viernes, 4 de mayo de 2018

La unidad de Corean de Norte y del Sur


Por JULIO FERNÁNDEZ BARAIBAR


En el año 1593, casi cien años después de la llegada de Colón a América, un discípulo de Iñaki de Loyola, el jesuita español Gregorio de Céspedes, escribe cuatro cartas a sus superiores informándoles que está en Busan, en el sur de la península de Corea. Ha llegado hasta allí acompañando a un “kirishitan damyō, un señor feudal japonés cristiano a las ordenes de Toyotomi Hideyoshi, el prominente samurai que se ha convertido en el hombre fuerte del Japón. El padre Gregorio había logrado convencer al propio jefe de la expedición y a algunos de sus soldados sobre el misterio de la encarnación del hijo de Dios, por lo menos lo suficiente como para que lo aceptasen en la expedición conquistadora.
Se ignora si logró realizar alguna tarea evangélica entre el pueblo ocupado por las mesnadas japonesas, pero se supone que no, ya que su paso por la península no dejó ningún otro rastro más que esas cuatro cartas.
No obstante, el padre Gregorio de Céspedes se convirtió en el primer occidental en tomar contacto con el antiguo reino de Goryeo, un monarca del siglo X del que deriva el actual nombre de Corea.  Toyotomi Hideyoshi, el samurai japonés, continuó su conquista, arrasando la península en su camino hacia China. No fue la última vez que los japoneses conquistaron la tierra de Goryeo, convirtiendola en uno de sus “han”, como llamaban a las colonias del Celeste Imperio.
Porque ese ha sido el sino de ese pequeño apéndice del gigantesco bloque euroasiático, la península de Corea: ser disputado por su gigante vecino del continente o su ambicioso vecino del archipiélago cercano. Resistió secularmente a la colonización japonesa. Su pueblo fue despreciado y considerado esclavo por el miserable código Bushido, practicado por esa casta de bandoleros y mercenarios que eran los samurai, a los que Akiro Kurosawa idealizó en su célebre película. Los coreanos estuvieron condenados por décadas a producir arroz para sus amos japoneses, aún cuando ellos mismo carecían del alimento suficiente para sobrevivir.
Primero el budismo y varios siglos después el confucianismo, esa rígida ética estamental, reglamentarista de administración del estado, conformaron su cultura dominante. Pero, justamente su estructura social resistió con tenacidad toda forma de modernización. A la invasión manchú, desde el norte, sucedió una nueva invasión japonesa que duraría hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Corea ni siquiera formaba parte del llamado Manchukuo, el estado títere creado por los japoneses en el noroeste de China. Era una simple posesión colonial japonesa y sus habitantes eran tratados como esclavos.

EL SIGLO XX Y EL NACIONALISMO COREANO
Es en esas condiciones que resurge un fuerte movimiento nacionalista coreano. El 1° de marzo de 1919, un pequeño grupo se reunió en  el parque Tagpol , en Seúl, y declaró la independencia. El movimiento se extendió velozmente por todo el país y fue brutalmente reprimido por los ocupantes japoneses. Estos respondieron además con un intento de niponizar culturalmente a los coreanos, imponiendo obligatoriamente su idioma, obviamente su escritura y hasta su vestimenta.
Ya sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, el ejército soviético, entrando por el norte, desaloja a los japoneses de la península y consigue su control definitivo. Con el Ejército Rojo, entró en Corea Kim Il Sung, un antiguo dirigente guerrillero antijaponés, quien, refugiado en China, se había incorporado a las unidades guerrilleras del Partido Comunista Chino y, posteriormente, había hecho una carrera militar en el Ejército Rojo, donde había ascendido a comandante.
Mientras tanto, en el sur del país el movimiento nacionalista era liderado por Syngman Lee. Este era un hombre de una generación anterior a Kim il Sung y formado, después de su educación confuciana en Seúl, por los norteamericanos. Syngman había constituído un gobierno coreano en el exilio, ya bajo la influencia de los EE.UU. y logró establecer fluídas relaciones con el presidente Wilson y, luego, con Franklin Delano Roosevelt. Ni bien los japoneses se retiran de la península, Syngman voló a Tokio y de la mano del general Douglas Mac Arthur se instaló en Seúl. Sobre la base de su furibundo anticomunismo, se convirtió en el hombre de los norteamericanos en la región.
De hecho, los soviéticos y los norteamericanos establecieron dos claras zonas de influencia separadas por el paralelo 38°, lo que dio nacimiento a los dos estados que hoy conocemos: Corea del Norte y Corea del Sur. La solución, como toda solución establecida por un poder extranjero no satisfizo a ningún coreano, ni a los dirigidos por Kim il Sung y su Partido del Trabajo, convertido en líder de la República Popular de Corea, ni a Syngman Lee quien en 1948 se convierte en presidente de la República de Corea del Sur.
Una vez más, las aspiraciones por constituir una sola Corea habían sido abortadas por la injerencia extranjera. Pero esas aspiraciones nacionales se mantenían vivas.

LA GUERRA DE COREA
El 25 de junio de 1950 las tropas de Kim il Sung cruzaron el paralelo 38 e iniciaron una ofensiva que casí llegó hasta la ocupación de la totalidad de la península. Philip Short, el biógrafo inglés de Mao Zedong, cuenta cómo se gestó esa decisión y los dolores de cabeza que le acarreó al Secretario General del Partido Comunista Chino.
“El líder de Corea del Norte, Kim il Sung, había acudido a Pekín para comunicarle que Moscú había aprobado una iniciativa militar para reunificar la península. Stalin, tan astuto como siempre, había impuesto una condición: Kim debía obtener primero el visto bueno de Mao. «Si te pega una patada en el culo», le dijo el dirigente soviético, «no moveré ni un dedo». Ello implicaba que Mao tendría que hacer de valedor de los coreanos. Durante sus encuentros en China, Kim omitió esa parte de la conversación con Stalin”.
A regañadientes y previa consulta con Moscú, para corroborar la versión de Kim, los chinos, que estaban preparando su invasión a Taiwan, debieron resignar esta y aceptar la propuesta coreana. El peso de los cien mil compatriotas de Kim il Sung que habían luchado en la liberación del Manchukuo pesaron como plomo en la decisión de Mao. Este nunca quedó conforme con el casi fait accompli que le impuso el dirigente coreano. Entre otras cosas, por el alivio que le significó a Chiang Kai-shek. Este ya había sido anoticiado por Truman que EE.UU. no intervendría para proteger a los nacionalistas.
Ese mismo año, George Orwell había hecho conocer su concepto de “Guerra Fría”. En Corea, había comenzado un cruentísimo enfrentamiento bélico en el que las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, divididas por aparentes motivos ideológicos, se enfrentaban a través de una guerra civil en un país periférico. Para la República Popular de Corea la guerra significó el exterminio del 15 % de su población civil, una total devastación de su territorio a consecuencia de los bombardeos norteamericanos y una casi regresión a las condiciones del reino de Goryeo en el siglo X de nuestra era. La intervención de China Popular impidió que los norteamericanos se hiciesen de la totalidad de la península y las tropas norteamericanas, amparadas equívocamente bajo la bandera de las Naciones Unidas, sufrieron un duro revés.
La situación se prolongó durante más de dos años hasta que finalizaron las hostilidades sin firmarse nunca la paz entre ambos estados coreanos.
A las tropas norteamericanas se sumaron algunas tropas latinoamericanas, principalmente de Colombia y de Puerto Rico. Fue esto último lo que lo llevó al poeta cubano Nicolás Guillén a escribir:
¿Cómo estás Puerto Rico, tú de socio asociado en sociedad
(...) de un empujón te hundieron en Corea, sin que supieras por quién ibas a pelear.

En el Río de la Plata es de destacar la gran campaña llevada adelante por el jefe del Partido Nacional uruguayo, el partido Blanco, contra la adhesión de su país a la Guerra de Corea, a la que el oficialismo de Luis Batlle pretendía meterlo. El gobierno de Juan Domingo Perón, en nuestro país, garantizaba la no injerencia argentina en una guerra imperial.
LA CONSTRUCCIÓN DE UNA NACIÓN
La historia posterior de las dos Coreas constituye un claro ejemplo de una voluntad en construir una nación, incluso bajo las condiciones internacionales más difíciles.
Si Kim il Sung logró mantenerse independiente tanto de los designios de Moscú como de Pekín, pese a la importancia militar y económica que ese respaldo le significaba, no es menos cierto que la conducción de Seúl supo explotar para beneficio de su país la importancia geoestratégica que significaba para los EE.UU. El sucesor de Syngman Lee, Park Chung-hee logró que esa dependencia política se convirtiera en factor de desarrollo, modernización e industrialización de su país, que, hasta su llegada al poder, sobrevivía de los aportes de las agencias yanquis para el desarrollo. Con métodos cercanos a los de una dictadura militar, Park creó la prodigiosa Corea que hoy conocemos, la de Hyundai, LG, Samsung y la del nuevo cine coreano. Bajo su régimen, hubo reiterados intentos de acercamiento con la otra parte de la nación dividida, frustrados en la mayoría de los casos por la injerencia imperialista y las tensiones generadas por la Guerra Fría.
El régimen de Kim il Sung logró estabilizarse y encontró en su hijo, primero, y en su nieto, actualmente, una continuidad de criterios y objetivos. Acuñó su idea de un socialismo independiente tanto de China como de la entonces Unión Soviética, al que llamó “la idea Juche” que se ha traducido como de autoconfianza. Logró atravesar incólume, pero no sin grandes esfuerzos, la caída de la Unión Soviética y la transformación de China Popular en una gran potencia económica, sobre la base de un gran ejército, un estado permanente de amenaza de guerra y una gran unidad política de su pueblo.
Hoy, el nieto del guerrero de la Manchuria, Kim Jong-un y el presidente Moon Jae-in se han convertido en dos estadistas que están construyendo una nueva historia. Con su encuentro en el paralelo 38 han cerrado el siglo XX. Y al hacerlo han dado inicio a la construcción de una poderosa nación asiática, que, por primera vez en su historia, ha alcanzado semejante nivel de desarrollo. La integración definitiva de una Corea industrial, con una gran organización estatal, con un poderoso ejército y con capacidad nuclear modifica el mapa mundial y contribuye decisivamente a ese desplazamiento del centro del mundo que comenzó a manifestarse en el nuevo siglo XXI.
Kim Jong-un y Donald Trump, como dos jugadores fulleros, gesticularon, se insultaron, se hicieron bromas pesadas, se amenazaron recíprocamente con la hecatombe final. Seguramente ambos sabían que el final del juego sería algo parecido a esto.
Lo hemos dicho varias veces en los últimos años. La conducción política de los EE.UU. está decidida a un repliegue de sus fuerzas. Sabe que es un gigante con grandes pies de barro amenazado, ya no por el fantasma del comunismo, sino por el espectro del capital financiero, ante el que están sucumbiendo las principales economías industriales de Occidente. Es casi seguro que esto presente a nuestro continente nuevos problemas, nuevas dificultades y desafíos. Pero el nuevo mundo que se está construyendo ofrece también, si sabemos aprovecharlo creativamente, grandes oportunidades para nuestra integración continental y nuestra impostergable e imprescindible industrialización en las condiciones del gran salto civilizatorio que vive el género humano.

Buenos Aires, 28 de abril de 2018

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