Eric Calcagno
22 de junio de 2020
Una acción de gobierno, cuyo objetivo
es el rescate de la empresa Vicentín, y cuyo instrumento es un Decreto de
Necesidad y Urgencia, se ha visto frenado por una medida judicial. No es la
primera vez que sucede. Para entender de qué se trata, proponemos la siguiente
reflexión, inspirada en el “Manual del Estado” que publicamos hace un tiempo.
1. EL
MARCO GENERAL
Con la perspectiva que analizamos,
consideramos que la Constitución define una estructura institucionalizada de
poder social; [1] por eso, lo habitual es que los jueces desempeñen en las actuales circunstancias de la Argentina,
una tarea que busca conservar el orden establecido.
Así, en las sociedades capitalistas –y
en especial bajo regímenes neoliberales– es frecuente que resulten guardianes
de la propiedad privada, antes que custodios de los derechos ciudadanos. Este
sesgo se vuelve aún más evidente durante los regímenes militares.
Esta característica sobresale en el
campo económico, donde la alta institución judicial ha sido un obstáculo para
políticas reformistas o pasibles de afectar la estructura de poder establecida.
Tal
comportamiento puede ser explicado tanto por la convergencia entre la
personalidad y origen social de los jueces, como por el poder del establishment
económico.
Por lo general, los jueces tienen como
eje teórico el derecho civil, que custodia el derecho de propiedad. El famoso
juez Felix Frankfurter, de la Suprema
Corte de Estados Unidos, advertía que “debemos cuidarnos de no llenar la
amplitud de las normas constitucionales con puras nociones de derecho
privado”.[2]
Un ejemplo clásico de esta orientación
conservadora fueron las declaraciones de inconstitucionalidad de la Suprema
Corte de Estados Unidos a varias leyes sancionadas por el Congreso como parte
del “New Deal” del Presidente Roosevelt
(1933-1945).
El problema se solucionó cuando dejó
de ser un tema judicial y se transformó en político: en 1936 el Colegio
Electoral lo reeligió presidente por 523 votos contra 8. La Suprema Corte
cambió la jurisprudencia, y al poco tiempo, la renovación normal por renuncias
y fallecimientos, le otorgó la mayoría a partidarios del “New Deal”.
Esta tradicional actitud de los jueces ya había sido descalificada dos
siglos antes en los Estados Unidos por Thomas Jefferson, quien afirmaba que
“la independencia de los jueces con respecto al monarca o al poder ejecutivo es
una buena cosa; pero la independencia de los jueces respecto de la voluntad de
la Nación es una incongruencia de la forma republicana”.
En otro texto agregaba: “considerar a los jueces como los árbitros
finales de todas las cuestiones de orden constitucional es una decisión
peligrosa que puede colocarnos bajo el despotismo de una oligarquía”.[3]
La historia está plagada de estos
enfrentamientos entre el poder judicial y gobiernos reformadores. Por supuesto,
hablamos de un problema de la democracia, ya que los gobiernos revolucionarios
o autoritarios, de modo más directo, sustituyen a los jueces del antiguo
régimen o dictan medidas obligatorias.
Federico
II de Prusia, por ejemplo, prohibió en 1780 las interpretaciones que
contradijeran el sentido literal de las leyes. Durante la revolución francesa, los decretos del 24 y
26 de agosto de 1790 impidieron la interpretación judicial de las leyes y
resolvieron que las cuestiones dudosas debía resolverlas el poder legislativo: Robespierre sostuvo que “la afirmación de
que los tribunales crean la ley debe desterrarse de nuestro lenguaje”.[4]
Lejos de representar la imagen de
Moisés que baja del Monte Sinaí con las leyes escritas por Dios (mientras otros
adoraban al becerro de oro, inaugurando también una cierta costumbre), en una perspectiva realista, la justicia
realmente existente debe ser considerada como la administración de justicia;
pues la justicia es un valor, y la administración de la justicia es una función
de gobierno.
De lo contrario estaríamos en una
situación donde una parte adopta las características del todo, gracias a su
influencia en las relaciones de fuerza. Del mismo modo cuando la administración
de justicia adopta las formas de la justicia misma, asistimos al éxito de otra
operación simbólica –confundir valor con función– que redunda en un mayor peso
específico en la dinámica política.
A veces algunos estratos judiciales
parecen más preocupados por encarnar la Justicia como valor, como modo de
fundamentar sus actos, antes que por la administración de justicia, cuya
función es dirimir las controversias y conflictos propios de cada sociedad,
acorde con la legislación vigente.
Este comportamiento denota una
participación plena en las relaciones de
fuerza que tensan (y explican) la dinámica política. En términos
futbolísticos, lo que el establishment no puede conseguir en la cancha, trata
de obtenerlo en los escritorios. Es lo que pasa con el caso Vicentín, y encima
no es nuevo.
El llamado “gobierno de los jueces” parece ocupar el lugar del
gobierno mismo, cuando las decisiones emanadas de las instituciones
democráticas no placen a los intereses de determinados sectores. Es lo que
llamamos “la judicialización de la
política”.
Esta
actitud ya fue condenada por la Corte Suprema hace más de medio siglo: “(...) el ejercicio incontrolado de
la función judicial, toda vez que irrumpe en el ámbito de las atribuciones
reservadas a los demás poderes, constituye una anomalía constitucional y
axiológica, caracterizable como pretensión de gobierno de los jueces, según la
peyorativa expresión acuñada por la doctrina francesa” (Fallos, año 1965, t.
263, pág. 267).
Esa doctrina citada por la Corte
Suprema afirma que si el poder judicial
deviene en un órgano de supervisión de lo legislativo y ejecutivo, queda
transformada la naturaleza misma de la Constitución, porque a las
constituciones rígidas elaboradas por convenciones o asambleas constituyentes,
las sustituyen constituciones judiciales, de una extrema flexibilidad, que
incorporan elementos nuevos por el juego de litigios constitucionales. [5]
2.
LA CAUTELOCRACIA
Para esos fines, algunos jueces
utilizan los recursos de amparo y de
inconstitucionalidad; como su argumentación es débil, recurren a medidas
precautorias, que frenan la ejecución de actos de gobierno, sin entrar al fondo
de la cuestión.
Así, un juez de primera instancia de cualquier jurisdicción puede impedir actos
importantes del Poder Ejecutivo o Legislativo, con inconstitucionalidades que
después de un tiempo son revocadas; pero ese tiempo puede ser largo;
entonces ya se ha logrado el objetivo, que era trabar una acción del gobierno o
la aplicación de una ley.
Estas medidas cautelares aparecen en
principio como actos menores, pero con gran trascendencia política. Es un claro
ejemplo de una forma degradada del gobierno de los jueces. Así lo declaró la
Corte Suprema de Justicia de la Nación en la sentencia referida.
Ya
no impugnan con sus fallos a ciertos actos de los otros poderes. Ahora son
medidas cautelares que paralizan importantes actos del Poder Ejecutivo o
Legislativo. Estamos
en presencia de una mini-forma de gobierno, que en la terminología de
Aristóteles constituiría una subespecie instrumental de la oligarquía.
Por definición sólo se ocupa de las
formas y no encara el fondo de los problemas; su único propósito consiste en
impedir –o al menos retardar– actos de gobierno. El pronunciamiento judicial sobre la expropiación de Vicentín va en ese
sentido.
Es un caso que podemos señalar como
paradigma: no se trata de una cautelar
en sentido estricto, pero bajo la apariencia de “medida autosatisfactoria”
logra los mismos objetivos. En los hechos, interfiere con una decisión política
de un poder electo: más “gobierno de los jueces” imposible.
Este procedimiento tiene varias
ventajas para quienes lo practican. En primer lugar, estas medidas cautelares
son adoptadas sin que el Poder Ejecutivo o Legislativo puedan intervenir, ya
que no corresponde darle vista de las actuaciones. Segundo, una vez que se retarda todo lo que se puede en primera
instancia, pasa a la Cámara de Apelaciones, que puede demorarla meses; por
último, la Corte Suprema puede expedirse en plazos aún más extensos.
De este modo, queda suspendida en todo
el territorio nacional, y por tiempo indefinido, la ejecución de leyes
aprobadas por el Congreso, así como decretos y resoluciones del Poder
Ejecutivo, con base en la sola voluntad de cualquier juez de no importa qué
jurisdicción. En el fondo es un arte menor, pero tiene una importante capacidad
de daño.
Aplicada de modo permanente, esta modalidad de la “cautelocracia” no le
hace bien a la administración de la justicia, que tal vez tenga cosas más
propias de las que ocuparse, y es un modo de intervenir en la dinámica política
de hecho, y, paradójicamente, no de derecho.
3.
ELEMENTOS DE AUTOCRÍTICA, PROPUESTAS PARA LA ACCIÓN.
También corresponde esbozar algunas
líneas de autocrítica.
Los resultados de la Resolución 125, sobre retenciones
móviles, debieron dejar algunas enseñanzas. Si bien la idea fue interesante,
eso que el porcentaje sobre las retenciones variase a la suba si los precios
aumentaban o a la baja si los precios disminuían, fue una iniciativa
interesante.
El asunto fue fijar el porcentaje
demasiado alto en la cima de los precios, no porque estuviese errado, sino
porque las condiciones políticas y sociales no habilitaban tal profundidad de
la reforma. Lenin, alguien que sabía más de
revoluciones que de reformas, hablaba de avanzar dos pasos y retroceder
uno. El planteo fue más bien el de avanzar tres pasos o nada, y al final no
resultó. Es decir: tres pasos para atrás. Otra derrota, que costó esfuerzo y
gestión, y que terminó en nada.
Por cierto, la exitosa salida de la crisis del 2001, que comenzó con la Presidencia
de Duhalde y siguió con más vigor con Néstor Kirchner. El afianzamiento del
nuevo modelo, de características peronistas clásicas, debía consolidarse con
las presidencias de Cristina.
Pero no sólo la Resolución 125 terminó
con un voto “no positivo”. La Ley de
Medios, que fue aprobada por ambas cámaras legislativas, sufrió tantas
cautelares judiciales que jamás llegó a ser aplicada en totalidad; la reforma
de la justicia de 2013 –que preveía circunscribir las cautelares a la vida y
libertad de la personas, mas no en cuestiones comerciales- al final encontró
declaraciones de inconstitucionalidad de la Corte Suprema.
Tampoco fueron revisados los Tratados Bilaterales de Inversión, que mutilan de
manera severa y contundente la soberanía nacional, habida cuenta que crea zonas
de derecho extranjero para resolver problemas argentinos. De este modo
cualquier empresa extranjera, o local con socios foráneos, puede actuar fuera
del derecho argentino, en base a un panel de “expertos” en el CIADI, del Banco
Mundial. Me responsabilizo por alguna iniciativa para derogarlos y sacarnos de
ahí, que no tuvo ningún eco en el Ministro de Justicia de la época.
Y así llegamos al centro del problema.
Tanto Perón en Argentina, y Roosevelt en
Estados Unidos, un decenio antes, lo primero que hicieron fue bregar por que la
Corte Suprema de cada país respectivo estuviese en consonancia con la Nación,
en el espíritu señalado por Thomas Jefferson. Aquí y ahora significa que la
Corte Suprema responde a la constitución real de la Argentina, al decir de
Ferdinand Lasalle, es decir a los factores de poder que buscan mantener un
orden no sólo obsoleto en las formas, injusto en el fondo, sino que además
ineficiente para el desarrollo. Eso sí, es bueno para evadir impuestos,
endeudar y fugar. No responden al espíritu de la Nación.
Si “volvimos mejores” es fundamental
volver más inteligentes. A menos de intentar repetir modos de hacer que, por
correctos que parezcan, no nos llevan a la victoria. Como dicen, usar una y
otra vez una metodología que no los resultados esperados, no mejorará con la
repetición. Y siempre cuesta gerenciar frustaciones.
Por ello, es importante recordar que
el nivel simbólico de las sociedades establece la legitimidad de los hechos.
Contamos con la legalidad, gracias al voto popular, pero las operaciones del
establishment son audaces y efectivas para mermar la legitimidad.
Durante el debate de la 125, por ejemplo, cuatro patronales rurales pasaron a ser
“el campo”, y “el campo” pasó a ser la Patria. Brillante operación simbólica.
No había nada del trabajo infantil, del trabajo en negro, del desmonte, del
glisfosato que empobrece la tierra y envenena familias, del desmonte. De la
cuestión sobre la agricultura familiar. Solo quedó eso que “Un gobierno
autoritario y populista atacaba aquellos que trabajan de sol a sol. Qué
malvados!”
Con el caso Vicentín, esos mismos populistas-que-quieren-convertirnos-en-Venezuela,
atacan a una empresa familiar de gringos trabajadores que sólo piden volver a
la actividad. ¿Cómo es que no fue prevista una amplia información sobre
Vicentín? ¿Sobre sus manejos financieros? ¿Sobre la sobrefacturación cuando
conviene y subfacturación cuando conviene? ¿Sobre los precios de transferencia?
¿Sobre las off-shore? Y ahí conseguir la legitimidad social del acto de
gobierno ANTES de su legalidad institucional, al menos si es que pretendemos
conseguir los objetivos.
Resulta fundamental construir una política de comunicación basada en la
argumentación y el convencimiento; nos sobran razones, es una lástima no
compartirlas a tiempo, ya que es hasta contraproducente. “Mandar es obligar,
conducir es persuadir y al hombre siempre es mejor persuadirle que obligarle”
señalaba Perón.
Al mismo tiempo “Mandar” nos pone en
una situación de infalibilidad que nunca es real. Para el peronismo, la verdad
política es siempre relativa, tanto como es fruto de una construcción
colectiva. Decir “esto es bueno”, de modo tajante, no conseguirá los resultados
deseados, no porque no sea conveniente para un determinado tiempo y lugar –la
realidad- sino porque lo enunciamos desde lo alto para lo bajo, como una
mandamiento revelado, que hasta puede demostrar soberbia, que es la peor
muestra de debilidad.
Desde el punto de vista discursivo,
decir “esto es bueno” sin explicar por qué, es plantear el argumento ad hominen
al revés: queda como “es bueno porque lo digo yo”. Sin una amplia y difundida
explicación, le hacemos flaco favor a los medios del establishment, que tendrán
el juego fácil para dar vuelta el argumento y achacar esa buena decisión –el
rescate de Vicentín- a las características psicológicas de los decisores
(electos), a la “voluntad de ser Venezuela”, al “ataque a la propiedad
privada”…
No importa la nula verosimilitud de
esas aseveraciones, sino que basta con repetir y machacar, para conformar los
prejuicios de los “republicanitas” locales, y activar el viejo fondo gorila
para revivir los reflejos opositores. Queda claro que movilizar sectores de
clase media que no tienen más tierra que en las macetas, más plata –si la hay-
que en el banco de la esquina, y que muchas veces ni siquiera son propietarios
para que salgan en defensa del modo de vida que ellos no tienen pero aspiran.
Está claro que hacer actuar a personas
en contra de sus intereses objetivos es la indeleble marca de la hegemonía. Que
no está, por cierto, del lado nacional y popular.
Porque una vez que el conflicto queda
planteado sin previa preparación (la construcción de la legitimidad de la
acción de gobierno), podremos hacer declaraciones, actos e incluso brindar
información. Demasiado tarde. Encararemos
la negociación en base a “buenos/malos”, y eso no sirve para ganar. ¿Será
épico? Será inútil. La verdadera épica consiste en alcanzar los resultados
deseados.
En el momento de escribir estas
líneas, el Gobernador de la Provincia de Santa Fé, el Compañero Omar Perotti, propone un camino alternativo, a través de la
actuación de la Inspección General de Personas Jurídicas (IGPJ). De este
modo quedarían excluidos los actuales CEOs de Vicentín, en la perspectiva de constituir una empresa mixta
con mayoría del Estado y participación de la Provincia de Santa Fé, además de
cooperativas. Cuenta con el apoyo del Presidente Alberto Fernández.
En este caso, pasaríamos de una
estrategia directa, la expropiación, a una estrategia de aproximación
indirecta, la empresa mixta. Es una propuesta correcta, que nos alienta a leer
a Basil Liddell-Hart [6].
En todos los casos, creemos que en la
actual etapa del gobierno nacional, resultan urgentes algunas medias previas,
mientras tengamos margen de maniobra para llevarlas a cabo.
Lo primero es restablecer el orden
efectivo en la consecución de los objetivos: hay que convencer y luego hay que
actuar, y no al revés. Es la cuestión legítima primero y la legal después. Ahí
de poco sirven los esquemas verticales, sino que hay que aprovechar la
capilaridad típica del peronismo para persuadir.
Alberto Fernández, nuestro Presidente,
explica muy bien los problemas y el camino a seguir, ya se trate del
Coronavirus, de la deuda o de Vicentín. Reivindica a los Profesores
Universitarios, ya que la política a veces también es docencia (con o sin
filminas!). Pero no puede ser el único. Persuadir
es comunicar, y la comunicación es un divino tesoro. Por un hacedor, cien
predicadores…
En segundo lugar, es precisa una nueva
composición de la Corte Suprema. Con PARIDAD DE GENERO, con una plaza por
Provincia, dividida en salas, de modo tal que pueda atender los infinitos
requerimientos que demanda la ciudadanía a la administración de justicia.
En tercer lugar, cualquier intento de
reforma será vano si no se restablece el artículo 5º del Código Civil de Vélez
Sarfield, abolido durante el gobierno de facto de Onganía. Medidas como la de
Vicentín deben tener, en el anteúltimo artículo (antes del de forma), esa
característica. Ese artículo especifica que “nadie tiene derechos
irrevocablemente adquiridos frente a una ley de orden público”. Y que se decida
por votación.
Funcionó para Sarmiento y para Perón.
Funcionará para nosotros. ¡Peronistas, a las cosas!
Extraído de ERICCALCAGNO.COM.AR
[1]Véanse Ferdinand Lassalle, op. cit.; y Arturo E. Sampay, Constitución
y pueblo, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973.
[2]Caso Haley vs. Ohio, 1948, 332 US 696.
[3]Véase S.K. Padover (comp.), Thomas Jefferson on democracy, New
American Library, Nueva York, 1946, pág. 64, citado por Julio Oyhanarte, Poder
político y cambio estructural en la Argentina, Paidós, Buenos Aires, 1969, p.
63.
[4]Véase Franz Neumann, El Estado democrático
y el Estado autoritario, Buenos Aires, Paidós, 1968 (primera edición en 1957),
pp. 43 y 44.
[5]Véase Edouard Lambert, Le gouvernement des
juges et la lutte contre la législation sociale aux Etats-Unis, Giard, Paris,
1921.En este libro se plantea por primera vez el problema del “gobierno de los
jueces”.
[6]
Véase Strategy, second revisted edition, Faber and Faber, London, 1967. En
castellano: Estrategia, Arzalia Ediciones, Madrid, 2019.