Alberto Buela - marzo 2017
Al ganar Trump en los Estados Unidos todos
aquellos movimientos populistas que se venían desarrollando desde hace algunos
años en Europa se potenciaron: Le Pen en Francia, Hofer en Austria, Grillo en
Italia, Amanecer dorado en Grecia, el Partido de la Independencia en Gran
Bretaña, Alternativa para Alemania, Jobbik en Hungría, el Partido Popular Danés,
los Verdaderos Finlandeses, el Partido de la Libertad en Holanda, etc.
Sobre el populismo todos han, y hemos escrito[1], el último del que tenemos
noticias es el pensador francés Alain de Benoist [2].
La erudita más prestigiosa sobre el tema, la
inglesa Margaret Canovan lo define: “el
término populismo se usa comúnmente a modo de diagnóstico de una enfermedad”[3],
lo que da la orientación principal a todos los estudios académicos sobre el
tema.
A la
visión peyorativa sobre el populismo es a la que queremos responder en esta
pequeña meditación.
La experiencia histórica nos muestra que el
populismo, en Rusia, Estados Unidos, Brasil, Francia o Argentina, fue desde sus
comienzos una reacción popular al orden constituido. Hoy ese tipo de populismo
no existe más, pues muestra otro cariz diferente. En Suramérica, donde el populismo sentó sus reales más duraderos y
significativos, con Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, Ibáñez del
Campo en Chile, Velasco Ibarra en Ecuador, Paz Estensoro en Bolivia, Pérez
Jiménez en Venezuela, hoy ha dejado de existir. Los populismos europeos
actuales son diferentes, no hay líderes o caudillos que movilicen a las masas
sino políticos del establishment disconformes
con los que le tocó en parte. Ninguno de entre ellos plantea una verdadera
revolución sino, en el mejor de los casos, un reacomodamiento de tareas y
funciones. En Europa, como observa el agudo de Benoist, desapareció el pueblo.
A fuer de ser sinceros, esto mismo lo observó un muy buen jurista argentino,
Luis María Bandieri, hace ya varios años[4].
La
democracia, que en su acepción primaria, es el gobierno del pueblo no se pudo
plasmar en doscientos años de liberalismo político. La
democracia se transformó en gobierno de una oligarquía partidaria. Hoy los partidos políticos además de adueñarse
del monopolio de la representación, pues no se puede acceder al parlamento sino
solo a través de ellos, pasaron así, de ser un producto de la sociedad civil, a
ser un aparato más del Estado. Esto último lo viene denunciando desde hace años
el jurista español Antonio García Trevijano[5].
Se hace muy difícil desarmar el andamiaje ideológico que la izquierda ha formado sobre el
populismo pues ella tiene el monopolio de la cultura en Occidente, pero a pesar
de ello, y desde ella, se vienen escuchando estos últimos años algunas voces,
como la de Ernesto Laclau quien en su Razón
populista[6]
intenta un cierto rescate. (ad infra carta ad hoc).
Es que Laclau
como nosotros tuvo la experiencia existencial del populismo en el poder y
siendo chicos vivimos como el club deportivo, la parroquia, la escuela, el
barrio y sus vecinos y la familia nos contenían formando una comunidad en donde
nosotros nos fuimos formando y desarrollando. Así, esa relación de pertenencia y
libertad entre individuo y comunidad la vimos realizada efectivamente. En aquella época, cerca 1950, eran muy fuertes
aún las comunidades de inmigrantes que por millones habían llegado a Argentina,
entre los cuales estaban los padres portugueses de Laclau. Inmigrantes que no
son los 70 millones que invadieron Europa y que no se integran a su modo de
vida y valores, sino que nosotros tuvimos, gracias al populismo: inmigración con integración.
La idea
de comunidad tan común a los populismos, al menos a los suramericanos al estilo
de Perón o de Velasco Ibarra, en donde no se puede
concebir a un hombre libre en una comunidad que no lo sea, es un legado que ha
quedado inscripto con letras de molde en nuestras sociedades, de ahí que aún
hoy, el Ecuador puede respirar en sus
excelentes planes de educación y Argentina en su medicina social, algo de
aquel viejo ideal comunitarista enarbolado por nuestros populismos.
A
contrario sensu, Europa no puede esperar nada de estos
nuevos populismos, mal que le pese al brillante de Benoist, porque las
comunidades nacionales se licuaron en un hibrido como la Unión Europea y los
pueblos se replegaron hasta perder sus tradiciones: nadie da la vida hoy por
Juana de Arco en Francia. Europa es hoy, en orden a sus pueblos, una naranja
exprimida que no da jugo.
El caso
de Trump es distinto. Estados Unidos, además de ser la
primera potencia mundial y tener el doble de poder militar y capacidad bélica que
Rusia, China, Francia e Inglaterra juntos, solo tiene que salvarse primero él.
No tiene ninguna atadura internacional que lo condicione. El populismo de Trump
no es el de crear una nueva sociedad, no es el de hacer una revolución, al
estilo de las que hemos tenido en América del Sur, sino solo y simplemente el
“salvarse ellos”. Y, probablemente, lo consiga, si es que no le pasa lo de JFK.
[1]
Buela, Alberto: Populismo y popularismo,
Buenos Aires, Ed. Cultura et Labor, 2003
[2] De
Benoist, Alain: Le moment populista, Paris,
Ed. Guillaume de Roux, 2017
[4]
Bandieri, Luis María: Hacia donde va el
pueblo, Buenos Aires, circa 2005
[5]
García Trevijano, Antonio: Teoría pura de
la república, Madrid, Ed. Buey mudo, 2010
[6]
Laclau, Ernesto: La razón populista, Buenos
Aires, FCE, 2005