dependencia cultural de la clase dirigente hicieron que pronto la visión
proteccionista inspirada en el ejemplo estadounidense pasara a ser recordada
como una suerte de travesura juvenil de algunos aristócratas.
Y como para completar el
círculo, tampoco los industriales brillaron por su perspicacia y en vez de
entender que su principal escollo estaba en el crédito caro y una legislación
delirante que gravaba la elaboración del hierro al tiempo que eximía de
aranceles la importación de productos elaborados en base a él, vio su principal
enemigo en una incipiente clase obrera que luchaba por los más elementales
derechos laborales. Fue así como en 1881
el Club Industrial se sublevó contra el intendente de la Capital Federal, quien
había decidido actualizar la ordenanza que prohibía el trabajo en fin de semana
de obreros y jornaleros.
La huelga decretada tras el
despido de tres operarios de una fábrica de cigarros, uno de los cuales era a
su vez delegado ante la Sociedad Unión de Cigarreros, fue el toque de alarma.
La clase dirigente, que había derrotado y casi exterminado a las tribus
indígenas con la “Campaña del desierto”, tenía ahora un nuevo enemigo: los
anarquistas, mayoritarios entre los activistas obreros.
Indios, anarquistas y derechos
laborales, los mismos enemigos del orden y la civilización que señala la
moderna derecha modelo 2015.
¿Qué se puede decir?
Que atrasan demasiado como para tomarlos en serio.