Nancy Fraser
12/01/2017
La
elección de Donald Trump es una más
de una serie de insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto,
apuntan a un colapso de la hegemonía
neoliberal. Entre esas insubordinaciones, podemos mencionar, entre otras,
el voto del Brexit en el Reino Unido, el
rechazo de las reformas de Renzi en Italia, la campaña de Bernie Sanders para
la nominación Demócrata en los EEUU y el apoyo creciente cosechado por el
Frente Nacional en Francia. Aun cuando difieren en ideología y objetivos,
esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización gran-empresarial, el neoliberalismo y al
establishment político que los ha promovido. En todos los casos, los
votantes dicen “¡No!” a la letal combinación de austeridad, libre comercio,
deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que resulta característica del
actual capitalismo financiarizado. Sus votos son una respuesta a la crisis
estructural de esta forma de capitalismo, crisis que saltó por primera vez a la
vista de todos con la casi fusión del orden financiero global en 2008.
Sin
embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta crisis era la protesta
social: espectacular y vívida, desde luego, pero de carácter harto efímero. Los
sistemas políticos, en cambio, parecían
relativamente inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites
del establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los
EEUU, el Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas electorales de choque
reverberan por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas
globales. Quienes votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o
contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos.
Burlándose de las direcciones de los partidos, han repudiado el sistema que ha
erosionado sus condiciones de vida en los últimos treinta años. Lo sorprendente no es que lo hayan hecho,
sino que hayan tardado tanto.
No
obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas
globales. Lo que sus votantes rechazaron
no fue el neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista. Esto
puede sonar como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque
perverso, muy real: es la clave para entender los resultados electorales en los
EEUU y acaso también para comprender la evolución de los acontecimientos en
otras partes. En la forma que ha cobrado en los EEUU, el neoliberalismo
progresista es una alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo,
antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por
el otro, sectores de negocios de gama
alta “simbólica” y sectores de servicios (Wall Street, Silicon Valley y
Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido
efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la
financiarización. Aunque maldita sea la gracia, lo cierto es que las primeras
prestan su carisma a este último. Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que, en principio podrían servir
a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado
devastadoras para la industria manufacturera y para las vidas de lo que otrora
era la clase media.
El
neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas
décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y
portaestandarte de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del
“Nuevo Laborismo” de Tony Blair. En
vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales sindicalizados,
afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de
empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud: todos
proclamando orgullosos su bona fides
moderna y progresista, amante de la diversidad, el multiculturalismo y los
derechos de las mujeres. Aun cuando la administración Clinton hizo suyas
esas ideas progresistas, cortejó a Wall
Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema
bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la
desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el Cinturón del Óxido,
otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora la región que ha
entregado el Colegio Electoral a Donald Trump. Esa región, junto con nuevos
centros industriales en el Sur, recibió un duro revés cuando la
financiarización más desatada campó a sus anchas en el curso de las pasadas dos
décadas. Continuadas por sus sucesores, incluido Barak Obama, las políticas de Clinton degradaron las condiciones de
vida de todo el pueblo trabajador, pero especialmente de los empleados en la
producción industrial. Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada
responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive de los salarios reales, en el
aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos ingresos
que vino a substituir al difunto salario familiar.
Como
sugiere esto último, al asalto a la
seguridad social le dio lustre un barniz de carisma emancipatorio prestado
por los nuevos movimientos sociales. Durante todos los años en los que los se
abría un cráter tras otro en su industria manufacturera, el país estaba animado
y entretenido por una faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y
“no-discriminación”. Identificando “progreso” con meritocracia en vez de
igualdad, con esos términos se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una
pequeña elite de mujeres “talentosas”, minorías y gays en la jerarquía
empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo, en vez de con la abolición de
esta última. Esa comprensión liberal-individualista del “progreso” vino
gradualmente a reemplazar a la comprensión anticapitalista –más abarcadora,
antijerárquica, igualitaria y sensible a la clase social— de la emancipación
que había florecido en los años 60 y 70. Cuando la Nueva Izquierda menguó, su crítica estructural de la sociedad
capitalista se marchitó, y el esquema mental liberal-individualista tradicional
del país se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las aspiraciones
de los “progresistas” y de los sedicentes izquierdistas. Pero lo que selló el
acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del neoliberalismo.
Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista encontró su
compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de
dirigir” del leaning in o en “romper el techo de cristal”.
El
resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama de truncados ideales de
emancipación y formas letales de financiarización. Fue esa amalgama la que
desecharon in toto los votantes de Trump.
Prominentes entre los dejados atrás en este bravo mundo cosmopolita eran los
obreros industriales, desde luego, pero también ejecutivos, pequeños
empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Cinturón Oxidado y en el Sur, así como las
poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas
poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del
moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos culturalmente
atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban también el liberalismo
cosmopolita identificado con ella. Algunos –no, desde luego, todos, ni
mucho menos— quedaron a un paso muy corto de culpar del empeoramiento de sus
condiciones de vida a la corrección política, a las gentes de color, a los
inmigrantes y los musulmanes. A sus ojos, las feministas y Wall Street eran
aves de un mismo plumaje, perfectamente unidas en la persona de Hillary
Clinton.
Lo
que hizo posible esa combinación fue la ausencia
de cualquier izquierda genuina. A pesar de arrebatos periódicos como Occupy
Wall Street, que se rebeló efímero, no ha habido una presencia sostenida de la
izquierda en los EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una
narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios
de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por
un lado, y con la visión antirracista, antisexista y antijerárquica de la
emancipación, por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran
languidecer los potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos
movimientos sociales. Divorciados el uno del otro, estos indispensables polos
de cualquier izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a
parecer antitéticos.
Al
menos hasta la notable campaña de Bernie
Sanders en las primarias, que bregó por unirlos luego del relativo pinchazo
de la consigna “Las Vidas Negras Cuentan”. Haciendo estallar el sentido común
neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el
paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano,
Sanders estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama, cuyos
apparatchiks controlaban todos y cada uno de los resortes del poder en el
Partido Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump, galvanizaron una enorme
mayoría del voto norteamericano. Pero sólo el populismo reaccionario de Trump
sobrevivió. Mientras que él consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales
Republicanos, incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de
los jefes del Partido, la insurrección de Sanders fue frenada eficazmente por un Partido
Demócrata mucho menos democrático. En el momento de la elección general, la
alternativa de izquierda ya había sido suprimida. La opción que quedaba era un
tómalo o déjalo entre el populismo
reaccionario y el neoliberalismo progresista: elijan el color que quieran,
mientras sea negro. Cuando la sedicente izquierda cerró filas con Hillary, la
suerte estaba echada.
Sin
embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la izquierda debería
rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas nos
presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que
deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y
creciente fondo de revulsión social contra el presente orden. En vez de
ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipación contra la protección
social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación
y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto, que construiría
sobre terreno preparado por Sanders,
emancipación no significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla.
Y prosperidad no significa incrementar el valor de las acciones o el beneficio
empresarial, sino la base de partida de una buena vida para todos. Esa combinación
sigue siendo la única respuesta de principios y ganadora en la presente
coyuntura.
En
lo que a mí hace, no derramé ninguna
lágrima por la derrota del neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho
que temer de una administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica.
Pero no deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la
demolición del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La
victoria de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y
financiarización. Pero esta presidencia
no ofrece solución ninguna a la presente crisis, no trae consigo la promesa
de un nuevo régimen ni de una hegemonía segura. A lo que nos enfrentamos más
bien es a un interregno, a una situación abierta e inestable en la que los
corazones y las mentes están en juego. En esta situación, no sólo hay peligros,
también oportunidades: la posibilidad de construir una nueva Nueva Izquierda.
Mucho
dependerá en parte de que los progresistas que apoyaron la campaña de Hillary
sean capaces de hacer un serio examen de conciencia. Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso,
de que perdieron contra una “panda deplorable” (racistas, misóginos,
islamófobos y homófobos) auxiliados por Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán
reconocer su propia parte de culpa al sacrificar la protección social, el
bienestar material y la dignidad de la clase obrera a una falsa interpretación
de la emancipación entendida en términos de meritocracia, diversidad y
empoderamiento. Necesitarán pensar a fondo en cómo podemos transformar la
economía política del capitalismo financiarizado reviviendo el lema de campaña
de Sanders –“socialismo democrático”— e imaginando qué podría ese lema
significar en el siglo XXI. Necesitarán, sobre todo, llegar a la masa de
votantes de Trump que no son racistas ni próximos a la ultraderecha, sino
víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben ser reclutadas para el
proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.
Eso no quiere decir
olvidarse de preocupaciones acuciantes sobre el racismo y el sexismo. Pero significa molestarse en mostrar
de qué modo esas inveteradas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y
nuevos fundamentos en el capitalismo financiarizado de nuestros días.
Rechazando la idea falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral,
deberíamos vincular los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color
con los experimentados por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una
izquierda revitalizada podría sentar los fundamentos de una nueva y potente
coalición comprometida a luchar por todos.