GORKA
LARRABEITI
5 DE NOVIEMBRE DE 2018
“El mundo está sordo”, dice Francisco mirando
a los ojos del espectador al comenzar el documental de Wim Wenders El papa
Francisco: un hombre de palabra. Las críticas a la película han sido pocas y
casi todas ellas la despachan como lo que evidentemente es: un encargo del
Vaticano. “Hagiográfica”, “homilía”, “embedded”, “pura propaganda católica”.
Pocas críticas, pues, y entre esas pocas, aún más escasas las que recogen el
contenido del discurso de Francisco.
¿Qué se ha
hecho de la voz de Francisco que apenas se oye? ¿Qué ángel o qué demonio ha
pasado para que su voz no se oiga tanto como antes? ¿Cómo un hombre que comenzó
despertando tanto interés incluso en círculos no católicos ahora no consigue
que su palabra supere la barrera del ruido que le rodea? Jamás ha habido un Papa que hable tanto. Jamás uno al que se le haya
hecho tanto oídos sordos.
Para un anticlerical fervoroso, nada resulta
más fácil que criticar a un Papa. Ese catecismo se lo sabe de memoria todo
cristo: el Papa es la cabeza de una retrógrada monarquía electiva anclada en
textos intocables que imponen una visión homófoba, patriarcal, etc. Siguiendo
con los dogmas anticlericales, Francisco sería un falso revolucionario.
Primero: porque ha fracasado en la reforma financiera así como en la de la
Curia. Segundo: porque, pese a ese eficaz eslogan de “tolerancia cero”, no solo
no ha terminado con los casos de pedofilia sino que durante su pontificado
asistimos a un auténtico boom de casos y, ni ha modificado las leyes vaticanas
para combatir este problema, ni parece dispuesto a hacerlo. Tercero: en
materias no tratables como el aborto, persiste la bestial visión dogmática de
siempre (“Abortar es como contratar un sicario”, soltó hace poco). Cuarto:
continúan los privilegios económicos de la Iglesia, o dicho de otro modo, en
los costes no se ve ni asomo de la prometida iglesia de los pobres. Quinto: ese
supuestamente revolucionario discurso económico forma desde siempre parte de la
doctrina social de la Iglesia, conque nada nuevo bajo el sol. En suma: porque
Francisco – sigo aquí a Marco Marzano en su artículo “La costruzione della star
‘Francesco’”, Micromega 4/2018 – no sería sino un producto coral, una operación
exitosa en la que han intervenido cuatro actores; a saber: la dirigencia
católica romana, la prensa hambrienta de celebridades, la ceguera
catoprogresista y los camaradas fulgurados y genuflexos ante Francisco. O sea:
nada ha cambiado con él y la Iglesia sigue tan inmóvil como siempre. Amén.
Pues bien:
confieso que, aun siendo uno de esos anticlericales fervorosos por obra y
gracia de mi formación en los agustinos y los jesuitas, me he sentido en muchas
ocasiones –mea grandissima colpa– fulgurado por Francisco. Y, aunque
Quintiliano avise de que resulta más difícil defender que acusar, considero un
deber romper el silencio en favor del Papa, ya que nos unen muchos principios
básicos que veremos más adelante, pero también una urgencia: no cesan desde el cambio de gobierno en los
EE.UU. los ataques contra Francisco. En noviembre de 2016, una semana
después de la victoria electoral de Trump, cuatro cardenales ultraconservadores
(el estadounidense Burke, el italiano Caffarra, los alemanes Brandmüller y
Meisner) hicieron públicas cuatro preguntas (dubia) que habían formulado en
privado a Francisco relativas a la exhortación apostólica Amoris Laetitia. En
febrero de 2017, con nocturnidad y alevosía, alguna mano oscura pega pasquines
con una foto que retrata a un Bergoglio muy morrudo. Rezaban los carteles
(traducción mía): "Hey, Pancho, has intervenido congregaciones, quitado a
sacerdotes, decapitado la Orden de Malta y a los Franciscanos de la Inmaculada,
has ignorado a los cardenales… ¿dónde está tu misericordia?”. Especialmente
escandaloso por la puntualidad y gravedad ha sido el caso McCarrick. Justo en pleno viaje a Irlanda, escenario de
muchísimos casos de abusos y desapariciones de niños en instituciones
religiosas, el exnuncio apostólico en Estados Unidos, Carlo María Viganò,
publica con estruendo mediático un documento de 11 páginas acusando
personalmente a Francisco de haber cancelado sanciones existentes contra el
arzobispo McCarrick. En ese documento, el exnuncio llega a solicitar – nos
valga Dios – la dimisión de Bergoglio. Y aunque ya se han desmentido desde el
Vaticano las acusaciones de Viganò, pareciera como si algo de la calumnia
hubiera quedado, como si Bergoglio no fuera sino otro encubridor más porque es
que todos los curas son iguales, mal que Francisco haya denunciado sin cesar y
sin pelos en la lengua esos “crímenes”. Pero no, no caigamos en la tentación
sabrosa de las polvaredas mediáticas. Una cortina de humo tan bien urdida
apunta a otro objetivo: enterrar la
doctrina de un Papa despiadado con el capitalismo, tolerante con islam,
sensible y sensato ante la cuestión migratoria.
Es verdad que
las críticas al capitalismo están en las
encíclicas Rerum novarumde León XIII, Quadragesimo anno de Pío XI, Mater et
magistra y Pacem in terris de Juan XXIII, Populorum progressio de Paolo VI,
Centesimus annus de Juan Pablo II o Caritas in veritate de Benedicto XVI.
Sin embargo, no se podrá negar que Francisco ha sido infinitamente más
explícito y tajante en sus críticas al capitalismo que nos gobierna. En 1967 Pablo VI parecía un profeta
implacable y fue poco comprendido. Tuvo muchas frases lapidarias: “la
desigualdad crece”, “la cuestión social ha tomado una dimensión mundial”, “todo
crecimiento es ambivalente”, “la regla del libre cambio no puede seguir
rigiendo ella sola las relaciones internacionales”, “el mundo está enfermo”. En
2013 también Ratzinger critica el
“capitalismo desenfrenado”. Pero las
acusaciones de Francisco son otra
cosa. Algunas se recuerdan fácil por breves y eficaces. Me refiero, por
ejemplo, a la sencilla fórmula de las tres tes –Tierra, Techo, Trabajo–, las
críticas a la “cultura del descarte y los sobrantes” o a la “globalización de
la indiferencia”. Otras dos de sus críticas son insuperables, letales: “Esta
economía mata”; “¿Quién gobierna entonces? El dinero […] Ese sistema es
terrorista”.
A Francisco
nos une, desde luego, la idea de una ecología
integral, es decir, ambiental, económica, social, cultural, cotidiana.
Concedámosle el mérito de haber escrito una entera encíclica (Laudato si’)
“sobre el cuidado de la casa común”. También nos une su visión orwelliana de la
barbarie actual: “La guerra es una
locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer destruyendo!; “quizás se puede hablar de una tercera guerra
combatida «por partes»”; “el día en el que las empresas de armas financien
hospitales para curar a los niños mutilados por sus bombas, el sistema habrá
llegado a su culmen”. Nos resultan bien cabales sus propuestas contra el
consumismo: “Un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana
presión sobre los que tienen poder político, económico y social…. Ello nos
recuerda la responsabilidad social de los consumidores. ‘Comprar es siempre un
acto moral, y no sólo económico’”. Compartimos su preocupación por la calidad
de la información, por el “pecado”
que se esconde tras los “abundantes eufemismos”, por la responsabilidad social
del periodismo como “instrumento de construcción y factor de bien común”.
Compartimos, asimismo, el imperativo de desobedecer las leyes que pongan en
peligro los bienes comunes. Y admiramos su aliento a los artistas, los cuales
estarían “llamados a dar a conocer la gratuidad de la belleza”. Olé, digo yo.
Palabrería
huera dicen quienes creen que hablando se hace poco. Con todo, habrá que
conceder al Soberano del Estado Vaticano el haber dicho cosas que sí que han
cambiado otras. ¿Es poco mérito de este papado haber desactivado inmediatamente
gracias a la exhortación Evangelii
gaudium el explosivo absolutismo teológico de la declaración Dominus Iesus de Ratzinger? ¿Hemos
olvidado ya la indignación global que causó – sin queriendo – aquel discurso de
Benedicto XVI en Ratisbona? ¿Cómo es que somos incapaces de calibrar bien el
papel trascendental de un Papa en materia de diálogo interreligioso habiendo
políticos que siguen fomentando ese maldito choque de civilizaciones que se
traduce siempre en guerras?
En materia de migración, no resulta
necesario extenderse. Francisco ha sido la voz clamando en el terremoto de
xenofobia y racismo que sacude el mundo. Ha hablado sin miedos en las visitas a
Lesbos y Lampedusa, ante el Parlamento Europeo, la ONU o el Congreso de EE.UU.
Su solidez contuvo las políticas líquidas de ciertos gobiernos europeos cuya
defensa de los derechos humanos se desparramaba en las fronteras. Se enfrentó
valiente, solo y en campo abierto, a Trump. Salvini, el que esgrime en los
mítines el rosario y el Evangelio, lo despreció como Papa precisamente por la
dichosa cuestión migratoria.
Está claro,
pues, que nos unen ciertos enemigos fuera de la Iglesia. También dentro. Un
alumno sacerdote me decía que Francisco
nos gusta a los laicos porque hacia fuera es especialmente blando, cuando, en
cambio, dentro es especialmente severo, tal y como le reprochaban en esos
pasquines antes citados. En la película de Wenders me reí en dos ocasiones. La
primera, con las jetas que se les pusieron a los cardenales de la Curia en el
famoso discurso de ¡felicitación! de la Navidad en que enumeró las trece
enfermedades que aquejaban a la Iglesia en cuanto cuerpo místico de Cristo; la
segunda, con el tronchante cochecito más propio “de Mr. Bean” que lució en el
opulento cortejo presidencial que le aguardaba en su visita a EE.UU.
Todas estas
cosas se las he contado a muchos amigos, todos ellos anticlericales fervorosos,
y siempre con el mismo resultado: pasan. También a un amigo dominico, quien,
sabedor de mi anticlericalismo, celebraba como una llamada del Espíritu Santo
mi interés en conversar con él sobre Francisco. No interesarse política, moral y socialmente por la Iglesia es tan
grave como desinteresarse de la opinión de los militares en tiempo de paz o de
guerra. Comentando el reciente principio de acuerdo entre China y el Vaticano,
mi amigo dominico me decía que son los dos únicos estados que cuentan con una
filosofía del espíritu potente detrás, lo que les permite pensar en un
horizonte temporal de 50 años. Ignoro si esa puede ser una de las razones que
explican la ceguera, desidia y pereza siempre presentes que abrigamos los
anticlericales ante toda cuestión vaticana y que revestimos con cómodos tapujos
críticos de quita y pon.
Pierpaolo Pasolini, uno al que
machacaron las fuerzas más retrógradas de la Iglesia y que, no obstante, dedicó
admirado a Juan XXIII su Evangelio según San Mateo, sostenía que “estar en
posiciones de continua agresión y ser titubeantes para empezar un diálogo con
las fuerzas mejores de la Iglesia es absolutamente contraproducente”. Decía
también que “hemos de ayudar a los hombres de buena voluntad de la Iglesia a
desencallarse de las posiciones que la Iglesia ha asumido delictivamente desde
la Contrarreforma en adelante.” Creo que tenía más razón que un santo.
Un Papa será
siempre un Papa y soltará perlas como que “el cuerpo humano no es un
instrumento de placer” y que nos escandalizarán – oh, sí – a los practicantes
hedonistas de masa. Ahora bien: en un momento de contrarreforma global, no digo
alabar, sino ni siquiera abrir un poco la boca para defender a este Papa
progresista será anticlericalmente correctísimo, mas políticamente corto de
miras. Insisto: me parece estúpido no aprovechar la coyuntura favorable de un
Papa muy evangélico que, para más inri, ha abierto arriesgados caminos en las
materias no tratables que se recorrerán con la lentitud con que se mueven las
catedrales y se celebran los concilios. Esos cambios ni los percibe el ojo
humano, pero a lo mejor si lo entrenamos... Más allá de esos ejercicios
oculares, de mi amigo dominico aprendí otra cosa. La Iglesia está acostumbrada
a trabajar con lo que hay, no con lo que le gustaría que hubiera. Por eso
siempre sigue ahí. Ahí siguen también los Evangelios, al alcance de los laicos
no creyentes. ¿O preferimos regalárselos a Bolsonaro, Trump y Salvini? ¿Por qué
no al KuKuxKlan?